Читать книгу Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero - Страница 17

Capítulo 7

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La ducha ha sido una auténtica bendición, tanto para mi cuerpo como para mi alma. Me siento como si realmente hubiese arrastrado con ella las malas vibraciones que sentí al llegar. No puedo dejar de pensar en la muchacha del jardín.

Abro mi maleta y tomo el primer vestido que veo. Es un vestido azul marino recto, no demasiado formal, pero sí elegante. Es mi primera noche aquí, y en el fondo, quiero causar buena impresión. Mientras me pongo el vestido recuerdo a Irene. Cada vez que podía, me lo cogía del armario. En otras circunstancias se lo habría regalado, pero es un regalo de mi padre. Me recojo el pelo haciéndome un moño, y unas gotitas de mi perfume de jazmín me completan. Quizás esté algo pálida, pero supongo que es normal.

Al cruzar el patio de las columnas, no puedo evitar quedarme embelesada admirándolo. Sigue resultando tan impresionante como cuando era pequeña. Lo recordaba justo como está, impoluto. Tiene una iluminación preciosa y, a pesar de que no dispone de la variedad de plantas de antaño, se ve magnífico.

Un suave aroma me envuelve y observo maravillada la “dama de noche” que se ha adueñado de forma lenta, pero segura, de una de las esquinas del patio. Señor… me llevo la mano al pecho mirándola absorta. De niña inhalaba su perfume una y otra vez, hasta que en una ocasión, una pequeña arañita blanca me picó en la nariz y se me puso como la de un payaso. Cuántos recuerdos…

Los ladrillos del brocal del pozo central parecen llamarme y paso la yema de mis dedos por su borde. Isabela gustaba de sentarse aquí a leerme cuentos. Ella y sus historias medievales.

Pero eso fue hace mucho. De pronto, me siento como una intrusa. Como si ya no perteneciera a este lugar, como si estuviese de visita. Respiro hondo, cuento hasta diez, y con timidez, me acerco al portalón de entrada a la casa principal, donde vive el resto de la familia. Voy a tocar el timbre que hay situado en su lateral, cuando de pronto aparece de la nada El Búho.

—Buenas noches, Anabel. —¡Señor, qué alivio! ¡Y yo que pensé que este hombre era mudo!

—Buenas noches, Robert.

—Pasa, te estamos esperando.

Voy tras él, meditando un poco de forma tonta en lo bonito que es su nombre completo, Roberto. Pero, al parecer, él prefiere Robert, porque es más “artístico”. Así que aquí estoy, siguiendo a este hombre, y pensando para mis adentros que el apodo de “Bobby, El Búho” le iría como anillo al dedo.

El inmenso recibidor de la casa parece dormido, la luz es tan tenue, que apenas pueden apreciarse las pinturas que mi madre realizó en su día para decorarlo. Qué pena. Este lugar, con la conveniente iluminación, es un lujo para los sentidos. Mi vista se dirige hacia la escalera gigantesca que lo preside. La gran escalinata con forma de “Y” a la que, mi madre, tanto tiempo dedicó. Unos anchísimos escalones de mármol blanco ascienden lentamente hasta el descansillo de los mismos. Un pequeño banco de madera con unos cojines de rayas, llena el espacio. Y justo sobre ese banco, el magnífico cuadro que imita al Jardín de las Delicias del Bosco.

Dos tramos de escaleras nacen de este descansillo, cada uno te conduce a una de las dos alas superiores de la casa, y desde cada una de ellas, como destino preferente, la torre encantada, como le llamaba de niña. Tengo que explorarlo todo a la primera ocasión. Igual que he buscado por casa cualquier recoveco con hendidura para llave, tengo que buscar por aquí. Tal vez mi padre guardó “el tesoro” en la torre. Él sabía que era mi lugar mágico especial…

Uf, que pena verlo todo en esta penumbra. De pequeña me daba miedo este lugar, porque lo veía oscuro y demasiado grande. No entendía por qué se necesitaba tanto espacio para recibir a la gente. Pero mi madre me enseñó que este lugar es la primera impresión de una casa con historia. Su tarjeta de presentación, su identidad.

—¿Te ocurre algo, Anabel? —me pregunta Robert.

—Oh, lo siento, me he distraído un poco. Recuerdos.

Las puertas del inmenso salón están abiertas de par en par, esperando deseosas nuestra llegada. Todos se ponen de pie, y yo me siento como en una película en blanco y negro.

—Bienvenida Anabel. Oh, estás guapísima —me saluda tía Francesca.

—Gracias, tú también.

En un rápido vistazo, compruebo que en el salón todo está perfecto y ha habido muy pocos cambios. Las cortinas quizás. No estoy muy segura. Al ver la inmensa mesa central, la hermosa vajilla y, esos relucientes cubiertos, me siento cohibida. Transportada a otra época. Casi espero que de un momento a otro salga un mayordomo a retirarme la silla. Claro que Adela tiene un papel muy similar.

Aliviada veo que al menos estoy sentada frente a mi tía. Pascual y Robert están sentados cada uno a un lado de mí. Intento rememorar recuerdos en este salón, pero no lo consigo. Era un sitio prohibido para niños, que tan solo visitaba en alguna que otra Noche Buena. Pero sí me alegro de haber elegido el vestido azul. Todos están muy elegantes y creo, que si hubiese venido en vaqueros, hubiese saltado algún tipo de alarma.

Mientras van haciéndome preguntas sobre mi trabajo y demás, llega la cena. Unos entrantes, vino, una sopa, un poco de carne, unas verduras, y postre. ¡Voy a explotar! Tengo que acordarme de felicitar mañana a Lola. Se ha asomado en un par de ocasiones a guiñarme el ojo, y en ese postre de flan con caramelo y nata, casi asciendo al cielo. Cocina mejor que nunca, eso sí, debí avisarla para que no intente engordarme en una sola comida.

Por fin nos levantamos. Menos mal. Pensé que mi culo se había quedado adherido a la silla. Aprovecho que nos sentamos un poco en el sofá tapizado con un color verde muy raro, entre verde lechuga y verde espinaca, y comento a todos mi sorpresa por lo que he descubierto hoy.

—Esta tarde he estado paseando por el jardín. Me ha gustado mucho la parte nueva.

—¿Parte nueva? —responde de inmediato Robert, acribillando con la mirada a mi tía. Pero la cara de sorpresa de ella, es bien sincera.

—Sí. Hay un estanque con nenúfares, una hermosa escultura de un ángel blanco, una galería verde llena de rosales…

—¿Qué? ¡Por favor! ¡Es imposible! ¡Eso habría costado una barbaridad! —vuelve a insistir Roberto.

—Pues es así, yo misma lo he visto todo esta tarde.

—Anabel, ¿te encuentras bien?, ¿estás segura? —me pregunta Pascual.

—Esta tarde salí a pasear. Quería recordar. De pequeña yo jugaba mucho en ese jardín. Al principio me fijé un poco en lo deteriorada que está la parte que linda con la casita azul, pero luego, fui avanzando y descubrí al ángel blanco y todo lo demás. Luego conocí a una muchacha. Creo que es muda, ¿es una empleada?

No me pasan por alto las miradas que van lanzándose unos a otros.

—Cariño, no tengo ni idea de a qué te refieres. Nos gustaría hacer arreglos en el jardín, pero ahora mismo, las finanzas no son las más apropiadas. En cuanto a la joven… a veces viene una muchacha del pueblo a ayudar a Lola con la limpieza fuerte de la cocina. Sería ella —me explica tía Francesca.

Pascual me mira con una expresión que no me gusta. ¿Tristeza? No sé, pero coge mi mano. Parece que cualquier ocasión es buena para él en cuanto a coger mi mano. Esta vez, entrelaza sus dedos entre los míos.

—Pascual, te prometo que lo he visto. Por favor, créeme —le suplico con la mirada.

Siento como intensifica su mano sobre la mía. Tanto, que me siento algo incómoda y de forma automática la retiro dejándole algo sorprendido. Sin embargo, se repone pronto y creo, que ha decidido ayudarme.

—Hagamos una cosa. Ya es muy tarde, hace frío, y durante la noche el jardín no está bien iluminado. Si quieres, mañana a la luz del día, te acompañaré y me lo muestras. ¿Te parece bien?

—Sí, gracias —le contesto con un agradecimiento auténtico y sincero.

—De nada. Y Anabel, me alegro de que estés aquí. Tal vez tú le devuelvas a este lugar algo de la alegría que una vez tuvo.

Su voz ha sonado neutra, pero una leve mirada hacia su madre indica que sus palabras estaban dirigidas a ella. ¿Qué ocurre aquí?

—Si no os importa, me gustaría acompañaros —añade Robert.

¡No me lo puedo creer! ¡El Búho ha vuelto a hablar! Y nos quiere acompañar y todo.

—Por mí, perfecto —le contesto.

—Bien. Hasta mañana entonces. Me voy a la cama. Tengo que hacer algunas cosas antes de ir a las clases de interpretación —me contesta.

—Yo también me voy a dormir. Muchas gracias por la maravillosa cena.

—Descansa querida —me recomienda tía Francesca— mañana si quieres puedes visitar toda la casa y seguir recordando cosas. Imagino que todo esto despertará muchos recuerdos en ti. ¿Estás segura de no querer dormir aquí esta noche? Sabes que hay camas de sobra.

—Muchísimos recuerdos. No, gracias tía, de veras. Mañana será otro día. Tengo muchas ganas de subir a la torre. Pero mañana. Hoy estoy agotada. Buenas noches a todos.

Pascual decide acompañarme y yo la verdad es que lo agradezco. Mi retirada de mano de antes pudo parecerle algo brusca. Pero es que… no sé, algo no me cuadra del todo. Es como si su conducta ya no fuese tanto de primo o amigo, sino más bien… algo más íntimo. Es absurdo. Acabo de pensar una auténtica gilipollez.

—Hay algo que no entiendo, Pascual. Tenéis personas trabajando como jardineros y también operarios de mantenimiento, pero tú mismo has reconocido que el jardín está mal iluminado. Y hoy me ha dado la sensación de estar descuidado. No comprendo.

—Vivimos un poco estresados. Las cosas no han ido bien económicamente en los últimos años. Trabajo, y más trabajo, ya sabes. Ahora que tú estás aquí, tal vez la cosa pueda cambiar. Algo me dice que tú sí vas a disfrutar de él.

—Lo haré sin duda. Me trae bellos recuerdos.

—Y a todo esto, ¿no te da miedo dormir sola? —se preocupa Pascual.

En su voz no hay invitación, ni doble sentido, ni nada parecido… entonces, ¿por qué siento que se erizan los vellos de mis brazos?

—No estoy sola. Estáis muy cerca y además no creo que por aquí haya ningún peligro.

—Tal vez, pero la mayoría de las jóvenes de tu edad no querrían dormir solas.

—Yo no soy como la mayoría.

—Ya me he dado cuenta. Buenas noches y bienvenida otra vez.

—Gracias. Buenas noches.

Le doy un beso en la mejilla y entro en casa. O él está muy raro esta noche, o a mí, el día me está pasando factura. Al menos, mi tía estaba muy cariñosa. El Búho me ha hablado varias veces y Adela… Adela sigue siendo Adela.

Voy encendiendo luces y pensando en que esta es mi primera noche aquí después de todo aquello… Cierro todas las ventanas y puertas. Es extraña la sensación de ponerse el pijama y acostarse en la cama que fue de mis padres. El reflejo azul de la pared me hace sonreír.

—Oh, mi pequeña Anabel. Va a quedar todo precioso. Ya verás.

—Mami, todo azul. Mucho azul.

—Sí tesoro. El azul es bonito. Es alegre. Es el color del cielo, del mar, y también el color de los ojos de tu padre, y de los tuyos. Me gusta como me veo reflejada en él.

—A mí me gusta mami. Pintar azul.

—Allá vamos señorita.

En aquel entonces yo tenía tres años. Mi madre empezó a mover muebles como una posesa. Tampoco había mucho que mudar y comenzó la tarea por mi dormitorio. Me dio una brocha y me dijo:

—Cariño, intenta pintar solo en la pared. Los muebles los pintaremos otro día. ¿De acuerdo?

—Sí, mami.

Por supuesto, dejé monísima la pared, mi ropa, el suelo, mi cara… Todo azul cielo.

—Oh, sí. Estás preciosa con ese color.

También recuerdo la cara de mi padre, cuando ella le explicó el siguiente paso.

—¿Verdad que ha quedado precioso? Venga Tobías, tráeme más pintura de este color. Queda mucho por hacer.

—¿Mucho?

—¿No creerías que solo pintaría un dormitorio! Todo esto va a ser redecorado.

—¿Todo?

—¡Pareces un loro! Sí, ¡todo!

—Y… yo ¿también puedo pintar?

—No seas gamberro Tobías, no uses demasiado la imaginación.

—Y tú no seas aburrida Ana. A mí también me gusta pintar, pero quiero que el lienzo seas tú…

Sintonía. Tenían sintonía y melodía, como el mejor vals del mundo, en perfecta combinación música y baile. Así eran ellos.

Y Pascual… Siempre lo he considerado como mi hermano. A veces, cuando mis tíos discutían, él venía de inmediato a buscar refugio aquí. Pienso que para él, ella era una segunda madre. Francesca siempre ha sido buena persona, pero con un carácter fuerte, mi tío José la llamaba la Madonna mandona. Oh, sí, recuerdo el sentido del humor de mi tío y sus juegos de palabras.

Voy notando el peso de mis párpados. Tal vez tenga suerte y consiga conciliar el sueño, tal vez incluso logre soñar con un hermoso jardín lleno de flores, fuentes y estatuas, pero esta vez, con caras sonrientes. Quizás pueda a través del sueño descansar un poco mi alma o descubrir qué le pasaba a aquella joven misteriosa…

Estatuas de sal

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