Читать книгу Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero - Страница 20

Capítulo 10

Оглавление

“Un trocito de mí, para ti. Ha llegado la hora. Mamá”.

¿Qué significa esto? ¿Ha llegado la hora de qué? Ella no sabía que iba a morir… ¿verdad?

No puedo pensar con claridad. Paseo de un lado a otro de la habitación como un animalillo asustado, y de tanto en tanto, me paro a mirar el cuadro, como si en una de esas miradas, pudiese por arte de magia transformarlo en un inocente y colorido bodegón. Firmado. Lo ha firmado, pero no está terminado. Estoy segura, está tan… está tan inacabado como la escultura del ángel. Esa que coronaba una fuente inexistente, fruto de mi mente desequilibrada. Pero esa fuente está aquí, en el cuadro. Mi madre la vio… ¡Señor, mi madre la vio!

Respiro con dificultad y siento de nuevo ese picotazo en el pecho, y algo más. Llevo mis dedos a la nariz… estoy sangrando. Hacía años que no sangraba por la nariz, desde que tenía siete u ocho años, creo recordar, y ahora, dos veces en dos días. Voy por un pañuelo y aprieto con fuerza. Y después, vuelvo a sentarme en el suelo, mirando absorta el cuadro como si en él estuviese la clave para que mi vida vuelva a estar de pie.

Me acerco de nuevo, y temblorosa, toco la superficie del cuadro. Esto es de locos, un cuadro que se supone pintado hace once años, y sin embargo, la pintura está fresca. No mancha mis manos, pero se adhiere un poco a mis dedos. Es imposible, totalmente imposible.

Solo tengo una explicación para todo esto. No quiero ni planteármelo, pero es la única opción válida. Alguien, alguien muy cercano, quiere que piense, vea y sienta lo que no es posible. Quizás alguien que desea que piensen que he perdido la cordura, o peor, que quiere hacer que la pierda de verdad. Y está cercano a conseguirlo si sigue así. Pero no le voy a dar ese gusto.

Busco desesperada y encuentro papel de envolver. Antes de cubrirlo, vuelvo a observarlo una vez más. ¿Cómo no lo aprecié antes…? Sí que aparecen las esculturas danzantes, pero son meras manchas blancas difusas sin forma, alojadas en el borde del cuadro. La parte inferior derecha es una masa de color marrón, con una pequeña edificación, también borrosa, que bien podría ser la capilla. Pero también está incompleta…

—¡Vamos Anabel! ¡Piensa! ¡Esto no es real! ¡No puede ser real!

A mi madre le gustaba pintar al óleo. Gracias a esa modalidad podía utilizar, e incluso crear, gran variedad de tonalidades y además le aporta el beneficio de una calidad muy alta de colores. Tiene muchas otras ventajas, como el hecho de que se puede trabajar despacio, se seca lentamente y eso permite hacer degradados, fundidos, sombreados. Una vez que la pintura se seca, el color es vivo y potente porque tiene bases aceitosas.

Pero también tiene un posible inconveniente por así decirlo. Es decir, para poder trabajar con óleo, normalmente, y mi madre lo hacía, se maneja con esencia de trementina, o lo que de forma común se conoce como aguarrás. Esta sustancia es tóxica y sobre todo, tiene un fuerte olor. Vamos, que apesta. Por eso mi madre utilizaba para pintar esta gran habitación, con este cierre que le permite abrirse por completo al exterior, o incluso, a veces, trabajaba directamente en el jardín.

Pero… huele. Huele a reciente.

Recuerdo a mi madre aquí mismo, donde estoy yo ahora, justo aquí…

—Oh, mamá, ¡qué hermoso!

—¿Has visto Anabel? Algún día, tú y yo pintaremos juntas.

—¿De veras?

—¡Por supuesto!

—¿Y podré utilizar tus pinturas?

—Claro que sí. Puedes empezar ahora pintando tu propio cuadro. ¿Qué te gustaría plasmar?

—A ti. A ti y al jardín.

—Estaría bien. ¿A mí en el jardín? O por un lado me quieres pintar a mí y por otro quieres dibujar el jardín —me preguntó mi madre riendo.

—No sé… ¡Te pintaré a ti! ¡Pintaré el jardín! ¡Te pintaré a ti en el jardín! ¡Pintaré flores, y pintaré el cielo, y pintaré el sol y la luna, y…!

—Vale, vale, pequeña —me contestó ella con una gran sonrisa—. ¡Qué entusiasmo! Pero recuerda… tenemos que pintar un cuadro juntas. Será nuestro tesoro especial.

Y entonces tomo la tarjeta de nuevo en mis manos y le doy un nuevo significado.

“Un trocito de mí, para ti. Ha llegado la hora”.

Mamá

¿Es posible que quiera que yo termine de pintarlo? ¡Pero qué estoy pensando, por Dios! Ya presiento mi ingreso en la unidad psiquiátrica del Hospital Virgen Macarena.

Es definitivo. El cuadro ha de estar escondido, y yo necesito centrar mi mente. Y de paso, encontrar un buen escondite, uno bueno de verdad…

Ella y yo, solíamos esconder los regalos que le comprábamos a mi padre en una especie de fondo doble que tiene el ropero del dormitorio donde ellos dormían, vamos, mi actual dormitorio. Desconozco el motivo de que ese armario tenga un doble fondo, pero así es. Estoy empezando a pensar que esta casa tiene muchos secretos.

Igual toda mi ropa huele a pintura y trementina de aquí a nada. En principio, correré ese riesgo. Ya se me ocurrirá algo mejor.

El ruido del timbre en la puerta me asusta y casi dejo caer el lienzo al suelo. Con cuidado, lo cubro con el papel, dispuesta a esconderlo un poco más tarde.

—¿Anabel? ¿Puedo pasar?

—Claro tía —digo abrazándola al mismo tiempo que pienso que ha sido realmente inoportuna.

—Estás pálida, ¿te ocurre algo? Y ese pañuelo, ¿eso es sangre? ¿Te encuentras bien?

—Eh, sí, tía, sí. Estoy bien, un leve sangrado por la nariz sin importancia.

Mi tía toma asiento justo en el mismo lugar donde antes se sentó Pascual. La vida es un continuo devenir de sucesos. Unos van y otros vienen… ¿Pero en qué puñetas estoy divagando ahora? Estoy demasiado alterada para pensar con claridad. Espero que mi tía no lo note demasiado.

—Cariño, tengo que disculparme contigo. Quizás no hayas tenido la bienvenida que esperabas. Vivimos tan inmersos en nuestras propias historias que, bueno, fíjate como está todo. Este lugar quedó cerrado y, bueno, imagina tú el resto. Pediré a Lucía que venga a hacer una buena limpieza.

—No tía, muchas gracias, de veras. Quiero hacerlo yo misma. Me vendrá bien, ahora estoy de vacaciones y necesito distraerme un poco. Ya he comenzado, y es terapéutico, en serio.

Me mira un instante, como dudando, sin saber bien cómo continuar una conversación que se siente algo forzada… Y yo mientras la observo. Esas pequeñas arruguitas que se han ido formando en torno a sus ojos y en las comisuras de su boca. Pero está hermosa. Algo alicaída quizás. El brillo de sus ojos también ha cambiado, está en extremo delgada y la siento insegura.

—Anabel, no sé cómo decirte esto, pero quizás lo mejor es ser directa. Robert ha hablado conmigo y también Pascual. Están algo preocupados por ti.

—Es comprensible, ¿no crees? Pero… me conoces desde que nací. No estoy loca.

—Lo sé Anabel. Me preocupas. Sé que tal vez mi actitud no fuese la más acertada cuando se leyó el testamento de tu padre, pero tienes que entenderme, por favor, no me imagino viviendo en otro lugar que no sea este. Eso no quiere decir que no valore lo que estás haciendo por todos nosotros. Por tu familia. También sé que tienes mucho aprecio a Pascual, aunque a la vez estoy segura de que no sientes el mismo aprecio por Robert. Lógico. Lo has conocido después y lo has visto en muy contadas ocasiones. Entiendo que no es lo mismo. Pero aunque no lo creas, ambos se preocupan por ti, al igual que yo…

Me sonríe. Pero es una sonrisa… forzada. Está preocupada, hay algo más, estoy segura. Y voy a mentirle. Odio las mentiras, para mí son uno de los peores monstruos que existen, capaces de destrozar lo más bello y hacer sufrir al más inocente, pero no tengo otra opción hasta que yo misma sepa qué está pasando.

—Estaba tan cansada… me dormí un momento, y bueno, no sé qué me paso tía, solo puedo decirte que para mí había sido real, pero está claro que nada más lejos de la realidad que algo inexistente. Por cierto, Germán me habló de unos planos catastrales o algo así. No es que tenga dudas, es solo que me llamó la atención.

Ella sonríe, y de repente, se pone de pie, y saca del bolsillo de su sudadera un papel doblado.

—Aquí está. Lo pedí para el tema de la subvención de los naranjos. Bueno, fíjate, ¿ves? Esta es nuestra parcela… y estas las dos contiguas. La de la izquierda, vacía, la de la derecha, tiene este rectángulo que coincide con nuestros límites, y que puede ser una construcción. De todas formas, podemos averiguar quién es el propietario si quieres…

Observo las líneas trazadas en ese papel blanco y ausente, donde solo se ven trazos insustanciales y rectangulares donde en teoría, hay una edificación, que puede ser una vivienda o una caseta para perros, yo que sé. Pero no quiero mostrar más interés de la cuenta, o comprenderán que sigo pensando que ocurre algo extraño. Fingiré indiferencia, y pediré ayuda a Andrés. Él me ayudará a saber algo más sobre la parcela aledaña…

—¡No! No tía, de veras, no es necesario. Por favor, olvidemos este asunto, ¿sí?

Tengo los dedos cruzados en mi espalda, como cuando era niña, y me reñían en el colegio, o me tomaba, a escondidas de mi padre, doble ración de postre.

—De acuerdo, dejémoslo así entonces. Ven a cenar con nosotros Anabel. Sé que quieres empezar a llevar tu vida con cierta independencia, pero hoy es un día especial. Tenemos una pequeña cena de amigos. —En este momento, mi tía me sonríe por primera vez desde que llegué, de una forma sincera—. Y le he pedido a Alejandro que venga a cenar esta noche.

Me temo que estoy algo susceptible y no puedo evitar preguntar.

—¿Alejandro? Y dime tía, ¿lo has invitado como amigo?, o… ¡cómo médico!

Ahora se ha puesto colorada.

—Como amigo.

Me está mintiendo. Tiene sus manos sobre el regazo, y no ha cruzado los dedos, pero me evade la mirada y está empezando a ponerse nerviosa. Y hay algo más… lo presiento.

—Voy a hacer un trato contigo, tía. Las dos vamos a suponer, que en efecto, Alejandro viene como amigo, y no como médico. Porque sé que en estos momentos, tras lo ocurrido esta mañana, estáis preocupados. Pero, a cambio, quiero saber por qué estás triste y nerviosa y, por favor, no te molestes en mentirme. En una ocasión, fuimos mucho la una para la otra.

La he sorprendido. Durante un instante se queda como ausente, incluso veo cómo le tiembla ligeramente el labio, y creo que está haciendo un esfuerzo para poder hablar sin que le tiemble la voz.

—No se te puede mentir sobrina. Siempre fuiste una chica inteligente, y eso, siempre me gustó.

Se pone de pie y empieza a pasear en dirección al jardín, deteniéndose un instante y apoyándose contra el frío cristal, a contraluz, como si hablase más con ella, que conmigo.

—Ya eres una mujer. Quizás haya cosas que puedas entender mejor de lo que yo pueda pensar —me dice, girando de nuevo su cuerpo hacia mí—. La casa es grande. Roberto pasa mucho tiempo fuera, trabaja mucho, o eso espero… Robert también pasa mucho tiempo estudiando y preparando su carrera. Pascual tiene su trabajo y luego se encierra durante horas en su cuarto de música. Prácticamente no le veo. Adela es… tan formal… y, tiene muchos quehaceres. Mi madre se marchó un día sin más, sin despedirse… y no sé nada de ello salvo determinadas tarjetas que me llegan de vez en cuando… ¿Sigo?

—Sí, por favor.

—Quiero a Roberto, pero hay muchos momentos en que recuerdo a José. También echo de menos a tus padres, y a la época en que tú y Pascual erais niños… Me hago mayor y me siento sola. Me viene bien tener algo de compañía, ¿no crees? El espíritu de este lugar se marchó con ellos dos Anabel. La casa no ha vuelto a ser la misma, y nosotros tampoco —añade abrazándose un momento, la vista de nuevo perdida.

No esperaba tal sinceridad, y me ha dejado perpleja.

—Tía, de veras, me duele que te sientas así, pero… bueno, creo que tú eres la única que puedes encontrar lo que te falte. No estoy loca, solo angustiada. Por Dios, solo hace tres días que ha muerto mi padre. Me siento rota. Pero quiero añadir —le dijo sonriendo— que puedes visitarme todo lo que quieras y yo por mi parte haré lo mismo.

En este punto, me pongo de pie y me acerco a ella abrazándola. Hoy parecemos osos mimosos infantiles, en lugar de adultos.

—O sea, que prefieres quedarte aquí y venir de vez en cuando ¿cierto? —y de nuevo vuelve a sonreír—. No sé por qué no me sorprende.

—Sí. Necesito mi espacio. ¿Lo entiendes?

—Claro que sí. Yo también fui joven, recuérdalo. Ahora voy a hablar con Lola y a explicarle que esta noche también vienen Alejandro y Leonor.

—¿Leonor?

—Sí, creo que es su novia. Te contaré un chisme. Alejandro tiene cierta fama de mujeriego, y Leonor no es su primera novia. No sé si volveremos a verla por aquí, con sinceridad —me bromea—. Por cierto, ¿cómo le llamaste el otro día? ¿Bicho?

—¡Oh, por favor! ¡No me lo recuerdes! ¡Menudo bochorno! Era una enana de ocho años cuando le llamaba así, y no sé por qué, lo repetí. Uf. Qué vergüenza. Por cierto, ¿me acompañas a ver a Lola? Voy a darle la noticia de mi independencia gastronómica, y va a ser complicado. Lo haré con sutileza, aprovechando el justo momento en que se aleje de las sartenes. ¡Menudo carácter tiene!

Mi tía termina soltando una pequeña carcajada.

—¿Estás segura?

—Sí. Necesito mi independencia, mi intimidad. Necesito cuidar de mí misma. Además, Lola ha amenazado con engordarme como si fuese un pavo de Navidad y tengo que huir ahora que aún estoy a tiempo.

Ambas reímos, pero aun así, mi tía me mira con suspicacia.

—¿De veras te encuentras bien? Tu palidez da algo de miedo —me susurra.

Después de lo del jardín, lo que falta es que yo mencione el tema del cuadro…

—Mira tú quién va a hablar… Estoy bien tía. Solo necesito algo de tiempo. Venga, vamos.

Ya en el exterior, Luis está arreglando un grifo en el patio, y al vernos, nos sonríe y nos saluda. No me pasa inadvertida la forma en que mira a mi tía, y juraría que al fin, a ella le vuelve algo de color, a su casi transparente piel.

—Buenas. ¿Qué tal?

—Hola Luis —le contesto— vamos a ver a Lola. ¿Por dónde anda?

—En la cocina, para variar. Está preparando algo relacionado con una tarta de queso para celebrar tu vuelta. Te advierto que quiere engordarte.

Luis se ríe con ganas cuando yo pongo cara de “¡lo sabía!”. Es un hombre risueño, y si bien no me había fijado demasiado en ese aspecto de su persona, lo cierto es que no está mal físicamente. Un pensamiento del todo inapropiado me llega sin avisar, en silencio, y tajante, cuando veo a ambos cruzar sus miradas de una forma… casi íntima. ¿Qué pasa aquí?

Pedro aparece de alguna parte, con la ropa mojada y unas botas negras, curiosamente secas. Extraña combinación. Ha fijado su vista en mí de una forma que me resulta desagradable y me hace sentir mal. No es trigo limpio. Estoy segura de que este hombre oculta algo importante, quizás como todos los demás miembros de la casa, incluyéndome a mí misma, y esa pintura resguardada en un doble fondo.

—¡Anabel! ¡Anabel! —escucho la vocecita alegre de Alba.

—Creo que ya has hecho una amiga por aquí —me dice mi ahora sonriente tía.

—Sí tía. ¡Hola Alba! ¿Terminaste los deberes?

—¿Es el cielo azul? Soy una niña muy lista. ¿Podré comer tarta contigo esta tarde?

—¡Alba! —grita Lola desde el interior de la cocina— ¡No te chives!

Todos reímos. Excepto Pedro. Nos mira con una fea expresión en su fea cara y se marcha. No pienso invitarle a comer tarta. En fin, voy a hablar con Lola, y si consigo sobrevivir a su ira, cuando sepa sobre mis planes futuros de cocinar para mí misma, todo lo demás, será “tarta comida”.

* * *

Lola me ha sorprendido. Al principio se mostró un poco reacia, pero en el fondo, creo que lo esperaba, o al menos, eso es lo que me dio que pensar cuando me hizo entrega oficial de un dosier con recetas fáciles.

—Te conozco desde que viniste a este mundo. Es muy difícil engañar a Lola, niña. Pero te espero por mi territorio cada vez que quieras. ¿Entendido?

Julio me guiñó un ojo desde la esquina de la cocina, y después, empezó a reírse con ganas cuando vio que Lola me pasaba un recipiente con el almuerzo.

Un almuerzo que no he podido tragar. Cuando iba a salir de la cocina, Lola me susurró con cariño…

—Eres igualita a ella. Hasta en esto. A tu madre le encantaba la cocina. Me pedía recetas, y halagaba mis guisos, sabedora ella de que yo iba a caer en la trampa y le iba a contar cómo los había preparado… Lo siento Anabel. No quería ponerme triste. Es solo que… a tu padre lo veíamos de vez en cuando. Íbamos a Sevilla y, yo aprovechaba, y le preparaba pestiños. Ya sabes que a él le da igual comer pestiños en agosto, el muy goloso. Estaba muy orgulloso de ti, de tu trayectoria y nos dijo de pagarnos un viaje a Madrid para que pudiésemos visitarte. El bueno de Tobías, siempre tan generoso. Pero tu madre… ella era la sal de esta tierra, el aceite de nuestras vidas. Y tú me la recuerdas mucho.

Supongo que me emocioné un poco al escuchar su sincera revelación. Yo ya sabía por mi padre que Julio y Lola le visitaban de vez en cuando, pero… veo a esta mujer ante mí, para muchos, una mujer de campo ruda y sin una educación esmerada… para mí, la mujer más educada del mundo porque todo lo hace con amor. Y me emocionó.

También es sabia esta señora, y así me lo demuestra cuando sin previo aviso me grita, haciéndome reír al instante.

—¡Joder, quiero volver a ver salir humo de esa chimenea, es una orden!

—¡A sus órdenes, mi jefe de cocina! —le contesté yo.

Pero el almuerzo no pasaba después por mi garganta, y a pesar del trabajo físico que hoy he realizado en casi toda la casa, nada me ha dejado tan agotada como el psicológico. Varias veces he pensado ir a sacar la pintura de su escondrijo y volver a observarla, pero… mañana.

Voy a cerrar la puerta corredera, hace frío. Toda la habitación está limpia y ordenada. Sobre la mesita pequeña que hay junto al caballete infantil, he colocado el maletín para Alba. Esta tarde me ha dicho que vendría pronto a visitarme. Lo espero, lo espero de corazón.

Sobre la mesa grande… hay demasiado vacío doloroso, y no es solo la pintura. He colocado un par de fotografías en ella. Una de mis padres, felices, sonriendo en el jardín. La otra, de los tres en mi quinto cumpleaños. Yo sonrío con felicidad, mostrando un gran hueco donde tendrían que estar mis paletas. También coloco una planta de interior y una vela con olor a vainilla. Algún día quizás consigo ir añadiendo de forma lenta, pero segura, pinceles y esmaltes. El caballete grande, permanece vacío.

Miro hacia fuera y veo como la noche se va acercando. No he vuelto a salir al jardín hoy. Hoy no. Pero le he pedido a Luis que me haga el favor y coloque más iluminación. También he hablado con Germán. Hay mucho por hacer.

Casi he terminado de cerrar el ventanal cuando escucho unas risas. Risas femeninas. Las mismas risas que escuché ayer tarde en el jardín.

—¿Alba?

No hay respuesta.

Las vuelvo a escuchar de nuevo, esta vez, más cercanas. Me asomo al exterior y no veo a nadie. Se repiten, esta vez, tan cerca, que me sobresalto y me giro con rapidez a fin de ver si hay alguien tras de mí. Y entonces, un pequeño soplido en la mejilla me hace gritar. Lo he sentido, ¡estoy segura! Mis vellos se erizan de frío y de incertidumbre mientras escucho cómo las risas se van alejando, sonando cada vez más distantes, mientras mi mente evoca unas jóvenes danzarinas de ritmo forzado… y cierro el ventanal de golpe.

Estatuas de sal

Подняться наверх