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Capítulo 4

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Vine a dormir con Andrés y María. Mi intención era marcharme al piso de mi padre, pero ellos insistieron en que no era buena idea. También la familia me propuso que los acompañase a la gran casa, como yo la llamo a veces, pero no me apetecía visitarla, después de tanto tiempo, precisamente anoche. Amparada en la oscuridad y… reviviendo recuerdos. Así que como de todas formas, Andrés nos había citado hoy a todos para explicarnos y leernos el testamento, decidí quedarme aquí. Estaba agotada y tenía muchas ganas de ver a María.

Ella, como siempre, me acogió con todo el cariño del mundo. No se encuentra bien de salud últimamente, y yo sabía que estaba muy disgustada por no haber podido acompañarme en el tanatorio, ni asistir al breve pero hermoso responso que se ofreció al atardecer.

Es una mujer muy cariñosa, que debe tener los sesenta años cumplidos. Ahora lleva el pelo muy corto y hay más arrugas desde que no la veo, pero muchas son de reírse, porque lo hace la mayor parte del tiempo. Me abrazó con un inmenso cariño, e hizo que me sintiese bien. Sin ganas de inspeccionar, no pude evitar observar a mí alrededor. ¡Cuántos buenos recuerdos!

María, que también es muy observadora, me hizo pasar a la cocina cuando se percató de que me quedé embelesada mirando una fotografía de Andrés y mi padre en un día de campo. En esa imagen, ambos sonríen y bromean respecto a las manchas que cada cual luce en su improvisado delantal. ¡Qué buenos tiempos!

Sonreí al pasar a la cocina, con sus cortinitas de cuadros verdes y blancos. Como siempre, está impoluta. Se podría comer en el suelo si fuese menester y, evidentemente, no me pasó inadvertido el olor a magdalenas recién horneadas. Estoy segura de que las preparó desde que su marido la llamó. Me senté en mi sitio de siempre, en el rinconcito de la cocina. Desde ahí lo puedo ver todo. Hay una mesa rectangular en un lado de la cocina, y en lugar de sillas, tiene dos bancos de madera, uno a cada lado de la misma, forrados con una almohadilla cubierta de tela de cuadros de Vichy, verdes y blancos, idénticos a las cortinas.

Aún recuerdo cuando anoche llegó a mí el olor del chocolate que siempre me hacía María. Ummm. Desde el breve almuerzo, junto a Pascual y Alejandro, no había comido nada. Pero cuando anoche me llegó ese olor curativo para el alma y los sentidos, mi traicionera tripa emitió un sonido bastante característico de que necesitaba tomar algo. María se sonrió y colocó ante mí un enorme tazón tal y como a mí me gusta, ni claro, ni espeso. Delicioso. A su lado, un enorme plato de magdalenas que aún estaban calientes.

—María, por favor, no tenías que haberte molestado.

—Sabes que no es molestia, querida. Me encanta hacer magdalenas, es terapéutico. Aunque luego la terapia se vaya derecha a la tripa o al culo. Pero en fin, mírame, ¿a que estoy genial para mi edad?

—Pues sí. Ya me gustaría a mí tener tu ímpetu.

—¿Mi culo no? Pues no lo entiendo, porque opino que está estupendo.

—Gracias, María.

—¿Por las magdalenas y el chocolate?

—Por tu compañía y por cuidar de mí.

—De nada cariño. Ahora come, no vaya a ser que Tobías nos vigile desde alguna parte allá arriba, se enfade conmigo y me patee mi hermoso trasero, ese del que tanto presumo.

Ambas nos reímos de su ocurrencia y, casi por arte de magia, me había tomado el chocolate y dos magdalenas.

—Ahora debes dormir. Ha sido un día intenso y complicado. Doloroso. Mucho me temo que mañana te espera otro largo día.

—Sí, tienes razón. Todo esto es muy complicado, me siento como en una nube, pero una mala nube. Suena a tópico, lo sé, pero es como si todo esto no estuviese ocurriendo en realidad.

La sombra volvió a caer sobre mí pero no le dije nada. Ambas nos dirigimos al salón, donde nos esperaba Andrés, cómodamente sentado en el sofá, cómo no, escuchando las noticias. Se había cambiado de ropa y llevaba un batín de cuadros grises. Parecía la típica estampa del abuelito entrañable.

En la pantalla se veía una fotografía de la última joven desaparecida, y se podía leer con claridad el teletipo anunciando que no había nuevas sobre el “Caso de los ojos de sirena”. Oh, señor, el parecido entre esa muchacha y yo era realmente sorprendente y sin darme cuenta, me llevé una mano al estómago. Tragué saliva y sentí unos deseos enormes de gritar, pero me contuve.

Andrés me miró y sin decir nada, se levantó, me abrazó y me besó en las mejillas, como cuando era niña.

María me acompañó a mi dormitorio, como si no hubiese pasado muchas noches allí, sobre todo cuando murió mamá. Tras la muerte de mi madre, ella cuidó mucho de mí. Me hizo concentrarme en otras cosas. Me llevaba al parque aunque yo no quisiera salir a la calle, me enseñó a hacer magdalenas y también pasteles de manzana y de queso. Hacía que la acompañase a la compra y nos sentábamos juntas a leer o a ver películas de dibujos animados.

Al llegar al dormitorio, comprobé con deleite que también estaba igual, salvo un detalle importante. Nada más entrar captó mi atención y me giré de inmediato hacia María que observaba mi reacción encantada.

—¡Dios mío! ¡Es… es…! ¡Nuestra colcha!

—Sí. Terminé de unir los trocitos que quedaban. ¿Verdad que ha quedado preciosa? Además, tiene tanto color que quedaría bien en cualquier lugar, ¿no crees?

—Oh, sí. Ha quedado increíble.

Una de sus técnicas de entretenimiento fue esta. Primero, recopilábamos hexágonos con diversos tejidos que había por la casa y retales nuevos que adquirimos. Luego, uníamos los hexágonos e íbamos formando una colcha con ellos. Nos quedó muy bonita, pero demasiado fina. Por ello, María había comprado una entretela y la había intercalado entre la capa multicolor de los hexágonos y otra de cuadros azules y blancos. El resultado era espectacular. Había quedado preciosa.

—Buenas noches Anabel, descansa.

—Buenas noches María, gracias por quererme tanto.

Con una sonrisa, María abandonó la habitación y curiosamente dormí como un bebe el resto de la noche.

***

El olor a café me despertó esta mañana. Eso y los nervios. Imagino a María en la cocina moviéndose de un lado a otro con soltura y eso me hace sonreír. Esa mujer debe tomar pilas alcalinas de postre. Me levanto, me coloco unos vaqueros y una camiseta algo arrugada sacada de la maleta y decido respirar y enfrentarme al mundo.

Me miro en el espejo y no me gusta mucho lo que veo. Ojos hinchados y demasiada palidez. Además, mi pelo está un poco salvaje, pero no tengo ganas de domarlo, así que lo recojo en un moño, me doy un poco de colorete y me aplico algo de sombra en los ojos. Mis párpados están ligeramente hinchados, pero creo que he conseguido un aspecto más o menos aceptable. Si hay algo que mis padres me enseñaron bien, fue que has de levantarte tras la caída. Aunque estés rota por dentro, debes ponerte en pie. Y eso es lo que yo voy a hacer una vez más.

Hago la cama y dejo la ventana abierta para que en la habitación entre la brisa fresca de la mañana. Luego bajo decidida a tomar un café.

Se escucha movimiento en la cocina y ahí están.

—Buenos días tortolitos.

—Buenos días cariño. ¿Cómo has dormido? —me pregunta María.

—Muy bien. Creo que esa colcha tiene poderes. Um, ¡qué guapo te has puesto esta mañana Andrés!

—Sí hija, sí. Me he disfrazado de abogado profesional. Recuerda que hoy tenemos reunión familiar. ¿Estás nerviosa o preocupada por algo?

—En absoluto. Nunca quise hablar con mi padre referente a testamentos o legados, pero tampoco me preocupa demasiado, la verdad. Lo que él haya hecho, bien hecho está.

—Me alegro. Hay algo más Anabel. Anoche no vi correcto dártela. Tu padre me dejó un legado especial aparte del testamento. Junto a él, dejó esto para ti y me hizo prometer que te la entregaría si le pasaba algo.

Andrés coge un pequeño paquete que está colocado en la esquina de la mesa y mira a María de forma significativa. Ella me sonríe, coloca ante mí una taza de café, y se sienta junto a él, expectante, al igual que yo.

No puedo evitar el temblor de mis manos cuando empieza a quitar el papel de regalo que envuelve lo que en principio parece una pequeña caja. Y así es, una cajita de madera labrada, en color marfil, con una pequeña rosa blanca dibujada en el centro. La caja en sí es preciosa, pero al abrirla, contengo la emoción. Está forrada con una tela azul con pequeñas florecitas blancas y sobre ella, muy bien colocada, hay una llave cosida y un pequeño rollito de papel.

“Mi querida Anabel. Echo de menos aquellas tardes de búsqueda del tesoro que tu madre organizaba cuando eras pequeña. Así que te propongo un último juego. Busca lo que esta llave abre... y encontrarás tu auténtico legado.

Te quiero. Papá”.

No puedo evitar la emoción. Con sumo cuidado tomo la llave y cierro mis manos en torno a ella. Es una llave pequeñita, de unos tres centímetros, de plata. Y sonrío. Oh, sí. Me siento como si volviese a tener diez años. Mi legado…

—Perdonadme un momento.

—Por supuesto cariño —me dice María colocando su cálida mano en mi hombro.

Voy a mi habitación y busco y rebusco entre los bolsillos de mi bolso hasta que encuentro lo que deseo. Un pequeño colgante de plata, con forma de corazón, que me regaló Irene por mi último cumpleaños. Y coloco ahí la llave, poniéndome a continuación el colgante. Siento la frescura de la plata sobre mi pecho. ¿La llave de mi corazón?

Aproximadamente media hora después llegan mi tía Francesca, Roberto, Pascual, y Adela, el ama de llaves. Admito que a ella no la esperaba.

Adela llegó junto a Isabela cuando esta decidió quedarse a vivir en nuestro país. Es una mujer realmente seria, bastante mayor, extremadamente delgada y muy poco habladora. Si bien es cierto que cuando Isabela nos acompañaba, la rigidez de Adela se suavizaba bastante. A todos nos extrañó muchísimo cuando Isabela decidió regresar a Italia, sin previo aviso, y dejándola atrás. Pero por el motivo que sea, así fue.

Después de los saludos, pasamos todos a la biblioteca de la casa, que hace las veces de despacho, o al revés, no estoy segura. En la mesa de trabajo vuelve a haber una fotografía de mis padres, en esta ocasión, conmigo en brazos cuando apenas era un bebé.

Sonrío al ver la fotografía e intuyo que mis padres están también en la biblioteca a su manera. Casi contengo la respiración esperando que el bromista de mi padre le ponga su fría mano encima del hombro a mi tía Francesca y esta se caiga de la butaca del susto, o algo así. Ahora tengo que contener la risa. Mi imaginación es desbordante a veces, y cualquier día me lo va a hacer pasar mal.

—Por favor, sentaos todos para que pueda leeros la voluntad de nuestro amigo Tobías.

Todos nos hemos puesto serios de pronto y tomamos asiento. Mi primo Pascual se sienta a mi lado y toma mi mano entre las suyas. Manos cálidas y protectoras.

—Bien, —continúa Andrés—, Tobías ha sido claro y directo.

“Querida Anabel, si el bueno de Andrés está leyendo esto, es porque he muerto. No estés triste hija mía, estaba cansado y jamás me dio miedo morir. No al menos, desde que tu madre inició este viaje a lo desconocido. Ahora, solo aspiro a reencontrarme con ella donde esté.

Volviendo a lo material y práctico, sabes que desde que ella murió, he trabajado muy poco y nos hemos ido manteniendo de lo que tenía ahorrado que, por suerte, era bastante.

Como algunos de los que os halláis hoy reunidos sabréis, tenía dos propiedades inmobiliarias, dos vehículos, y acciones de la empresa constructora que en su día fundé y posteriormente vendí.

Deseo que uno de esos vehículos sea para Julio y Lola, por los años trabajados junto a nosotros, y que el otro, sea para mi querida cuñada Francesca.

En cuanto a las acciones de la que fue mi empresa, son bastantes e importantes. Es mi voluntad que el 40 % sea para mi hija Anabel; un 20 % para mi sobrino Pascual; otro 20 % para Francesca, y el 10 % restante, para el personal del servicio que durante tanto tiempo fueron mi propia familia. Me refiero por supuesto, a Julio y Lola, Luis y Adela.

En cuanto a las propiedades inmobiliarias, una de ellas es el piso donde residía junto a mi hija Anabel. El mencionado piso pasará a poder de mis amigos María y Andrés, para que ellos lo aprovechen de la forma que estimen más conveniente, vendiéndolo, si es su deseo, para disfrutar de su valor.

La otra propiedad es la finca, la gran casa, como todos la llamamos. En ella están actualmente viviendo miembros de la familia y también trabajadores. Esta finca queda en poder TOTAL y ABSOLUTO de mi hija Anabel. Es la herencia que su madre y yo le dejamos. En este lugar nació nuestro amor y, si bien yo no he podido vivir en él sin mi querida Ana, estoy seguro de que Anabel conseguirá ser muy feliz allí.

Dejo a elección de mi hija el que la familia siga o no viviendo en este lugar, pero quiero dejar claro que la vivienda es en exclusiva propiedad de Anabel y por tanto ella decidirá sobre su destino, si se conserva, se vende o se utiliza. Confío en tu criterio querida hija.

Y solo me queda despedirme de todos. Imagino que estaréis ocupados rumiando este testamento y yo tengo cosas que hacer en este lado, al fin y al cabo, tengo que recuperar los últimos años junto a mi esposa. Muchos besos hija mía. Jamás olvides lo mucho que te quiero, en presente.

Por cierto, un detalle más. Querido Andrés, le diré a san Pedro que te guarde un sitio cerquita del río para que puedas pescar, e intentaré convencerle para que nos deje hacer fuego aquí arriba, ya sabes, para disfrutar luego del pescado. Trabajaré duro en ello, amigo. Eso sí, no tengas prisa, necesito tiempo para organizarme.

Tobías”.

En la habitación se hace un silencio absoluto. Desde luego, mi padre no era corriente ni tan siquiera redactando últimas voluntades. Él y su sentido del humor. Él y su generosidad.

Con sumo cuidado acaricio la pequeña llave y suspiro, casi sin darme cuenta, quizás más fuerte de lo que había pretendido. Mi padre me ha dejado la finca. Esa enorme casa. ENORME. Su valor, sin duda, es incalculable. Pero ¿vivir con todos los demás? ¿Sin mi padre? ¿Pedirles que se marchen? Observo la cara seria de tía Francesca y Roberto. Deben estar preocupados por la decisión que yo pueda tomar. En cualquier caso, a Pascual se le ve relajado, parece contento. Adela está sorprendida. He de reflexionar sobre todo esto, pero no me da mucho tiempo a ello cuando veo como tía Francesca gira su cuerpo hacia mí, con el semblante bastante serio.

—¿Qué va a pasar con nosotros Anabel?

—Tía, necesito pensar, no es el momento. Hablaremos más tranquilas. ¿De acuerdo? —le contesto con amabilidad.

—Imagino que ya que es TU casa, vendrás con nosotros a ella. Tal vez por el contrario, tengas pensado quedarte con… tus amigos —me refiere dirigiéndose a Andrés.

No me ha gustado el tono de su voz. Ni me gusta cómo me mira en este momento, y siento el impulso de mandarla a la mierda, hablando pronto y mal. Pero, es la madre de Pascual, es la hija de Isabela, y… ¿a quién quiero engañar? Yo quiero mucho a esta mujer. ¿Qué le ha pasado desde que no la veo? ¿Acaso no es consciente de todo lo que mi padre ha hecho por ella y le ha dejado?

—Iré a la casa, por supuesto, tal y como mi padre lo deseaba, y como lo deseo yo. Me alojaré donde siempre lo hice, en la parte que mis padres reformaron. Vosotros podéis seguir tal como estáis ahora, no hay problema. Hay sitio de sobra en ella para todos y tengo intención de mantener el mismo acuerdo que mantuvo mi padre. Pero quiero dejar las cosas claras, ahora, ya que te empeñas en ello. Si cambio de opinión por el motivo que sea, y decido hacer cualquier cosa en la casa, incluido venderla, lo haré. ¿Responde eso a tu inoportuna pregunta?

El rostro de mi tía palidece de forma considerable, para volverse rojo poco después.

—Por supuesto querida. Siento si he parecido algo brusca.

—Has sido bastante brusca, madre —le contesta Pascual enfadado.

Francesca parece arrepentida de su arrebato, pero la verdad, ahora, me da igual. Ha sido brusca, y grosera con Andrés y María, y no lo merecen. Me siento furiosa con ella.

Pascual se acerca y me rodea los hombros con su brazo.

—¿Vamos a casa?

Ha llegado la hora de volver a mis raíces y enfrentar mi destino.

—Sí. He de arreglar algunos asuntos en el piso de mi padre, pero mañana, sin falta, iré para allá. Mi coche lleva mucho sin funcionar, y habrá que revisarlo. ¿Te importa venir por mí?

—Por supuesto que no prima. Mañana nos vemos. Me alegro de que estés aquí Anabel, ojalá hubiese sido en otras circunstancias.

—Ojalá —es lo único que articulo a apenas susurrar.

Estatuas de sal

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