Читать книгу Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero - Страница 22

Capítulo 12

Оглавление

¡Menuda vergüenza he pasado en el ambulatorio! ¿Quién me lo iba a decir? Alba no ha derramado ni una sola lágrima al hacerse la analítica, y encima, se ha mostrado muy digna durante todo el tiempo. Incluso le ha sonreído a la enfermera. Vamos, toda una heroína.

Aquí la adulta, mejor no hablar. Ha sido un auténtico milagro que no me haya roto el cuello de tanto intentar mirar para otro lado, y en el momento del pinchazo, he tenido que contenerme para no salir llorando como un bebé. Y digo yo, ¿no pueden utilizar una aguja medio metro más pequeña? He estado a punto de ponerme a chillar como una histérica cuando he visto el tamaño de aquella cosa punzante. ¡Válgame Dios!

Odio hacerme pruebas contra mi voluntad, pero lo cierto, es que estoy empezando a preocuparme un poco, y es mejor averiguar si hay algún problema físico. He venido con Lucía y Alba, y al menos, así ha sido más entretenido.

Cuando veníamos para el ambulatorio, hemos pasado por delante de la fachada de la floristería que me comentó Robert. Es bastante característica, ya que tiene la fachada decorada al igual que la tarjeta, y resulta inconfundible. Pero de forma sorprendente, estaba cerrada. Hablaré con Robert y le preguntaré si sabe algo, ya que me comentó que es amigo de la dependienta.

Ante la desilusión, pienso que no estaría mal visitar a Andrés y María. No sé por qué, pero me muero porque conozcan a Alba. Al principio, Lucía se muestra algo reticente, pero mi pequeña aliada la convence.

—¡María! —la saludo con alegría nada más verla.

—¡Hola pequeña! Pero bueno, ¿quién te acompaña?

—Pues mis nuevas amigas, Alba y su madre, Lucía —le contesto con una sonrisa, mi mano descansa sobre el hombro de Alba.

María se queda durante un instante como ausente y me sorprende mucho. Mira absorta a Alba, y por fin, habla.

—Y dime, ¿ha desayunado ya esta jovencita?

—Me temo que no lo hemos hecho ninguna de las tres —le aclaro.

—Perfecto, porque he preparado masa de buñuelos y se me ha ido la mano con la harina y la levadura. No sé cómo voy a gastar tanta masa. —Mira a Alba y le pregunta— Y tú pequeña ¿alguna vez has hecho buñuelos?

—No.

—¡Pero es fantástico! ¡Hoy va a ser el primer día!

Alba sonríe ampliamente y tras pedir permiso a su madre se interna en el gran mundo de la cocina de María. Lucía y yo las seguimos. A pesar de que Lucía ha estado todo el tiempo callada, observo que sonríe.

¡Qué ricos que estaban esos buñuelos! Estoy muy contenta por haber venido. Veo a María algo más recuperada de su estado de salud. Mientras tomamos el desayuno, hemos conversado y Alba le ha contado un sinfín de anécdotas del colegio, sin parar, a pesar de las advertencias reiteradas de su madre. María las ha escuchado con vivo interés para deleite de la pequeña, y diversión mía. Pocas personas saben que María y Andrés no han podido tener hijos. Durante un tiempo, se plantearon la adopción, pero después, llegamos mi padre y yo a sus vidas, y creo que yo he sido esa “adoptada” en cierta forma.

—¿Cuándo vas a venir a verme? —casi le suplico.

—Pronto. Pero ahora quiero que te lleves algo. Tengo un regalo para ti.

Asombrada veo como saca un paquete envuelto en papel de charol rojo. Tiene un tamaño considerable. ¿Qué será? Voy a abrirlo, pero no me deja.

—Ah ¡no! ¡Tan impaciente como cuando eras una niña! Lo abres cuando llegues a tu casa. Y para esta niña, tengo algo también —añade María.

—¿Para mí?

—Sí. Tengo un regalo para ti porque necesito pedirte un favor.

—Lo que tú quieras. —Es increíble cómo le brillan los ojos a Alba. Está extasiada.

—Cuida de Anabel. Es algo torpe. Dale una vueltecita de vez en cuando y si hace algo malo o se mete en algún lío me lo cuentas. ¿Vale?

—Sí.

—Pues bien. Toma Alba. Siento no tener nada para ti —le dice a Lucía mientras entrega un paquetito pequeño a la niña.

—Uy no, por favor. Muchas gracias por todo. Es usted muy amable —contesta Lucía.

—¿Puedo abrirlo ahora, porfi? —pregunta Alba.

—¡Ah, no! —contesta una risueña María—. Ambas niñas habréis de esperar a llegar a casa. Así tendréis que volver otro día para contarme si os ha gustado.

La conversación en nuestro viaje de regreso es fluida. Sobre todo, porque la pequeña ha intentado abrir su paquete varias veces, pero Lucía no la ha dejado. Algo sobre aprender a esperar. Menuda chorrada, pienso yo, que estoy también deseando abrirlo.

—Ya llegamos —nos anuncia Lucía.

—Estupendo mami. ¡Podremos abrir los regalos!

—¡Eso, eso! —le contesto yo imitando su tono de voz.

En el fondo, creo que yo tengo más ilusión que ella, y Lucía sonríe. Ella sabe que no nos hemos tirado del vehículo en marcha porque habría estado feo, pero la impaciencia nos devora. Nada más bajarnos del coche, las dos nos miramos sonrientes, cogemos nuestros paquetes y volamos en un gesto cómplice al interior de la gran cocina. Pero Lucía nos detiene.

—¡Alba! Sé que estás impaciente, pero ve primero a saludar a tu padre o sabes que se enfadará.

—Es verdad, mami. Voy primero a verle y luego abriré mi regalo.

En su voz no hay recriminación, pero noto que está defraudada. Germán debe ser un hombre muy autoritario. Sin embargo, admito que cuando mira a su hija se transforma, se suaviza.

—Hasta luego Alba. Si puedes, ven luego y me lo enseñas.

—¡Chachi!

Ahora soy yo la que vuela al interior de mi casa. ¡No me lo puedo creer! María es un ángel, de los auténticos. Voy sacando el regalo y desenvolviéndolo poco a poco. Nada podía haber sido mejor que esto. Ante mis ojos tengo el edredón que hicimos juntas. Estoy emocionada, porque este será el primer toque propio que le daré a la que ahora es mi casa. Y espero, que con la misma ilusión que lo hicimos y todo el amor que pusimos en él, quede de bien en su nuevo hogar. ¿Qué le habrá regalado a Alba? No tengo que esperar mucho para saberlo. La pequeña entra en mi casa casi poseída.

—¡Anabel! ¡Mira!

—¿A ver? ¡Son preciosos!

María le ha regalado a Alba unos pendientes muy bonitos con forma de alas. Son realmente hermosos, pequeñitos y blancos. Tengo la tremenda sensación de haberlos visto antes, estoy casi segura, pero no consigo recordar con claridad. La pequeña mueve su cabecita para que vea el pequeño movimiento de las alitas, y un delgado rayo de sol que se cuela por la ventana, incide en uno de ellos, despidiendo un brillo nacarado que por un instante me deslumbra. El último sueño en que mi madre aparecía viene a mí, y sus palabras advirtiéndome sobre el blanco llenan mi cabeza.

—Me gusta tu casa —me dice de repente Alba.

—Gracias.

—¡Todas las paredes son azules! No me extraña que se llame casita azul. ¡Qué divertido! ¡Y tienes pinturas!

—A mi madre y a mí nos gustaba pintar. Lo solíamos hacer juntas, cada una con su caballete —le explico sonriendo—. ¿Quieres pintar?

—Oh, sí. ¿De veras puedo? Antes, cuando era pequeñita le hacía muchos dibujos a la señora encantada de la torre. La de los cuentos.

—¿A quién?

—La señora encantada de la torre. No se la puede ver, solo se oye su voz. Está encantada.

—¿Hay alguien en la torre?

—Yo juego a veces allí y algunos días puede escucharse su voz. Me lee cuentos. Pero es nuestro secreto. Nadie debe saberlo. Si alguien lo sabe, ella no podrá contarme más cuentos. Me lo ha dicho así. No puedes contarlo a nadie. —Ahora se ha puesto muy seria.

—Entiendo. Y ¿sabes cómo se llama?

—No quiere decírmelo. Yo la llamo la señora de la torre, pero tengo que ponerle un nombre, como a los demás.

Mientras escucho a la pequeña vuelvo a sentir esa sensación electrizante.

—¿Los demás?

—Los demás personajes de mis cuentos. Juego a hacer representaciones en la torre. Visto a mis muñecas y me invento historias.

—Comprendo.

—Aunque ella no es como los otros. A ellos me los invento yo aquí —me dice señalándose la frente—. Pero ella está ahí de verdad.

—¿La has visto alguna vez Alba?

—No. Dice que nadie debe saber que está ahí. Está escondida, a salvo para que el hombre malo no la encuentre.

Tomo papel y lápiz y se los entrego.

—¿Puedo tumbarme en el suelo? —me pregunta animada.

—Por mí, sí. Pero no sé si a tu madre le parecerá bien.

—A mamá no le importará. Lo hago mucho.

Y sin más, se tumba en el suelo, apoyando el papel y comenzando a trazar líneas, mientras yo la observo, como retrocediendo en el tiempo.

—Este lugar es muy chuli para pintar. ¿Haces tus propios cuadros? —me pregunta mirando el caballete grande.

—Antes sí. Solía hacerlo con mi madre. Pintábamos juntas, justo en este cuarto. Tiene mucha luz y unas bonitas vistas al jardín.

—Y ahora, ¿ya no pintas?

—No. Ya hace mucho que dejé de hacerlo. Ahora, cojo cuadros de otras personas que tienen muchos años y se están estropeando y los arreglo.

—Pero eso no es lo mismo. Es triste… ¿Por qué has dejado de pintar?

—Es complicado.

—¿Por qué?

—No me apetece. No me salen las pinceladas del corazón.

—Pero tu madre estará muy triste.

Tomo asiento en el suelo y cruzo las piernas.

—Verás Alba. Mi madre murió.

—Lo sé. Me lo dijo mi mamá.

—Entonces también sabrás que ella ya no se pone triste, y tampoco volverá a pintar —se lo digo con cariño.

—Tu mamá te puede estar viendo desde el cielo y se puede poner triste si tú no haces lo que te gusta. Además, no sabes si ella ha seguido pintando allá arriba —me dice señalando al cielo.

En su graciosa carita hay una expresión tremendamente seria. Sin darme cuenta le cojo un mechón de pelo y se lo coloco tras la oreja. Con este gesto, uno de los pendientes de alitas blancas queda al descubierto. Es gracioso ver su tintineo cuando ella mueve la cabeza, y su contraste con ese diente torcido que amenaza con caerse de un momento a otro…

—Verás. Me da miedo intentarlo Alba. ¿Y si ya no me acuerdo cómo se hace?

—Antes pintabas con tu madre. Ahora si quieres puedes hacerlo conmigo. Así no estarás sola. Si quieres podemos utilizar otra vez esta habitación. Como entonces. Esa fuente de ahí es muy bonita.

—Sí, lo es —le digo sonriendo— la colocó ahí Isabela.

—¿Quién?

—Fue como una abuela para mí. Es la madre de mi tía Francesca. Se fue a Italia.

—Pues es muy bonita. Pero a mí me gusta más la otra.

—¿La otra?

—La del ángel que señala a los rosales.

Se me eriza el pelo de la nuca. ¿Alba ha visto la escultura del ángel? Un escalofrío intenso me recorre. Como si alguien estuviese pasando un trozo de hielo por mi nuca y después lo deslizara por mis brazos, bajando y subiendo por mi espalda. Casi no reconozco mi propia voz.

—Alba, ¿dónde has visto esa otra fuente?

—Ya te lo dije. Tengo muchos sueños con una señora que se parece mucho a ti. Ella me la enseñó y después se convirtió en un ángel grande y blanco. ¿Quieres que te la pinte?

—Me encantaría —prácticamente le susurro.

Ella asiente con una gran sonrisa y continúa dibujando.

—Ya verás como te gusta. Es muy bonita.

Alba me recuerda un poco a mí. Yo también solía tenderme en el suelo a pintar muchas veces, hasta que mi madre me puso el caballete pequeño. Me gustaba verla a ella. Parecía que rellenaba el cuadro por capas. Comenzaba por una gran mancha y poco a poco en ella comenzaban a tomar forma cuerpos, formas, figuras. Luego estaban los detalles, desde los mayores, hasta los minúsculos, y por fin, para terminar, mi favorita, su nota particular. En cada cuadro ella colocaba un elemento final que era vital para dar significado al cuadro. Desde una determinada flor u hoja en un paisaje, hasta un lazo en mi cabello. Dependía de la obra que estuviese creando. Pero ahí estaba, reconocible, al menos para mí. Al igual que determinado escritor tiene su estilo, mi madre, tenía el suyo en el mundo de la reflexión a través de la pintura…

—Me gusta dibujar así, raro —se justifica Alba de pronto, haciéndome volver al presente.

—Me parece bien. Cada una pinta como más le gusta.

—Sí. Es divertido. Y luego le pondré colores.

En efecto está dando forma de fuente. Y lo que promete ser una figura alargada empieza a aparecer arriba, mientras ella, se muerde con suavidad la lengua y continúa totalmente concentrada con su ardua tarea, empezando ya a dibujar lo que prometen ser alas.

—Me gusta la señora. La de mis cuentos, es muy guapa, pero está triste.

—¿Por qué crees que ella está triste? —le pregunto con un hilo de voz.

De pronto Alba también se pone triste, sus ojos se humedecen. Oh, no, está empezando a sangrar por la nariz.

—Alba, ¿estás bien? —le pregunto poniéndole un pañuelo bajo la nariz al igual que hizo Alejandro conmigo.

—Sí. La señora está triste porque está lejos y le cuesta mucho venir. Eso dice. Eso y algo de un polvo blanco que no deja respirar.

—Vale cariño. Ya está. No pasa nada. Dibuja que lo haces muy bien y me encanta. Y no pienses más en eso ¿vale? Pero si tú quieres, cuando tú quieras, puedes contarme a mí tus sueños. Yo te escucharé.

Ella sonríe de nuevo y en un impulso le doy un beso en la frente y le acaricio el pelo. De nuevo el sol incide en sus alitas blancas y estas emiten un pequeño fulgor. En ese momento sucede algo que jamás en mi vida imaginé que vería o sentiría. Durante un instante, un leve instante, Alba me mira. Aún sangra por la nariz, pero sigue sonriendo. Es una sonrisa realmente bella. Sus ojos son diferentes. ¿Verdes? Levanta la mano y me acaricia la cara. Es increíble cómo logra transmitirme una paz inmensa a través de este simple gesto, a pesar de que no puedo dar crédito a lo que mis propios ojos están viendo, y de la frialdad repentina de su mano. Luego me susurra…

—Todo irá bien. Estoy aquí. Tal y como te prometí hace tanto tiempo que haría.

Y en ese instante mi corazón se paraliza, porque Alba acaba de hablar con la voz de mi madre.

Estatuas de sal

Подняться наверх