Читать книгу Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero - Страница 13

Capítulo 3

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Al principio todo está oscuro, pero poco a poco empiezo a vislumbrar algo. Veo caras extrañas, como vistas a través de un cristal. Me observan con recelo, como si no entendiesen qué hago aquí. Sigo oliendo a jazmín, pero ahora el olor es más intenso, su perfume se mezcla con violetas, o rosas, rosas blancas. Ummm. Huele muy bien. Me gusta. Es agradable, muy agradable, lástima que solo sea un sueño. Y pienso que es un sueño, porque vuelvo a sentir la luz brillante de antes, pero esta vez, se detiene ante mí, siento calidez, y esa luz se transforma en mi padre.

—Hola pequeña, ¿cómo estás?—me pregunta preocupado, acariciando mi rostro en un gesto que apenas logro sentir.

—¿Papá? ¿De veras eres tú? Me has dejado sola papá, y no he podido despedirme de ti, ni contarte un millón de cosas que te habrían hecho feliz —gimoteo mientras intento abrazarle inútilmente.

—Tranquila cariño. Todo está bien, tal y como tiene que ser —me dice acariciándome el pelo como cuando era pequeña—. Ella está aquí Anabel. Tu madre está aquí…

La imagen de mi madre aparece ante mí tan real que duele. Y su perfume, es ella la que desprende el olor a jazmín y rosas blancas, sus favoritas.

—¿Mamá? —pregunto en un susurro entrecortado.

De nuevo las lágrimas me asolan. Percibo mi respiración acelerada y una extraña sensación en la garganta. ¿De veras mi madre está aquí? Intento abrazarla, pero al igual que antes me ocurrió con mi padre, me cuesta mucho llegar hasta ella…

—Mi niña... —La voz de mi madre suena igual que la recuerdo. Tan dulce, tan musical.

—Te echo de menos, mamá. —No puedo evitar un ligero tono de reproche en mi voz.

—Nunca he dejado de vivir en tu corazón, lo sé, lo siento. Estoy más cerca de lo que piensas mi niña. Pero mírate, has crecido.

—Ya soy una mujer, mamá. Una mujer sola.

—No estás sola, pequeña —me corrige mi padre. Ahora es su cara la que veo. Está en paz. Sonríe. Adoro su sonrisa, voy a echar de menos sentirla, pero no la olvidaré.

—Te queremos mi vida —dice mi madre a la vez y ahora también la veo a ella. Su sedoso pelo largo, la calidez de sus ojos verdes…

—Anabel, escúchame, tenemos poco tiempo. Debes ser cauta. Estás en peligro… debes estar atenta a las señales… —me susurra mi madre al mismo tiempo que ambos comienzan a desvanecerse del todo.

¿En peligro? ¿Señales? Es entonces cuando me doy cuenta de que huelo algo extraño, fuerte, ya no huele a jazmín. Ya no veo a mis padres.

—¿Mamá?

—Despierta Anabel. ¿Estás bien? —me pregunta una voz de hombre, vibrante y preocupada.

—¿Bicho repulsivo? —pregunto en un estado de semiinconsciencia y me parece oír risitas al fondo.

—Espero que no. Mi madre dice que no estoy tan mal. Claro que tú me estás haciendo dudar. ¿Cómo estás?

Abro los ojos del todo y veo sobre mí varios puntos algo borrosos que van adquiriendo nitidez y, con ello, se van transformando en lo que resultan ser cabezas. Están inclinados sobre mí. Me siento avergonzada por haber llamado “bicho” a Alejandro, pero a la vez, me siento bien, relajada, tranquila, como si acabase de despertar de un sueño reparador, incluso diría que estoy en paz conmigo misma, hasta que recuerdo las últimas palabras de advertencia…

Al percatarme de la expectación que he levantado, me siento cohibida, no estoy segura de qué ha pasado y busco refugio, encontrándolo en unos ojos grises y profundos. Es en este momento cuando me doy cuenta de que estoy tendida en el suelo y alguien muy amable me ha colocado una chaqueta bajo la cabeza. Alejandro, el dueño de esos ojos, me sostiene el cuello y me sigue mirando con franca preocupación, mientras no puedo dejar de pensar en el numerito que acabo de montar.

—¿Anabel?

—Estoy bien… creo… lo siento.

—¿Cuándo comiste la última vez? —me pregunta Alejandro preocupado.

—No me acuerdo… —respondo sincera.

—No te levantes aún. Te has desmayado. Te voy a ayudar a levantarte y lo haremos poco a poco ¿de acuerdo?

—Pareces un médico —articulo a decir con una voz que no reconozco.

—No creas, me costó mis años de esfuerzo —añade él burlón.

¡Es verdad! Olvidé que, en efecto, lo es.

Bajo la atenta mirada de todos, Alejandro me ayuda a levantarme. Me toma las manos y me levanta. Por un instante pierdo el equilibrio y él me sostiene. Huelo su perfume… y una sensación nueva me recorre la espina dorsal y el estómago. Pero es una sensación agradable.

Pascual se aproxima para ayudar y, de nuevo, recuerdo las palabras de mi madre. Siento un escalofrío intenso que se va cuando le miro a los ojos. Son tan parecidos a los de ella… Pascual ha heredado el mismo color de ojos de tío José. Y ambos hermanos tenían idéntico color de ojos, cosa que no es usual. La misma intensidad de mirada y el mismo verdor sólido.

—Anabel, debes comer algo ——me dice Alejandro.

—No. No pienso moverme de aquí.

—Hazles caso Anabel, o volverás a desmayarte. Solo será un momento —me suplica Andrés.

En el fondo sé que llevan razón, pero también tienen que comprender que acabo de llegar y lo último que deseo es separarme de mi padre. Sin embargo, veo una determinación férrea en sus miradas. Me temo que no me van a dejar otra opción. ¡Mierda! Los miro con cierto enfado, como retándoles con la mirada.

—Tienes que tomar algo —me dice Pascual conciliador.

—No tiene porqué. Puedes seguir siendo una víctima. Si lo prefieres, puedes volver a caer redonda al suelo. Lo mismo tienes suerte, te golpeas tu dura cabeza con algo y tenemos que ingresarte en un hospital —me murmura al oído El Bicho de forma abominable.

—¿Nadie te ha dicho que eres un pelín borde?

—Para serte franco, hasta ahora, no. Entiendo que no te encuentras con ánimo, pero te queda todavía un largo día por delante. ¿Quieres volver a desmayarte? —responde tajante.

En el fondo, sé que tienen razón. Me estoy comportando como una niña. Mi padre no querría esto y lo sé. De reojo, veo como tanto Pascual como Alejandro se miran y asienten. Ahora resulta que tengo dos ángeles guardianes.

Media hora después, estoy de regreso, más tranquila y con algo más de fuerzas. Saludando a gente que ni siquiera recuerdo, y a otros, que sí esperaba. Echando de menos a mi amiga Irene y su fuerza, y a Isabela, la abuela de Pascual, que fue como mi propia abuela y que tantos momentos cálidos me aportó. Lástima que regresara a Italia, su país natal.

De esta forma va pasando el día, hasta que llega el momento que tanto temo. Tras un breve responso, nos dirigimos al cementerio de San Fernando. Sin embargo, los restos de mi padre no son enterrados. Son incinerados, pues él así lo quería. Después, esparciré sus cenizas en la gran casa, aquella que en su día unió a mis padres. Allí hay una capilla, pequeña, pero acogedora. Espero que la casa no haya cambiado mucho desde que me marché. Espero que el hermoso jardín que recuerdo siga igual. Estaba repleto de rosales de bellos colores, pero sobre todo, y por encima de todo, rosales blancos.

Mi madre adoraba las rosas blancas.

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