Читать книгу Estatuas de sal - Margarita Hans Palmero - Страница 15
Capítulo 5
ОглавлениеAún me impresiona, cuando al subir por la colina, “Villa Ana” se recorta contra el horizonte, como si de un lienzo se tratase. Sobre el fondo azul del cielo, comienza ya a verse, el juego de tonalidades verdes de la arboleda que rodea la gran casa. Fue una de las cosas que primero atrajo la atención de mi padre. Ay, mi padre. Ayer registré cada rincón del piso buscando algo que abriese la llave que cuelga de mi cuello sin éxito, lo que me hace pensar que “mi legado”, como él lo ha llamado, está aquí, en alguna parte de esta casa.
La hilera de palmeras nos da la bienvenida, desde ambos lados del camino, que conduce hacia la casa. Delante de la misma hay una plantación de naranjos y, por detrás, asoman los esbeltos cuerpos de unos cipreses, los cuáles, gracias a su altura y majestuosidad, parecen guardianes de otra época y otra dimensión.
Toda la superficie edificada del exterior está rodeada por maceteros de diversos tamaños, y multitud de flores, pero la mayoría de estas plantas son rosales, los favoritos de mi madre. Recuerdo cómo los cuidaba con amor y una dedicación intensa. Disfrutaba creando en la tierra el juego de colores que usaba en su arte. Rosales de colores en tonos rosas, amarillos, rojos y sobre todo, blancos, formaban la paleta propia de un pintor. Siempre me decía, con una sonrisa, que los de color blanco eran sus favoritos, pues simbolizaban la inocencia y pureza.
También hay varios naranjos custodiando la entrada, con sus troncos encalados y piedras blancas alrededor. Sirven de escolta a la inmensa puerta de hierro que, en su mitad superior, es más bien una cancela, una reja enorme. El edificio principal es de piedra y ladrillo en sus partes más antiguas, y de cemento encalado en su zona más nueva, ya reformada. Una extraña combinación que sin embargo se ve preciosa.
—¿Muchos recuerdos? —me pregunta Pascual.
—Muchos.
Dos mil metros cuadrados de superficie. Tan solo, la Gran Casa, se asienta sobre un solar de unos mil doscientos metros, entre los cuales se distribuyen las distintas estancias y patios.
Nada más atravesar la inmensa puerta de hierro, veo pasar a una pequeña corriendo a toda prisa por el gran patio de blancas paredes cubiertas de hiedra y buganvilla y abultado suelo de piedra.
—¿Quién es?
—Ah, la pequeña Alba. Es una niña muy peculiar —me contesta él.
La pequeña ha desaparecido tras uno de los bancos de hierro desnudos que hay en el siguiente patio, y que mi madre gustaba de vestir en verano con cojines de alegres colores. Justo al lado hay un gran portalón que da acceso a otro patio enorme, donde se encontraban los aperos de labranza en la antigüedad. Hoy en día siguen guardándose los actuales, mucho más modernos y mecanizados. Al fondo de este mismo patio, hay una enorme cocina, que a su vez, hacía las veces de comedor, y tras ella, adosadas en un lateral de la misma, las distintas dependencias del personal del servicio. Esta parte era la principal de uso en la época en la que fue un cortijo agrícola y ganadero, si bien hoy en día, las cuadras, las porquerizas y los gallineros, permanecen vacíos.
Un segundo patio se abre frente al de entrada. Yo le llamaba de pequeña “el patio de las columnas” porque tiene una hermosa galería a su alrededor con arcos de ladrillos rojos y zócalo de azulejos sevillanos, un pozo con brocal de ladrillo y resto de hierro forjado, que al menos cuando yo era pequeña, siempre estaba limpio y preparado para ser usado, ocupa el centro. Cuando yo era niña, alrededor del mismo, había infinidad de plantas verdes, palmeras, aspidistras, helechos. La galería bajo los arcos y tras las columnas, siempre estaba adornada con los colores de las distintas plantas que en cada época, mi madre plantaba junto a Isabela, otra enamorada de la jardinería. Geranios, claveles y gitanillas de colores eran los reyes, pero también buganvillas, margaritas y pensamientos lo decoraban.
En este patio de columnas se abría por fin el acceso a la vivienda primitiva. Una casa palaciega del s. XIX, que en sí, es magnífica. Pero lo que yo me muero por visitar es la torre. En el ala derecha de la planta alta, se edificó hacía mucho tiempo un castillete, que hoy en día alberga en su interior una biblioteca. Esa es la que yo de pequeña bauticé como “La Torre”. ¿Estará ahí escondido lo que abre mi llave?
Cuando era niña, me gustaba subir a ella para leer mis cuentos. Su decoración, al menos entonces, imitaba en cierta forma a la de la época medieval. Me gustaba sentarme en el gran diván cercano a la ventana y leer allí con la luz natural entrando a raudales y el jardín de fondo. Me sentía como una princesa en su castillo encantado.
—Algunas cosas no están igual prima.
—Lo imagino.
—Tu madre era el espíritu de este lugar. Siempre lo he dicho.
Él no dice nada más, y yo decido callar. Mientras, desde aquí siento añoranza, y veo como en una de las paredes del patio hay un cartel de madera blanca, en forma de flecha indicadora, ya desgastado por los años y el sol. Sobre él, se puede leer aún, con letras infantiles… “Casita azul”. Nuestro hogar. Mi hogar… Esa nueva edificación que habían preparado mis padres al casarse, y que lindaba con el terreno que ellos transformaron en un jardín, junto a la pequeña capilla que ya estaba en el lugar.
En definitiva, desde el exterior la casa es majestuosa, pero en su interior, lo es aún más. Su valor es incalculable, y ahora todo es mío, y eso, me preocupa bastante. Yo soñaba con un hogar acogedor y más bien pequeño, no con una casa gigantesca que probablemente estará llena de sorpresas, secretos y sobre todo, arreglos que realizar con el paso de los años.
—Se te ve pensativa —me comenta Pascual.
Al fin, él aparca el coche en el lugar donde algún siglo atrás se aparcaban los caballos. Qué ironía.
—Hace mucho que no venía por aquí, y fíjate —le digo señalándole los vellos erizados de mi brazo.
—Cualquiera estaría feliz de tener una vivienda así.
—Lo sé. Pero yo aspiro a algo más sencillo. No tengo idea de cuánto puede costar mantener esta casa inmensa.
—Bueno, hay varias personas trabajando en su mantenimiento. También es cierto que una buena parte se mantiene sola. Es decir, los naranjos dan dinero, y luego, están las acciones de tu padre. Los arreglos que vayan surgiendo serán costeados entre todos. Creo que es lo justo teniendo en cuenta las circunstancias. O entre casi todos, ya sabes, siempre hay un más o menos en el aire —me aclara enigmático.
—¿Qué quieres decir con más o menos?
—No recuerdo cuándo fue la última vez que Roberto consiguió trabajar en un rodaje. Sin embargo, mi madre ha tenido bastante éxito últimamente con sus guiones.
—No te cae bien Roberto.
—Desde luego, no es mi héroe. Hay facetas de él que no me agradan demasiado. Si te confieso que mantengo buena relación con Robert a pesar de que es bastante callado… como yo, al fin y al cabo.
—No estoy segura de querer estar aquí.
—Me lo imagino. Pero algo me dice que conseguirás pasar días enteros sin tropezarte con ninguno de nosotros, inmersa en tu mundo, en la torre o en tu casita azul —me dice guiñándome un ojo y señalando el viejo letrero.
—No me malinterpretes Pascual. Estoy acostumbrada a vivir sola con mi padre. Tanta gente a mi alrededor puede ser algo… abrumador. Contigo es distinto, pero Roberto… sabes que no le conozco de casi nada.
Él me mira, sonríe y asiente. Cuando mi tío José murió, su mujer quedó destrozada. Pero murió joven, y la dejó a ella también joven y sola. Ella necesitaba trabajar y comenzó a adaptar guiones. De esta forma conoció a Roberto, al que en ocasiones se puede ver con esta o aquella actriz en distintas revistas. Él dice que la publicidad es vital para un actor, que solo es marketing. Jamás se le pasaría por la cabeza engañar a tía Francesca. Sobre todo porque tenía esperanzas de que ella heredase esta casa, y ahora… ¡vaya chasco! En cuanto a Robert, está en silencio perpetuo, como si cumpliese una extraña penitencia. Estudia arte dramático. Me mira de forma continua y me pone nerviosa, pero no dice ni pío. Lo mismo no tiene lengua, vete tú a saber. Creo que se le daría mejor la zoología, o al menos, más concretamente, el mundo de los búhos. Sí, creo que de ahora en adelante pensaré en él como El Búho.
—Estoy dispuesta a intentarlo —susurro más para mí que para él.
Pascual coge mi mano y la besa con cariño.
—Te lo agradezco Anabel. Personalmente, igual cambio de domicilio antes de lo que crees, si todo me sale bien… aunque me encantaría quedarme aquí con una compañía que merezca la pena… —me dice mirándome de forma significativa.
—¿Marcharte?
—Ya hablaremos de ello. Ahora, me temo que quieren saludarte. Supongo que al principio tal vez la situación te desborde, pero eres la persona con más paciencia que conozco… Debes concederte a ti misma un poco de margen.
Me bajo del coche y ya tengo a Julio, el conductor, a mi lado. Debe estar próximo a jubilarse. Su expresión es amable. Lleva puesto un mono de trabajo azul y, compruebo, que intenta quitarse unas manchas de grasa de las manos. Doy por hecho que está trabajando en un coche que hay aparcado cerca del de Pascual, con el capó abierto. Finalmente, no se atreve a darme la mano y me hace un gracioso gesto con la cara.
—Señorita Anabel… aún no he podido darle las gracias de parte mía y de Lola.
—Por favor Julio. Deja ya de llamarme señorita, recuerda que me has levantado del suelo más de una vez, cuando de pequeña, corría sin parar por esas piedras de ahí. Y Lola, uf, esa mujer me ha cuidado como pocos y me ha aguantado travesuras de todos los colores. Me alegro que mi padre se acordara de vosotros.
—¡Anabel! —escucho la alegre voz cantarina de Lola, que viene casi corriendo hacia mí. He aquí uno de los misterios de la naturaleza. ¿Cómo puede esta mujer que debe tener ya… no sé, ochocientos años y ochocientos kilos, correr con esa naturalidad? ¡La he echado de menos!
—¡Hola Lola! —sonrío mientras la abrazo, o más bien, me dejo abrazar por ella que prácticamente me engulle.
¡Cuántos recuerdos junto a esta mujer! Es la cocinera, esposa de Julio. Es divertida, entrañable, y está como una cabra, pero la adoro.
—¡Estás muy seca! ¡Te engordaré con mis garbanzos y mis potajes!
—También me alegro de verte Lola. Puedes intentarlo si quieres, pero te advierto que te va a costar.
—¡Bobadas!
Tía Francesca llega justo en ese momento y me da un efusivo beso en la mejilla. Conociéndola, debe estar abrumada después del arrebato que tuvo ayer.
—Bienvenida Anabel.
—Gracias tía —le contesto con amabilidad.
Un hombre, una mujer, y la niña que vi antes corriendo, se acercan a nosotros.
—¡Ah! Te presento. Este es Germán, nuestro jardinero —me explica mi tía.
—Encantada Germán.
El hombre saluda, amable pero distante, con respeto. Debe tener unos cuarenta años. A su lado hay una mujer de más o menos la misma edad y la pequeña que vi antes corriendo. Debe tener unos seis o siete años.
—Estas —dice mi tía señalando a ambas—, son Lucía, esposa de Germán, y Alba, su pequeña.
—Encantada —saluda Lucía. A ella, al contrario que su marido, se le ve sonriente y cercana. Pero la que capta mi atención es la niña. Está escondida tras su madre y se niega a dejarse ver.
—Por favor Alba, sal de ahí detrás. Esta es la señorita Anabel. Saluda por favor —la anima su madre.
—Oh, no te preocupes, es pequeña y no me conoce.
—¡Alba! —su padre le llama la atención e inmediatamente se despega de su madre, sale tímidamente y me saluda. Tiene unos ojos enormes, azules, como los míos, y un churrete de algo que puede ser chocolate en la mejilla se acerca peligrosamente al pelo color avellana que se le ha escapado de la coleta.
—Hola —dice en voz muy bajita.
—Hola Alba. Soy Anabel. Encantada de conocerte. Por aquí no hay muchos niños, ¿verdad? Si te aburres un poco puedes venir a visitarme, me encantaría. Tengo muchos lápices de colores. ¿Te gusta dibujar?
—¿A la casa azul? ¿La del otro lado del patio? ¿La del cartel? ¡Nunca la he visto y parece preciosa! ¿Tiene duendes? —Y noto que sus ojos se iluminan—. ¡Me gustaría verla!
—¡Alba! —la reprende su madre—, ¡no seas maleducada!
—Por favor, no le riñas, la he animado yo. Me encantará tener una amiga por aquí —le digo mirando a la pequeña.
Alba me sonríe. Creo que he ganado la sonrisa más sincera del día. Una sonrisa que hace que sienta algo extraño.
De pronto, aparece Adela, algo rezagada de los demás, como si no quisiera un contacto más cercano con ellos. Siempre distante. Me recuerda un poco a un personaje de cuento, uno que yo leía de pequeña. Heidi, de Johanna Spyri. La niña protagonista se veía, por una serie de circunstancias, viviendo en una gran mansión. Alejada de su querido abuelo, viviendo con otra chica algo mayor que tenía una abuela cariñosa. Isabela representaba para mí esa abuela. Junto a ellos, vivía una institutriz horrible, de mal genio y pocos amigos que se pasaba el día haciéndole la vida imposible a las niñas. Ese es el papel de Adela, el de la implacable señorita Rottenmeier. Solo le falta el moño y el monóculo.
—Hola, Adela.
—Señorita Anabel, bienvenida —contesta mirándome.
—Gracias.
—Si me sigue, la acompañaré hasta… sus habitaciones.
¡Cuánta formalidad! ¡Esta mujer necesita relajarse! Bueno… y un estiramiento facial, un psicólogo, amigos, tal vez algún chute de algo, algunos arreglillos de nada, como una nueva vida, por ejemplo.
Me despido de todos y envío un último guiño a Alba antes de seguir los rectos pasos de Adela. Conforme paso junto al viejo cartel empiezo a sentir nerviosismo. Cuántos recuerdos…. Y ahí está. Fachada blanca, puerta y contraventanas pintadas de azul índigo, con un zócalo turquesa que yo pedí a mi madre que marcase. Pequeña, moderna, coqueta, funcional. Un salón comedor que coexiste con una práctica y alegre cocina, el baño, dos dormitorios, un despacho que ocupaba mi padre, y mi favorita de niña, una hermosa habitación con grandes ventanales, donde la luz entra a raudales, y que mi madre utilizaba para pintar, y que tiene además una gran puerta corredera de cristal que da acceso directo al jardín.
El color blanco predominaba por regla general en las paredes, color típico de los cortijos andaluces, pero en mi casita no. Aquí, el color predominante es el azul junto con blanco. Mi madre siempre decía que el tono azul cielo era relajante para el alma y tranquilizador para los sentidos. Tal vez otra persona hubiese utilizado esta tonalidad en algún dormitorio, pero ella lo utilizó por doquier, con lo que distinguíamos nuestra vivienda del resto, como la casita azul.
Me muero por volver a ver el jardín. Mi madre pidió a mi padre que diseñase caminos de piedra o de gravilla, para poder pasear por él y ver y acceder a todos sus rincones, sin dañar las plantas ni el césped en las zonas en que lo había. Recuerdo que en este mismo jardín, Isabela decidió que iría bien una fuente hermosa, sencilla, de mármol blanco. Imagino que era una bella forma de homenajear a su Italia. Ella nos decía que el sonido del agua le recordaba en cierta medida a la Fontana de Trevi y la hacía sentir más cerca de su país.
Siento que voy a desmayarme de puro nerviosismo. Aprieto con fuerza mi enorme bolso. Nadie lo sabe, pero dentro llevo la urna con las cenizas de mi padre. No quiero que me acompañen a esparcirlas y el mejor sitio para ello es en los rosales del jardín que mi madre tanto amaba, delante de la capilla. Pero esto es algo que quiero hacer a solas. Entre él y yo. Por ello, mentí a todos diciendo que las había esparcido la noche anterior.
Adela parece percatarse de la importancia del momento y me entrega la llave, como si al ser yo quien abra la puerta, ella pudiese eximirse de cualquier sensación que yo pueda tener.
Mis fantasías de niña caen de golpe y, me queda mi realidad de mujer. Es como si la autenticidad de lo que veo me golpease con crueldad, recordándome el tiempo pasado y, el porqué de mi marcha. Es como si alguien hubiese personificado todas mis dudas y me las hubiese colocado delante. Tengo la sensación de que si abro esta puerta ya no podré retroceder.