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Capítulo 11

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Pantalón y blusa, el entallado vestido rojo, o quizás el vaporoso azul. Hoy necesito seguridad. Mucho me temo que esta noche habré de enfrentarme a las burlas de Roberto, y quizás de Robert. Casi puedo ver la compasión en la mirada de Pascual y tía Francesca. ¿Dos bandos? Claro que hay un tercer equipo, y son la pareja formada por Alejandro y su novia.

Un vaquero con una blusa estampada en tonos amarillos y naranjas es la indumentaria elegida. A pesar de que no soy una mujer alta, no suelo usar tacón, pero hoy termino calzando uno que me hace elevarme a las alturas cinco centímetros, argollas plateadas en mis orejas y muñeca, rímel en mis pestañas, fresas en mis labios, y un toque de jazmín y la llave de mi legado en mi cuello.

Esta no soy yo, pienso cuando me miro al espejo descubriendo unos ojos familiares, pero extraños, ribeteados de máscara de pestañas, o quizás, solo cansados por el largo día acontecido. Yo soy la de cara lavada y ropa deportiva, pero hoy necesito ayuda allí dentro. Antes de irme, decido recoger mi cabello. Lo sujeto con firmeza, pero sin apretarlo, en una coleta alta. Refresca por las noches y tomo la chaqueta azul. Estoy lista para que me ataquen, observen, analicen y juzguen.

Nada más entrar en el patio de las columnas, veo a Pascual, que está saludando a Alejandro y a una joven que parece salida de una pasarela. Tiene el cabello corto y rizado, del color de las espigas de maíz doradas bajo el sol. Pero lo que me llama la atención de ella al instante, no es que pueda asistir a cualquier concurso de belleza, sino más bien la calidez que desprende. En el instante en que Pascual me ve, se disculpa y viene hacia mí con ambas manos abiertas.

—¿Cómo estás?

—Perfecta.

Alejandro me observa y me hace sentir algo cohibida. Él también viste vaqueros, pero lleva una camisa en color azul, que hace que su cabello negro, y sus ojos grises, resalten sobremanera.

—Encantada —se presenta la propia Leonor.

—Igualmente —le respondo con amabilidad.

—Hola Anabel —saluda Alejandro con su timbre de voz grave.

Leonor me ha sonreído de una forma natural, y algo en sus ojos, en el movimiento de su cuerpo, en la forma suave de hablar cuando se dirige a Pascual, me hacen pensar que es una mujer muy agradable. Alejandro es un hombre con suerte sin lugar a dudas.

De pronto me siento triste. Como una especie de nudo en la garganta. Vuelvo a sentirme sola cuando estoy rodeada de personas. Pero Pascual me pasa la mano por el hombro y me invita a pasar. Supongo que salir corriendo, y más con estos zapatos, no es la mejor de las ideas. Además, ¿ir adónde? A una casa que parece empecinada en recordarme el pasado…

Nos vamos saludando y me siento algo incómoda cuando Roberto me mira de una forma poco apropiada para mi parecer. Tía Francesca finge no haber visto nada, pero me parece ver algo tenso a Pascual. Simplemente, yo decido ignorarlo. Nos sentamos todos. Esta vez, yo estoy entre Leonor y tía Francesca. Pascual y Alejandro están sentados justo frente a nosotras. Roberto está sentado junto a mi tía, y Robert, junto a Pascual.

—Y bien Anabel, ya me han dicho los chicos que ves espejismos en el jardín.

Mi copa se detiene a medio camino. Una vez pensé que Robert era un búho. Ahora estoy segura de que el padre es una culebra venenosa.

—No ha sido exactamente así —me defiende, o eso creo, Pascual.

—El cansancio puede ser muy traicionero. De todas formas, ya que tan amablemente has sacado el tema, por cierto, ante Alejandro y Leonor, aprovecho para disculparme por haberos preocupado tanto, que hayáis hecho venir al pobre Alejandro un sábado por la noche para que diagnostique mi locura —alego yo.

De inmediato noto mi cara roja como el vestido que lleva Leonor, pero no he podido evitarlo. Qué vergüenza. Me parece oír una risita, creo que proviene de Francesca. Lo cierto es que siento unos ojos grises clavados en mí y no me atrevo a levantar la cabeza y comprobar por mí misma el desastroso resultado de mi discurso improvisado.

—Tranquila Anabel. Yo he sido invitado como amigo de la familia. En caso contrario, habría traído un maletín en lugar de venir tan bien acompañado. De cualquier manera, ¿qué ha pasado con exactitud? —pregunta con tranquilidad Alejandro.

—Lo de la compañía te lo agradecemos —añade Roberto, comiéndose literalmente con los ojos a Leonor. Me avergüenzo pensando en mi tía. No lo merece. Su voz es algo pastosa. ¿Cuántas copas habrá tomado antes de la cena?

—Anoche estaba cansada. Llevaba dos noches sin dormir, y es posible que me durmiese en el sofá. Lo cierto es que juraría que el jardín había agrandado. Así que estoy loca —añado con sarcasmo y dolor.

—Tampoco es para tanto. Anabel no está loca —añade Robert— y lo único que dijimos era que estabas confusa, y que lo que te pareció ver ayer, no estaba. Sin más.

¿Robert me está defendiendo ante su padre? Esto cada vez es más confuso.

—Es más, yo creo que podríamos colaborar un poco y ayudar en las tareas que Anabel quiere hacer. Si quieres, puedo llevarte a una floristería nueva que han abierto en el pueblo —continúa Robert ante la desagradable e inquietante mirada de su padre.

—Gracias.

Le doy las gracias de una forma tan sincera, que hasta Alejandro levanta la mirada y fija sus ojos en mí, de tal forma, que no logro desviar la vista. ¡Por Dios! Esos ojos…

Por suerte, Adela entra a excusarse. Ya se va a la cama. Y entra con esa elegancia, y esa simpatía suya tan especial, que termina rompiendo el hechizo. Le debo una. Pero ahora me siento mal, todos están extrañamente silenciosos y me siento responsable en cierta forma. Aunque el responsable sea el imbécil de Roberto y sus comentarios inapropiados. Levanto la vista y veo a Leonor y Alejandro cuchicheando algo, y de pronto, ambos me miran, y Alejandro vuelve a mirarme como si estuviese analizando una herida profunda. Mis nervios ya han tenido hoy su dosis más que excesiva de todo.

—Y dime Alejandro. Ya que estás aquí, por curiosidad. ¿Cómo se puede medir la locura? ¿Hay un aparatito para eso? —contraataco yo.

—Creo que no…

Alejandro sonríe de pronto, con una sonrisa que no puede ser normal. Sus ojos parecen aclararse como el firmamento tras la lluvia cuando sonríe. No, por favor, no. Esta sensación no. Ya soy una mujer adulta, por favor, no.

—Pero sería muy útil, desde luego. Lo cierto es que vengo a cenar algún que otro sábado por la noche. Tal vez alguien debió contarte eso, Anabel.

Miro a mi tía y veo que enrojece hasta la raíz del pelo, aunque no tanto como yo. ¿Me ha engañado a propósito para hacerme quedar mal? ¿Otra vez? Pero ella se disculpa con la mirada. Una disculpa sincera.

—Mis disculpas. Tal vez yo haya tenido algo que ver con esta confusión —aclara Pascual y noto el alivio instantáneo de mi tía. ¡Por fin la caballería!— yo le dije a mi madre que quería que Alejandro visitase profesionalmente a Anabel. La noto pálida y sé que se encuentra mal. Lo siento prima, eres demasiado lista. Es cierto que Alejandro viene de vez en cuando, pero hoy está aquí porque yo se lo pedí expresamente. Por ti.

—Gracias por preguntarme primero. Ha sido todo un detalle. Y precisamente tú —me temo que esta vez sí se nota pena en mi voz.

—No te preocupes Anabel. Vengo a disfrutar de vuestra compañía y cenar. Si tú quieres, repito, solo si tú quieres, puedes venir al consultorio y te haré una analítica, tal vez puedas tener algo de anemia. Te aviso con antelación que la locura no sale en un análisis de sangre —curiosamente en su voz no hay un solo atisbo de ironía.

—Gracias. No me gustan las agujas, y comento, de paso, estoy perfectamente, y desde luego bastante cuerda.

Lo siento, me dice Pascual con los labios, sin que el sonido llegue a su boca, aunque sí a sus ojos. Pero el daño ya está hecho. Me siento traicionada en cierta forma.

—Bueno —comenta Robert cambiando de tema y dirigiéndose a Leonor— y… ¿a qué te dedicas?

—También soy doctora en el mismo consultorio de Alejandro.

—Interesante. ¿De cabecera? —insiste Robert.

—Soy psiquiatra —nos revela mirándome de reojo.

De veras que no sé si reír, o llorar. En estos momentos una gran bomba ha caído en el salón, justo sobre mí. Aunque mi parte diabólica cree que también ha salpicado algo a los demás, sobre todo a Pascual que se lleva una mano a la frente, mientras tía Francesca me mira algo asustada, y Alejandro nos deja sorprendidos a todos riendo de pronto a carcajadas.

Todos le miramos tremendamente serios, y él continúa riendo.

—Venga chicos —nos dice a Pascual y a mí— ¡tiene su gracia! Y luego, me guiña un ojo.

Pues sí. La tiene. No sé si será el intenso día, los nervios, las meteduras de pata, la intensidad de todo lo que está ocurriendo, el vino, o el influjo de tener tan cerca a este Alejandro maduro, tan diferente al joven en muchas cosas, pero con la misma picardía que cuando era un adolescente. ¡Qué diablos!

Estoy furiosa. Con todos. Pero al final, yo también me río. Y cuando nos damos cuenta, estamos todos riéndonos, incluida Leonor, e incluso Roberto. Adela asoma su tiesa cabeza inquisidora, esta vez preocupada, y nos reímos aún más. Al parecer, la hemos despertado. Río hasta que tengo que llevarme las manos a la barriga de tanto reír, y de pronto, recuerdo a mi padre, y me siento tremendamente mal. Cuando miro al frente, Alejandro me observa y me hace un gesto.

“Todo está bien“

¿Quién iba a decirlo? Al final, me he relajado un poco. Ya fuera, con el cielo por montera, y bastante más relajados, nos vamos despidiendo. Pascual, Robert y yo vamos a acompañar a Alejandro y Leonor a la salida. El olor de la dama de noche impregna mis sentidos y hace que me detenga un segundo para aspirar el aroma con fuerza. Pascual se detiene un segundo también. Los demás no se han dado cuenta de nuestro retraso.

—Anabel, en serio, lo siento. Lo de invitar a Leonor ha sido por cortesía, como amiga mía, no como psiquiatra. Te lo prometo. No haría algo así. Ya te comenté el problema que yo tuve, nunca juego con esas cosas. Por favor, necesito que me creas, y no escuches a Roberto, a veces puede ser… exasperante.

—Te creo.

Robert se ha dado cuenta de que nos hemos parado y ellos se detienen también. Leonor ha debido escuchar algo, porque cuando nos acercamos, ella también se explica.

—Te prometo que no he sido invitada como psiquiatra, al menos, que yo sepa —se burla Leonor—. Soy una profesional Anabel. No me gusta tender trampas a nadie.

—Y yo reconozco que tal vez me haya mostrado quisquillosa en exceso, pero es que, por favor, entendedme a mí también. De todas formas, se me ha quedado mal sabor de boca, y os pido disculpas. Aceptadlas viniendo a cenar a mi casita azul, como yo la llamo, el próximo sábado por la noche. ¿Os apetece?

—Por mí encantada —contesta Leonor con una sincera sonrisa.

—¿El Bicho también está invitado? —pregunta Alejandro.

—¿Quién? —se extraña Leonor.

—Es una broma entre Alejandro y yo, no le escuches —le contesto yo con un reto en la mirada, que él sostiene con cierta burla.

—¿Yo también estoy invitado? —pregunta Robert.

—Por supuesto.

—Por cierto Anabel —añade de nuevo—, para firmar la paz contigo, no hemos tenido muy buen comienzo y esta mañana me porté como un energúmeno. Te he traído la tarjeta de la floristería que te comenté antes. Si quieres, conozco a la dependienta, puedo acompañarte un día.

De su bolsillo saca una tarjeta y me la entrega. No es posible. Una tarjeta sepia, con rosas blancas estampadas. Es idéntica a la que había en la parte posterior del cuadro encontrado. Siento que me estoy mareando un poco, porque de repente, no escucho lo que están diciendo…

—Anabel, Anabel… ¿te encuentras bien? —me pregunta Alejandro.

—Eh, sí, sí. Uf, ha sido hoy un día largo.

Me temo que no me cree, porque fija en mí su mirada de una manera muy peculiar. Mientras Robert y Leonor siguen hablando como si nada, Pascual y Alejandro están atentos a mí.

—De veras, estoy bien.

—¿Seguro? Mi madre me dijo que hoy sangraste por la nariz —deja caer Pascual.

¡Bocazas!

—No es nada, en serio, chicos.

—Anabel… —comienza Alejandro de nuevo.

—No es nada. De verdad —le interrumpo yo.

Y él me mira como dejando claro que el tema no ha terminado. Pero sí, sí ha terminado. Yo solo necesito entrar en casa.

—Bien, buenas noches entonces —se despide Leonor, y a continuación le sigue Alejandro.

Y yo, al fin, entro en la intimidad de mi casita azul. Cierro bien la puerta, arrojo los tacones a un lado, y descalza, sintiendo la frescura del suelo en la planta de mis pies, agarrándome como puedo a lo real, a lo tangible, me dirijo al dormitorio. Acciono el clic que abre el doble fondo del armario y saco el cuadro. Sujeta al borde, está la tarjeta, que saco con manos temblorosas de su pequeño sobre.

Tras eso, me siento directamente en el suelo y empiezo a tener frío. Es como si la habitación hubiese descendido varios grados de temperatura. Ambas tarjetas son idénticas.

* * *

“Voy corriendo por el jardín. Llevo mucha prisa, estoy acelerada y busco algo, pero no sé qué es. Mi pie se enreda con algo, parece una raíz levantada. Caigo al suelo y me apoyo con las dos palmas de las manos. Y entonces noto humedad. Frío. Me siento en el suelo, estoy tiritando y me he hecho daño en el pie. Levanto mis manos, porque además de mojadas y frías, están pegajosas y observo que están llenas de pintura. Me miro mi bonito vestido blanco y veo en él manchas de colores, verdes, azules, rojas, rosas, violetas, amarillas, naranjas, blancas, negras… ¿Falta algún color? ¿Qué ocurre? Claro. Estoy dentro del cuadro.

Ahora estoy junto a la fuente que tiene la escultura que se asemeja a mi madre. Definitivamente, es ella. Observo como toma vida y comienza a moverse. Sus manos se ponen en movimiento, su cabeza me mira directamente a mí y me sonríe. Luego, sin previo aviso, noto como de su blanco rostro empieza a caer una gota de color verde, otra azul… mi madre está llorando. Siento su angustia. No sé qué le pasa, pero no quiero que llore. La llamo…

—Mamá, mamá…

—Anabel. Tienes que escucharme…

—Esto es un sueño ¿verdad?

—A veces, el mundo de los sueños, el de los vivos y el de los muertos están muy cerca.

—¿Qué quieres mamá? ¿De qué ha llegado la hora? ¿Estoy perdiendo la razón?

—Anabel, escúchame bien y recuerda. Tienes que ser fuerte. Estás en peligro. Debes estar atenta a las señales y tener mucho cuidado con el blanco que puede ahogarte…”

Un sueño. Otro más que me deja exhausta y aturdida, empapada en sudor, pensativa y temblorosa. Aún es de noche. Me ha despertado el frío intenso que hace en la habitación. Enciendo la luz de la lamparita que hay al lado de la cama, y veo asombrada, que he dejado la ventana abierta. Juraría que la cerré antes de acostarme, pero es evidente que me he equivocado. Me levanto a cerrarla, y de pronto, me parece distinguir una figura fuera, algo que se mueve, que no puedo distinguir bien, pero que me ha parecido una forma blanca. Recuerdo el sueño y… estoy aterrada.

—Mamá, tengo miedo. Ayúdame por favor. Necesito descansar para poder pensar —lo digo en voz alta, como si así ella pudiese escucharme mejor.

—Me acurruco bajo las sábanas como cuando era pequeña, y contra todo pronóstico, el cansancio me vence y consigo dormir, sin más sueños inquietantes.

Con el nuevo día, la imagen del espejo me muestra a una mujer agotada, con ojeras y deseos de volver a dormir. Pero no. He de seguir con la tarea, también tengo que llamar a Sevilla y confirmar el día que reanudo mi trabajo. Uf, y Andrés, he de llamarle a él también. Quiero saber quién es el propietario de la finca de al lado, y necesito mi coche, que está siendo puesto a punto. Y la floristería…

Arrastro mi cuerpo a la ducha, y ataviada con ropa y calzado deportivos, salgo al exterior. Todas mis tareas pueden esperar un poco, necesito hacer algo de ejercicio, pasear al aire libre, sentirme otra vez yo. Al salir, me veo reflejada en el cristal de la puerta y pienso: aquí estoy. Mi rostro está tan pálido, que pienso, que tal vez tenga que tener cuidado conmigo misma, no vaya a ser que desaparezca…

No estoy sola en el cristal. Pedro me observa fijamente desde el otro lado del patio. Levanto una mano y le saludo al girarme. No responde, y encima, tengo la sensación de que me sigue con la mirada. De veras que necesito tomar el aire. Empiezo a caminar, a escuchar el trino de los pájaros y el silencio del campo, a sentir que el aire puede entrar y salir de mi cuerpo, que estoy aquí, que tengo mucho en lo que pensar, pero no ahora. Ahora no, por favor. Dejar la mente en blanco, disfrutar de la naturaleza. El aquí y el ahora.

La finca cada vez se ve más pequeña, hasta que llega a ser un dibujo contra el horizonte. Pero el silencio mágico y terapéutico es roto por el sonido de unos cascos de caballo, que veo acercarse de forma vertiginosa, hasta que el jinete detiene a su montura y me mira sorprendido.

—No creo que sea buena idea que camines sola por aquí a estas horas.

—Buenos días a ti también, Alejandro. Es un placer comenzar el día con alguien que gruñe. Es precioso. El caballo, me refiero…

—Pues me da la sensación de que tampoco tú los empiezas bien. Estás bastante cerca de una dehesa de toros bravos. ¿Qué tal se te da correr? No serías la primera. Ya hemos tenido antes polémica con el propietario.

—¿Correr? ¿De veras hay toros bravos?

—Puedo asegurarte que así es.

Otra cosita más a tener en cuenta…

De reojo no puedo evitar observarle. Pantalones de montar negros, bastante ceñidos, por cierto, y una camisa blanca. Pelo alborotado por el viento… Parece un héroe sacado de una novela romántica. Para colmo cumple todos los tópicos, incluido el venir montado a caballo. Eso sí, no es un caballo blanco, sino negro. Sonrío en mi interior, pues por un momento me pongo a pensar si esto es real o tal vez otro de mis vívidos sueños. Pero no, esto es real. Ya lo creo, puedo oler su fragancia y si acerco un poquito la mano hasta él, también podría tocarle. Tan magnífico en su montura.

—Anabel, ¿te encuentras bien?

—Uf, parece que esa es tu frase favorita, ¿tan mal aspecto tengo?

De forma simultánea siento la humedad cayendo de mi nariz. Qué vergüenza. Creo que ni siquiera traigo pañuelos. ¿Cómo se puede estar ante tu ídolo adolescente y moquear sin más? ¡Tierra, trágame! Intento aparentar normalidad, que absurdo.

—Sí, creo que me estoy resfriando.

—¿Crees? Estás sangrando por la nariz.

Así es. Acabo de llevarme en un gesto inconsciente la mano hacia mi rostro y ya he visto la sangre. Antes de darme tiempo a reaccionar, Alejandro se baja del caballo y me ofrece un pañuelo.

—Toma. Presiona con el pañuelo. Así…

—¿No es mejor que eche la cabeza para atrás?

—Chsssss. Calla un momento. Por una vez, obedece, en lugar de dar órdenes. Y no. Eso es lo que se hacía antes, pero la sangre se te puede ir a la boca. Lo mejor es presionar, pero deja la cabeza en la posición normal. Ayer también sangraste ¿verdad? ¿Te duele la cabeza?

—No.

—Estás pálida.

—No duermo bien.

—¿Por qué?

“Porque mi madre muerta me visita algunas noches con no sé qué cuento de sueños incumplidos. Básicamente”

—No lo sé.

—No quiero parecer entrometido, pero qué trabajo te cuesta pasarte por el consultorio y hacerte una analítica de sangre.

—Me dan miedo las agujas.

—Eres una mujer adulta. Creo.

—¿Y qué? No me gustan las agujas.

—No te vas a enterar. Te espero mañana a las 8 en ayunas. Como no aparezcas, y te aseguro que me enteraré si no lo haces, iré a la finca acompañado por el peor ATS que tenemos. Sospechamos que en otra vida fue carnicero.

Señor, está decidido… uf.

—No tengo coche. Mañana soluciono eso. ¿Puedo ir el martes?

—¿Prometido?

—Qué remedio. Creo que ya puedo dejar de presionar. No ha sido para tanto. Es la forma más diplomática de decirle que estoy demasiado cerca de él y me siento cohibida. Huele a campo, a trigo silvestre, y a otoño que comienza.

—Sí. Ya puedes.

A pesar de mi insistencia, me acompaña a casa. Quiere que me monte en el caballo con él, ni de coña hago yo eso. Eso me hace falta, abrazarme a su cuerpo. No. Así que mientras regresamos a la casa, ambos a pie, pues él se ha bajado del caballo, recuerdo lo grosera que fui anoche, y que quizás sea mejor izar la bandera de la paz.

—Gracias. ¿Desayunas conmigo? —Siento que me pongo roja como la grana.

—Después de salvarte la vida, lo veo justo. ¡Buenos días Germán!

—¡Hola Alejandro!

—¿Y Alba? —le pregunta a su padre.

—Bien. Muchas gracias.

—¿Le ocurre algo a la pequeña?

—Entre tú y yo, sangra mucho por la nariz. No hablo de mis pacientes, nunca, pero en este caso, quizás sea conveniente.

Menuda coincidencia. ¿Desde cuándo le ocurrirá?

—No quiero ser cotilla, pero ¿desde cuándo? ¿Es serio?

—No puedo contestarte mucho a eso. Ya sabes, el secreto profesional. Debes preguntar a sus padres. En cuanto a si es serio, o no, pronto lo sabremos. Precisamente el miércoles viene a hacerse una analítica. Será cosa del destino ese en que creen algunas personas. Podrías aprovechar y venir con ella. Será más llevadero para las dos. A las dos os desagradan las agujas.

Mientras me lo dice, me mira un poco de soslayo.

—¡¿Qué?! —le pregunto.

—No me había fijado hasta ahora lo mucho que os parecéis Alba y tú. No solo físicamente, que sois como dos gotas de agua. No es por nada Anabel, pero parece más hija tuya que de Lucía o Germán. También coincidís en esto de sangrar por la nariz, en el miedo a las agujas, y hasta diría que en la cabezonería.

Quizás lleve algo de razón. Lo cierto es que le estoy cogiendo mucho cariño a esa niña. Me recuerda a alguien, aunque no estoy segura de a quién. Además, por algún curioso motivo me siento vinculada a ella. Me gusta estar a su lado. Es como si fuésemos… “hermanas de sangre”.

Estatuas de sal

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