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Capítulo 9

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Enfilamos el sendero hacia donde está la piscina. Me gusta muchísimo esta zona, porque a un lado de la misma hay varios ficus que proyectan su sombra sobre una parte del agua, mientras que el resto, queda libre para poder disfrutar del sol.

En uno de los bordes, a un metro del agua aproximadamente, se colocaron dos bancos para poder sentarse a disfrutar de la frescura de la noche en verano. Recuerdo, cuando de niña, a veces, sacábamos aquí un pequeño velador y colocábamos pequeños candelabros con velas junto a la piscina.

En invierno es agradable sentarse en este lugar y sentir el sol en la cara, creo que yo pasaría el día entero aquí si me fuese posible.

—Me da la sensación de que no paseáis mucho por aquí ¿me equivoco? —le pregunto viendo el estado de semiabandono en que se encuentra.

—La verdad es que no — me comenta Pascual—, al menos yo no tengo demasiado tiempo.

—Tu madre si viene de vez en cuando. Creo que alguno de sus guiones han nacido aquí —nos dice Robert, señalando los bancos de la piscina.

El gran ventanal que mis padres colocaron en la habitación donde mi madre y yo pintábamos, se divisa a la perfección. Tomo nota mental de colocar un velador cercano a la fuente. Debe ser un gusto sentarse a disfrutar de un buen libro, aprovechando la sombra de los ficus.

También tomo nota de colocar unas cortinas sobre los visillos de mis ventanas. Imagino que en la oscuridad de la noche, cuando las luces de mi casa estén encendidas, se podrá ver todo desde fuera. No tengo nada que ocultar, pero tampoco tengo afán de exhibicionismo.

—Y bien prima —me pregunta Pascual— ¿vas a regresar a Madrid?

—Por ahora no. Terminé mi trabajo allí el día antes de… venirme. No había dicho nada porque quería dar una sorpresa a papá. La verdad es que estaba preparando todo para regresar. Me han ofrecido un trabajo aquí, en Sevilla.

—¡Eso es fantástico! Me alegro mucho por ti, en serio. ¿Cuándo empezarías?

—Debido a todo lo que ha ocurrido, voy a coger ahora el mes de vacaciones que no disfruté durante el verano. Desde que me marché no he descansado más que una semana el pasado verano, y otra en las Navidades pasadas.

—Creo que te vendrá bien descansar. Todo esto ha debido ser mucho para ti, ya no solo la muerte de tu padre, también el volver aquí, debes estar algo aturdida —comenta Pascual.

—Además, no debe ser agradable vivir sola, y más, estar lejos de tu casa —añade Robert.

—Bueno, no vivía sola. Me acompañaba Irene, una buena amiga.

—Mejor. No hace mucho leí en un periódico algo relacionado con la desaparición de una chica. Por lo visto puede haber más casos, y no es por nada Anabel, pero físicamente se parecía bastante a ti. Recuerdo que a Francesca casi le da un colapso al ver la fotografía —me explica Robert.

—Sí, bueno, algo de eso he escuchado. Lo cierto es que no me preocupa demasiado. Irene puede resultar un guardaespaldas fantástico —bromeo.

Dejamos la capilla a un lado y por fin veo los cipreses. Yo les llamo cipreses guardianes, porque cuando era pequeña, veía como se recortaban sus figuras estilizadas contra el cielo, y se me asemejaba en la imaginación, a la guardia de la escolta real británica, tan erguidos y majestuosos.

No están justo al lado de la capilla, porque mi padre decía que le daba un aspecto de cementerio, así que ahí decidió plantar mejor una serie de naranjos, y algunos olivos, que dejamos en recuerdo de los que originariamente existían en la finca. Los guardianes, se dispusieron delimitando el fin de la parcela, junto al muro de piedra que la rodea.

—Anabel… —me advierte Pascual.

Me acerco a los cipreses e intento pasar a través de ellos, justo tras los setos y las hojas colgantes de las buganvillas, como hice ayer por la tarde. Pero me topo con el muro de piedra, fiero e inamovible, callado, traidor. Las hojas de hiedra están enredadas, cubriendo la piedra gris de forma absoluta, dejando tan solo, entrever de tramo en tramo el color anaranjado, fucsia, y violeta de las buganvillas.

—Os aseguro que yo pasé por aquí. No estoy loca, por favor, debéis creerme.

Como si en ello me fuese la vida, empiezo a buscar en el muro algún tipo de resquicio, un borde, una puerta, un saliente, algo que pueda estar de momento oculto por la hiedra. No encuentro nada, y cuando observo la expresión de ellos, siento un desangelo enorme.

—He debido confundirme… pero… los cipreses…

—Anabel, escúchame. No se ha hecho ninguna reforma desde la que realizó tu padre. Estás muy cansada. Psicológicamente debes estar agotada…

Siento vértigo. Profundo y absoluto, como si alguien estuviese zarandeando todo, incluyéndome a mí.

—Pascual, te aseguro que aquí había una fuente coronada por la estatua de un ángel, incluso tuve la sensación de que estaba inacabada. Me llamó mucho la atención porque me recordaba mucho a…

—¿A…?

—Esto va a sonar fatal. Lo sé. Pero la escultura se parecía muchísimo a mi madre. También había un porche cubierto con hojas de parra y una extensa galería dando sombra al lugar, era como un mirador. ¡No puede haber desaparecido todo así como así!

—Anabel —esta vez fue Robert quien me interrumpió— aquí, repito, aquí termina el jardín. Tú misma estás comprobando que aquí está el muro que lo delimita con el exterior. No hay más. Yo pensé que tal vez habías entrado en la casa de al lado… pero no desde aquí.

—No. Os puedo asegurar que pasé tras los cipreses —les digo de nuevo intentando encontrar algo y pinchándome con una de las agujas de la buganvilla, un pequeño dolor agudo incomparable al gran dolor sordo que siento ahora en mi alma.

Un sudor frío se va extendiendo por mi cuerpo. En efecto, no hay más. ¿Se puede llegar a tal punto de desesperación? ¿Lo imaginé todo?

—¿Anabel? —Pascual me mira preocupado. Robert, como si me hubiese salido una segunda cabeza de la nada.

—No lo entiendo —es lo único que soy capaz de articular.

—Llevas unos días muy intensos. Debes estar agotada. Quizás te sentaste un momento a descansar y te quedaste dormida. A veces los sueños pueden ser cruelmente reales —intenta tranquilizarme Pascual.

Escucho un ruido y me giro sobresaltada. No quiero llorar, pero siento que se me está formando un nudo en la garganta. Germán se acerca portando una manguera de riego. En un gesto involuntario llevo la mano a la boca de mi estómago, intentando aplacar la náusea que me amenaza.

—¿Pasa algo? Está usted muy pálida —me pregunta Germán.

—Está confundida —le responde Robert.

—No entiendo —aclara Germán.

—Ayer salí a pasear por el jardín y justo aquí, tras los cipreses, y a través de un hueco, había una galería de rosales, una fuente… —No reconozco mi propia voz intentando no delatar mi estado.

—Créame señorita. Llevo varios años trabajando para la familia. Jamás ha existido un hueco ahí, se lo aseguro. Y en cuanto a lo que comenta, necesitaría mucho espacio. Es imposible. Y bueno, perdón por la intromisión, pero justo al otro lado del muro hay una edificación, puede comprobarlo si quiere en el registro catastral. Lo sé porque hace poco solicitamos un plano para tramitar una documentación, y por error, nos facilitaron el de la finca contigua. Quizás la señora Francesca tenga una copia guardada.

Deben pensar que estoy loca. Quién sabe, tal vez lleven razón. ¿Cómo puede haber desaparecido todo? ¿Estoy más cansada de lo que pensaba y comienzo a ver alucinaciones?

—No sé qué decir, salvo pediros disculpas.

—Anabel… —Pascual me observa con preocupación. Robert, sin embargo, me mira con auténtico sarcasmo.

—Siento haberos hecho perder el tiempo. Necesito un momento a solas…

¿Qué ha pasado? Cuando entro en la intimidad de la casita azul, me falta el aire. Ahora sí que pensarán que he perdido la cordura.

Unos golpes en el cristal de la terraza casi me hacen gritar. Pascual está al otro lado, visiblemente preocupado.

—Anabel…

—Tranquilo Pascual. Ha debido ser el estrés. No lo sé. Te prometo que para mí fue muy real.

—¿Puedo pasar? ¿Puedo comentarte algo?

—Por favor, pasa.

Pascual entra y ve el polvo acumulado y las sábanas dispuestas aún sobre algunos muebles.

—Pueden venir a limpiar si quieres… Lucía puede ayudarte…

—Prefiero hacerlo yo. Mientras limpio y reorganizo esto no estaré por ahí viendo alucinaciones.

Cuando me doy cuenta ya no puedo detener las lágrimas.

—Lo siento.

—No pasa nada, tranquila. Ven aquí.

Me abraza y siento que en su abrazo hay una promesa de que todo pasará. Recuerdo cuando era pequeña. Siempre que había algún problema, el primo Pascual estaba dispuesto para mí. Sus ojos verde oliva, idénticos a los de mi madre, hacen que algo de paz se instale en mi corazón. Pero aun así, la angustia no termina de marcharse.

—Verás primilla, te contaré algo muy personal. Cuando murió tu madre, me sentí roto. Cuando murió mi padre, quise mandar todo a la mierda. Todo. Incluida mi propia vida. Por eso me ingresaron…

—Dios mío Pascual, yo no sabía…

Él me mira y me sonríe.

—Es parte del pasado, y en cierta forma, del hombre que soy hoy en día. Pero lo cierto es que voy a contarte algo que quizás haga que me veas de otra forma.

Ambos nos sentamos sobre el sofá de tres plazas, y él me sostiene las manos.

—Cuando me recuperé y decidí coger las riendas de mi vida, me dieron el alta del hospital. Me gustaba sentarme en los bancos que hay junto a la piscina, frente a este salón y a su sala de pintar —me dice con añoranza en los ojos—. Una de esas noches, ahí sentado, me pareció ver que algo se movía aquí dentro. Me asusté muchísimo y entré. No había nadie, como podrás imaginar. Sin embargo, al salir, cerré la puerta de la terraza desde fuera. Y entonces… la vi. Allí, tras de mí, justo al lado de la fuente.

Ay madre.

—Pascual…

—Te prometo que la vi, aunque imagino que no era real, solo mi imaginación que me hizo sentir como si ella estuviese allí, a mí lado. Durante un instante me quedé petrificado, sin más, hipnotizado por el movimiento de su cabello con la brisa nocturna, y por la extrema palidez de su bello rostro. Pero entonces, ella sonrió, y luego, desapareció, sin más. Jamás supe si realmente ella estaba allí, o solo lo imaginé, pero en cualquier caso, para mí fue real. Te lo juro. Para mí lo fue.

—¿Volvió a ocurrirte? Lo de verla, me refiero.

—No. Pero jamás olvidaré la sensación que me recorrió cuando la vi. Primero fue un pánico intenso, pero después… un alivio inmediato. Para mí, fue como saber que ella seguía siendo ella.

Jamás esperé una revelación de este tipo. ¿Qué decir? Nada, las palabras ahora no son necesarias, los gestos sí. Ahora soy yo la que lo abrazo con fuerza y una gratitud inmensa.

—Gracias primo. Gracias de corazón.

—Si necesitas algo, sabes donde encontrarme.

* * *

Pascual ya se ha marchado, y yo…

Ha llegado el momento de organizarme. De volver a sentirme en casa. Despacio, comienzo a levantar las sábanas que aún quedan sobre los muebles, y abro de par en par todas las ventanas. Voy a la cocina, tomo nota de todo lo que necesito comprar, y vuelvo a revivir sin pretenderlo, momentos del pasado. La cocina era un punto de encuentro constante. Aún puedo ver la pequeña pizarra donde ella anotó por última vez que hacían falta patatas y leche.

No. No puedo volver a caer en la melancolía. Pediré a Lola lo que necesite en este instante y mañana iré al pueblo. Cocinar es una terapia para mí desde que era casi una niña. Empecé a hacerlo para que papá se animase, y al final, descubrí que era divertido.

Pero antes de eso, hay que limpiar. Los productos de limpieza que encuentro son escasos, pero suficientes. También puedo pedir a Lola suministro de detergente y lejía.

¿Por dónde empezar? Lo lógico sería comenzar por el dormitorio, pero ese espacio sí estaba limpio cuando yo llegué ayer, así como el baño. Así que voy a empezar por el lugar que más recuerdos me va a producir, pero también, más paz. El estudio de pintura.

La luz ya entra con fuerza a través de los finos visillos e incide directamente sobre el caballete vacío. Trago saliva con fuerza, intentando sofocar esta congoja. En una esquina de la habitación hay dos mesas, una grande y otra pequeñita al lado. Las dos están repletas de botes de cristal con pinceles dentro. Todo eso habrá que tirarlo y comprar pinceles nuevos. Por ahora, me arreglaré con un estuche sin estrenar que tiene que estar guardado en mi habitación, si mamá lo guardó donde guardaba todo lo nuevo… Si Alba decide acompañarme a pintar, se lo regalaré a ella.

Ver las dos mesas juntas, los dos caballetes juntos, es duro. Pero ahora no es momento para esto. Tomo una bolsa grande de basura y empiezo a echar en ella todo lo que pienso que no es necesario. Me lleva un buen rato. En otra esquina de la habitación descansan ocho o nueve lienzos terminados. Buscaré un lugar donde colocarlos. Eso me hace sonreír.

Mi corazón se detiene un momento al ver un pequeño cofre de madera, lleno de polvo debajo del primer lienzo que retiro. Lo tomo con temblor en las manos, soplo sobre él alejando algo el polvo que lo envuelve, y con nerviosismo, tomo la llave de mi cuello e intento abrirlo. Nada. Ni siquiera la abertura tiene la misma forma.

—Seguiré buscando —murmuro a la habitación mientras coloco el pequeño cofre a un lado, no sin antes zarandearlo, comprobando un ruido familiar. ¡Mis canicas de la suerte! ¿Cómo pude haber olvidado eso? Corro a la que era mi habitación de niña y en el primer cajón de la mesita de noche está la llave redondeada que lo abre. Emocionada, levanto la tapa y veo la cantidad de pequeñas esferas de vidrio transparente con esas hojitas de plástico de color en su interior. Un tesoro al fin y al cabo.

Pero ahora, hay que continuar con el resto de cosas. Y con los lienzos restantes…

El bodegón de la vieja cocina, unos niños jugando… ¡Isabela! Hay un hermoso retrato de Isabela. A Francesca le va a encantar. Todos con su toque, todos con su Ana Lagos en la esquina inferior derecha. Esa forma suya de firmar, colocando Ana en una línea superior y el Lagos en la inferior, de tal forma que la letra “L” cruzaba el Ana de arriba y la “a” final del nombre se reutilizaba como la primera “a” del apellido. En cursiva, con su gracia y, esa “s” que alargaba en su extremo inferior para que rodease el nombre.

Cuando firmaba sus cuadros, era su forma de decir, ya los terminé. Y cuando dibujaba su firma, y extendía la letra “s” en torno a él, se me asemejaba a esa bailarina de ballet clásico, elegante y sofisticada, que se coloca sobre la puntera y eleva todo su cuerpo con gracia, levantando una mano y acariciando el viento con ella.

—Uf. Sigo echándote de menos mamá. Pero ha llegado el momento de continuar. ¿Qué voy a hacer ahora con los que tengas empezados, sin terminar?

Continúo sacando a la habitación contigua los lienzos que hay colocados en hilera, diseminados por la habitación, creo que en un orden por ella entendido. Los sujeto de dos en dos, algunos en grupos de tres… Tres son muchos, porque se me resbalan entre los dedos, e intento sujetarlos, no quiero que se estropeen. Es una lástima. Algunos están en blanco, no llegó a empezar. Mi madre tenía la particularidad de pintar más de un cuadro a la vez. Lo que jamás hacía, jamás, jamás, era firmar sus obras hasta no quedar satisfechas con ellas. ¡Oh, no! Terminan resbalando y uno de ellos cae al suelo. ¿Es que hoy no va a salirme nada bien?

Lo levanto del suelo. Ha caído bocabajo. Al darle la vuelta siento un picotazo en el pecho. La habitación se vuelve ligeramente borrosa y necesito apoyarme en algo. Termino sentada en el suelo, abrazando mi cuerpo como puedo, con los brazos, las rodillas encogidas, hecha un ovillo e intentando comprender lo que tengo ante mí.

Mi respiración se va normalizando poco a poco, y mi visión también. A gatas me acerco al lienzo en sí y lo apoyo sobre la pared del estudio. Un pequeño sobre se cae al suelo. Vuelvo a retirarme, temblando, y me apoyo de nuevo en la pared, a unos cuatro metros del cuadro. Esto debe ser una broma. La fuente con la escultura del ángel, el estanque de los nenúfares, la galería de hojas de parra. No aparecen, sin embargo, las esculturas grotescas y blanquecinas. Miro la esquina inferior derecha… la firma de mi madre aparece en el lugar correspondiente.

La pintura está seca, tal y como corresponde tras más de una década, sin embargo su olor es… penetrante, como si estuviese recién pintado, o estuviese resurgiendo de un largo letargo. Cosa del todo imposible, ¿verdad? Incluso temo tocarlo, tengo la sensación de que voy a mancharme los dedos con él. Pero ahí está… Ana Lagos.

Un pequeño rectángulo amarillento descansa en el suelo, esperando sin prisas. Con manos temblorosas, lo recojo del suelo. Está cerrado. Con la misma letra legible y reconocible que aparece en el cuadro puedo leer mi nombre escrito en él. “Anabel”. Como ella lo escribía, con esa “l” final danzando, al igual que la “s” de su apellido. Lo palpo con mucho cuidado, tengo miedo de que al tocar el papel se desintegre, al igual que ocurrió con todo lo demás.

Soy consciente de que llevo un rato arrastrándome por el suelo. A pesar del temblor de todo mi cuerpo, me levanto al fin y voy por un cuchillo a la cocina. No quiero rasgar el sobre. Al hacerlo, con sumo cuidado, una pequeña tarjeta sale de su escondrijo misterioso. Unas bonitas rosas blancas son el marco base de la misma, rosas blancas sobre un fondo de color sepia. Con el mismo tipo de letra tan familiar para mí, y justo en el centro de la tarjeta, un mensaje breve, pero conciso.

“Un trocito de mí, para ti. Ha llegado la hora”. Mamá

Estatuas de sal

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