Читать книгу A tientas - Mariah Meneses Washington - Страница 11
Capítulo 8
ОглавлениеADHARA Y CANDELARIA
Lunes, 15 de junio de 2015
Central Park
Siempre me he sentido sola. Recuerdo que cuando tenía miedo escapaba a otro lugar y comenzaba de cero. Sin embargo, ahora recordaba que Connelly siempre había estado cerca, sabía dónde encontrarle si le necesitaba, y él, a su manera, se había preocupado por mí.
No era mucho, pero era lo único que tenía. Era una sensación peligrosa, porque recuerdo que las viejas indígenas decían que cuando sientes que solo tienes una cosa, temes perderla aunque esa única cosa no sea buena.
Me sentía atrapada en una ciudad que no entendía y echaba de menos a Connelly, que a la vez era lo peor y lo mejor de mi vida. Comencé a pensar que aquella situación también lo era, porque, a pesar de estar desorientada y un tanto desconcertada, era mi oportunidad para comenzar de cero y construir poco a poco la vida que quería.
De momento contaba con un diminuto apartamento en una gran ciudad, y aquello era mucho más de lo que había tenido nunca.
Sentada en un rincón de Central Park esperando a mi reunión con un tipo americano, miraba como una chica afroamericana, con uñas increíblemente largas pintadas de naranja chillón, gritaba a su novio mientras cargaban sus muebles en un UHaul (un camión de alquiler que se utiliza para hacer mudanzas) y enfadada abría la caja de cartón que tenía en la mano para lanzarle adornos viejos de Navidad a mala leche y con intención de darle. El chico se reía mientras organizaba las cajas ya cargadas en el camión y esquivaba los objetos que ella le tiraba. Ella cada vez más enfadada los lanzaba con más y más fuerza, hasta que dejó de gritar y se subió al asiento del conductor.
Odio los ruidos estridentes y continuos. Criada en la soledad del desierto de México, incluso me molesta escuchar a ciertas personas hablando, me impiden disfrutar del silencio. Cuando llegué a Nueva York me sentí en el infierno.
Recordaba como cada año la víspera de Navidad me asomaba de puntillas a la máquina de regalos en la feria de San Elizario, apoyando las manos y la nariz en el cristal. Mis ojos solo llegaban a la columna de monedas que Connelly dejaba sobre un reposavasos de la máquina, al lado de su botella de cerveza y la bolsa de tabaco de mascar que siempre llevaba con él.
Yo veía bajar el gancho expectante y deseaba con fuerza que Connelly cogiera algún regalo bonito, mientras rezaba en voz baja para que su borrachera, que le hacía moverse con torpeza ante el mando de la máquina, lo permitiese.
Más de una vez tras el vaho de mis labios corrí a cambiarle la botella de cerveza por algún refresco, con la intención de mejorar sus habilidades para conseguir mi regalo.
Cuando Connelly conseguía el premio me lo daba y decía: «Feliz Navidad, pequeña», se giraba e insertaba otra moneda en la máquina para conseguir los regalos de su familia.
Era un recuerdo muy triste, en comparación con las Navidades que había visto en el cine. Sin embargo, yo deseaba cada año que llegase aquel día en el que íbamos a la feria, Connelly me agarraba de la mano para que no me perdiera entre tanta gente, sonaba música, y la gente reía. Recuerdo que me gustaba el olor de los algodones de azúcar mezclado con el olor del polvo que levantábamos con las botas camperas. Me encantaba escuchar a los feriantes gritar al público para atraerlos y, quizá por la ilusión de la novedad, me gustaba mirar a Connelly jugarse al azar mi regalo.
Uno de los mejores regalos fue un osito de peluche que llevé de la mano mucho tiempo, como un tesoro.
El día de Navidad lo solía pasar llorando. Me iba al desierto, donde nadie me veía y solía acariciar a algún animal indefenso, algún conejo o pájaro que no me tuviese miedo. Estaba convencida de que ellos también se sentían solos. Recuerdo que muchas veces me pregunté si habría alguien tan desamparada como yo.
En la ciudad la soledad puede alcanzarte a cualquier hora, es fácil: no hay ruido de niños, las madres no gritan, las puertas no están cerca de la gente, las casas no huelen a comida, las ciudades son frías y lejanas.
Era el escenario perfecto, no conocía a mis vecinos, ni ellos a mí. Nadie podía imaginar que una peligrosa exconvicta vivía en la puerta contigua. Ni a nadie le interesaba. Era curioso, la gente estaba tan centrada en sus propias vidas que desconocían lo que había fuera de ellas, por muy cerca que estuviera.
La chica afroamericana arrancó el UHaul, a su novio le desapareció la sonrisa. Él salió de la parte de atrás donde recolocaba los muebles y se acercó al asiento del copiloto. Desde la calle y a través de la ventanilla, le prometió que no iba a volverla a engañar con ninguna otra mujer, ella se hizo de rogar, y él flirteando logró besarla.
Si la hubiera conocido, la hubiera advertido de que ese tipo la volvería a engañar, citando uno de los refranes de Connelly.
Al pensar en él, me arrepentí de haberle chantajeado para que me costease los gastos de mi viaje a Nueva York. Me gustó aquella última mirada que me había dedicado, como si me fuese a echar de menos.
Connelly nunca me había dicho que me quería, pero, en aquella última conversación que tuvimos en México, hubo un brillo en sus ojos que me inspiró algo de ternura.
Recordaba aquella tarde perfectamente, yo estaba sentada en el porche de madera al atardecer. Connelly me trajo una cerveza fría mientras me decía una de sus frases preferidas:
—Perro que muerde la sangre no vale ya para las ovejas, porque luego muerde, pero no suelta.
—Necesito salir de México, Connelly.
—¿Por qué, Candelaria? ¿Ya hay demasiadas órdenes de búsqueda y captura? ¿Y dónde vas a ir?
—A Nueva York.
—¿Tú a Nueva York? ¿A qué?
—En las cárceles mexicanas se aprende todo lo que quiero olvidar.
—Si siempre has estado asalvajada con caballos, campos, animales... ¿Qué vas a hacer en una ciudad?
—Nadie me conoce, puedo hacer lo que quiera.
—¿Vas a empezar una nueva vida?
—Me parece que no sería tan malo. —Fruncí el ceño al ver a Connelly reír—. ¿Te estás riendo de mí?
—Candelaria Cruz, te conozco desde pequeña.
—Pues deberías saber que así no se puede vivir.
—Has crecido sola. Eres una superviviente.
—Y soy incapaz de querer.
—Eso no es malo. A mí me gustaría querer un poco menos de lo que he querido.
—Connelly, tarde o temprano me matarán.
—No me digas que tienes miedo.
—No. Pero quiero una oportunidad. Quiero que no sea tan difícil llegar viva a la noche, la mayoría de la gente no lucha por estar viva cada día. Además, quiero ver la nieve. Mi madre quería ver la nieve. Cada mañana, cuando ya no se podía hacer nada por ella, soñaba que cogía copos de nieve que caían del cielo. Y preguntaba entre sudores y fiebre: «¿Ha nevado ya? ¿Ha nevado hoy? Candelaria, tenemos que salir a ver la nieve». Me gustaría vivir eso en Nueva York. Y una Navidad con árbol, la familia reunida para abrir regalos y una casa donde me guste levantarme por las mañanas.
—Candelaria, tú ya no tienes familia.
—Puedo conseguir una.
—Solo conoces los Estados Unidos de las películas, la realidad no es igual.
—Connelly, quiero una vida. Esta es tu vida. Yo quiero la mía.
—Está bien. Te puedo conseguir un pasaporte y un apartamento en algún barrio en el que no te metas en líos, quizá Queens. ¿Qué nombre quieres?
—Adhara Kudrow.
—Suena bien. ¿Cuánto dinero tienes?
—Nada. ¿Cuánto me costará?
La expresión de Connelly reflejaba su sospecha de que yo tramaba algo que no le iba a gustar.
—Unos cinco mil dólares. ¿Cuándo quieres irte?
—Mañana.
—Necesito una semana para que mis contactos te faciliten un pasaporte.
—Por cinco mil dólares tendrías que perder el culo en obligarles a tenerlo mañana.
—Vale, mañana estará todo listo. ¿De dónde vas a sacar cinco mil dólares?
—Del amante de mi madre. Así se asegurará de que no vuelvo.
—Candelaria, yo no tengo cinco mil dólares.
—Será mejor que los consigas. Aún puedo hablar con la familia de tu esposa muerta y presentarme como la hija de tu amante.
—¿Me chantajeas?
—Sí. ¿Es peor que lo que has hecho tú conmigo?
—¿Qué he hecho yo contigo?
—Sabes que eres lo único que tenía, y yo era una niña que estaba sola, Connelly. Totalmente sola. Era pequeña y estaba asustada. Mi madre había fallecido y mi padre estaba en la cárcel.
—Yo… yo... lo hice lo mejor que pude, estaba mi mujer y me hubiese matado si te hubiera traído a casa. Siempre sospechó que tu madre y yo… No he sabido hacerlo mejor. Lo siento. Hay un chico que conozco, se llama Dave Hanigan, es un hacker de Nueva York. Llama a este teléfono, es un móvil seguro. Ahí te dirán cómo contactar con él.
—¿Un hacker?
—Sí. Creará un pasado nuevo para ti, bueno, para Adhara. Dónde nació, a qué instituto fue, a qué universidad, dónde vive, quiénes son sus padres...
—Me hubiera gustado ir a la universidad.
—Tú has tenido mucho más que eso, tú eres una leyenda: «Candelaria Cruz conjura el viento y la lluvia con la mirada». Naciste con la fuerza interior del salvaje. Hasta las madres mexicanas obligan a sus hijos a mirar hacia otro lado porque dejas un reguero de muertes por donde vas. Eres temida como tu padre, con esos ojos profundos del sur como los de tu madre, ojos guerreros, de lobezno. Tu atractivo es tu trampa. Tú vas a hacer algo grande, Candelaria. Eres única, ¿para qué quieres tener una vida normal? Yo no pude aguantarte la mirada durante mucho tiempo. Cuando supiste que tu madre y yo éramos amantes…, no podía mirarte.
—Eso no sería por la leyenda, sería tu conciencia. Connelly, tiene que ser mañana. Quiero irme ya.
—No te preocupes, Candelaria. Confía en mí.
—Te echaré de menos. Gracias, Con.
—Ten cuidado allí, los americanos no son como nosotros.
Al irme resonaron mis camperas de tacón metálico en la madera del porche. No miré atrás, pero rememoraría esa despedida muchas veces en mi mente. Lo malo de alejarte de tu casa es que siempre te sientes extraña.
Estaba tan segura, tan decidida en México, y ahora aquí, en Nueva York, estaba tan confusa. Hay decisiones que no se toman solo una vez en la vida, sino que, tras hacerlo y tomar confiado el camino, te sigues preguntando si hiciste bien y te obligas a tomar esa misma decisión muchas veces más.
Mientras esperaba al tipo de la reunión, que se retrasaba quince minutos, caminé hasta uno de los pocos teléfonos públicos que aún sobreviven a la moderna tecnología celular. Marqué el número de casa de Connelly de memoria, como si fuera el de mi madre. No sé qué esperaba escuchar o qué necesitaba de aquella llamada. Quizá necesitaba decirle a alguien que había llegado bien, que mi viaje había sido largo, pero sin problemas, o quizá era la falta de contacto con algo que me resultase familiar. Lo extraño es que colgué al escuchar que alguien respondía al otro lado de la línea.
Imaginé a Connelly descolgando el auricular, y soltándolo preocupado al escuchar que habían cortado, torciendo la boca contrariado y rascándose la barba pensativo. Puede que aquella llamada fuera lo más tierno y lo más tonto que había hecho en mi vida.
El tipo americano continuaba sin aparecer, comenzaba a pensar que me había dejado tirada, o quizá ambos estábamos en diferentes puntos de aquel extenso parque.