Читать книгу A tientas - Mariah Meneses Washington - Страница 8
Capítulo 5
ОглавлениеADHARA EN LA CIUDAD
Lunes, 15 de junio de 2015
Despierto con dolor de cabeza y otra vez es de día. Debian, mi husky blanca, me mira desde el suelo reprochándome que abandone la manada cada noche y que ya no aúlle a la luna. Ella sabe que me hiere esa mirada y desaparece lentamente con el rabo bajo, decepcionada.
¿Está vacía mi cama? ¡Que esté vacía, por favor! Toco a alguien caliente y estoy desnuda. No, no está vacía.
A mi lado otro tío que no conozco, uno nuevo. Se repite el juego de recordar la noche anterior. Creo que es el tío de la gasolinera que por las noches es profesor de salsa en un puto club de esta ciudad.
Aquí en Nueva York todo el mundo intenta ser alguien que no es, les avergüenza trabajar en una gasolinera. Si sirves a los demás, no tienes secretario/a o no vas con traje, eres un jodido fracasado que tiene que aspirar a algo más, y es impensable que no sea así. En México muchas madres exhibirían orgullosas a su hijo con el uniforme de la gasolinera ante las amigas. Nueva York es un mundo diferente: propinas, vida frenética, desayuno en el coche y trajes que hacen a la ciudad más fría aún, sin colores. Un país capitalista, esto me cuestas, esto vales para mí. Creo que hay demasiada pasión por el dinero, demasiado tiempo para el trabajo y muy poco para apreciar la vida.
Siempre quise cruzar la frontera y venir a Nueva York, pensaba que todo cambiaría. Creí que patinaría en el Rockefeller Center en Navidad, vería la nieve, haría pícnics en Central Park o me tumbaría en el césped a fumar, tendría una casa típica americana donde caminaría descalza por la moqueta hasta llegar a una cama enorme que pareciera una gran nube blanca y blandita, donde dormiría con muchas almohadas y alguien que me acariciara el pelo cada mañana para despertarme.
Este es un sueño que me mata desde los doce años. Entonces fue cuando descubrí la primera caricia que se atrevió a hacerme Arais, un niño de mi pueblo, que ignoró las advertencias de su madre de no andar conmigo por una leyenda que corría sobre mí.
Recuerdo perfectamente cuando él me miró a los ojos, estábamos junto a las vallas que encerraban los caballos, me dijo si quería ir con él al lago. Nadie me había invitado nunca a ir a ningún sitio y, a pesar de que me gustaba estar sola, quise saber qué pasaría si iba.
Al llegar tiramos piedras al agua y, cuando vio que lo hacía mejor que él, se sentó a mirar cómo las tiraba yo. Después de aquella vez siempre me resultó aburrido tirar piedras sola, porque ya había probado a competir con alguien, a compartir algo con alguien.
Me hizo ilusión poder decir «he estado tirando piedras en el lago con Arais», aunque no hubiéramos hablado en todo el camino, aunque se hubiese ido corriendo en aquel momento. Si me caía o me ahogaba en el lago, me picaba algún escorpión u ocurría algún accidente tendría a alguien que pudiera gritar, no dejarme morir sola, o llamar a alguien para pedir ayuda.
Era una sensación nueva, y me gustaba, me gustaba tanto que me senté cerca de él mirando al agua y observando que todo adquiría un color diferente al lado de alguien. Había estado mil veces en el lago, pero, con Arais mirándome cuando creía que no me daba cuenta, el sol me parecía más brillante y el agua hacía un ruido más suave. Arais me tocó la mano que yo tenía apoyada en el barro, puso la suya encima y me miró. No me atreví a darle un guantazo porque el calor de su mano no me molestaba. Esa hubiera sido mi reacción lógica, pero Connelly solo me había abrazado una vez y no pude disfrutar de aquel abrazo porque perdí el conocimiento. Así que decidí disfrutar por primera vez de la sensación del contacto con la piel.
Tras unos minutos me levanté rápidamente porque me daba miedo que me gustara demasiado aquello, parecía que hacíamos algo malo, no sabía bien por qué. Cogí un trozo de rama y la limpié con el cuchillo que guardaba en mi bota. Cuando estuvo lisa, se la enseñé a Arais, que no había apartado sus ojos de mí ni un momento. Me acerqué al agua, observé un pequeño movimiento de ondas y tiré el palo en el centro. Inmediatamente subió a la superficie el pez que acababa de matar con el palo atravesándole el cuerpo. Arais sonrió diciendo que no era como las demás niñas. Yo ya sabía que no lo era, pero me gustó cómo lo decía, me sonrojé y salí corriendo.
Por la tarde Arais fue a buscarme al sitio donde Connelly y yo nos encontrábamos cada día. Connelly me llevaba allí la comida que, a escondidas de su mujer, robaba de su propia casa. Sentí vergüenza al ver a Arais allí, no quería que supiera que no tenía casa, que nadie quería hacerse cargo de mí. Salí corriendo otra vez, pero Arais corrió tozudo tras de mí.
Yo le ganaba fácilmente en velocidad, pero la curiosidad me hizo pararme a mitad de camino, un camino solitario que llevaba al desierto. Me giré y le grité:
—¿Qué quieres?
—Solo quiero estar contigo.
—¿Para qué?
—Porque me gusta estar contigo, Candelaria.
—¿Por qué?
—No lo sé. Puede que sea porque no tengo que hablar si no quiero. Y me gustan las cosas raras que haces.
—Vale, puedes venir si me tocas la mano otra vez.
—¿La mano?
—Como esta mañana.
—¡Para eso tendrás que acercarte, Candelaria!
—¡No!
—¡No puedo acariciarte desde lejos! Y además tendrás que tirar al suelo ese cuchillo que llevas en la bota.
—¡Ni hablar!
—Si no lo haces, no podré acariciarte tranquilo.
Y lo hice. Él me acariciaba las manos, la espalda, el pelo, y aquella fue la única noche en Ciudad Juárez que dormí sin preocuparme de nada. No sabía que tras descubrir esa sensación necesitaría muchas noches de caricias para sentirme bien.
Al pasar algunos años aprendí que, a cambio de sexo, los hombres ofrecen esas caricias. No me gusta el sexo, pero hay dos cosas de él que sí busco: la cercanía de la piel y que otorga al hombre una posición débil ante la mujer; ella tiene algo que él desea, y él está dispuesto a dejarse manipular por ello.
Desde que estoy en la ciudad, he buscado calmar mi deseo cada noche. En mi territorio no necesito tanto contacto, pero aquí me siento perdida, desorientada, no conozco el terreno, no puedo anticiparme a lo que van a hacer ni la gente ni los animales (y eso que los conozco bien). Todo es tan raro aquí que necesito cada noche caricias para dormir.
Me levanté de la cama, me vestí y antes de irme intenté despertar al tipo que aún dormía en mi cama. Él, perezoso, me besó y se volvió a ocultar entre las sábanas. Comenzaba a molestarme, si no se iba pronto iba a matarlo allí mismo. Supuse que, si era un tanto desagradable, se iría por su propio pie, así que le quité las mantas y abrí la ventana. Me preguntó si podía desayunar, fui algo grosera en la respuesta, él se disculpó y salió corriendo. Tipo listo.
Serví el desayuno a Debian, cogí la katana y corrí a mi importante cita de aquella mañana. Olvidé echar los tres candados y la llave de la puerta. No vivía en un barrio bueno de Nueva York y los helicópteros volaban en círculos a diario buscando a alguien que huía de la policía, pero comparado con México era bastante tranquilo.