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Capítulo 4

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CLOE ABRE LOS OJOS

Lunes, 15 de junio de 2015

Hace tiempo que estoy dormida, que no soy fiera y llevo una vida que mi madre aprueba. Hace tiempo ya que deben haber olvidado mi última travesura, y no puedo dejarlo así. Hace tiempo que la vida me llama para algo que no sé, no conozco y quiero probar.

Creo que es hora de correr hacia el peligro con los ojos cerrados, estoy cansada de intentar comportarme como una persona común, ser paciente e ir despacio. La vida ocurre aquí y ahora.

La protagonista femenina de mi libro debería ser una viuda negra de esas con pamela grande, escote generoso donde asome ropa interior negra de encaje para que sepamos que se lo ha pasado muy bien la noche anterior. Debería llevar un vestido discreto por encima de la rodilla, que se abra con el viento. Quizá abotonado, sí, abotonado deprisa tras una noche de placer. Ella debería sostener el vestido para que no se vea el liguero y el final de las medias de seda negras que revisten sus muslos. Y lo sujetará con la mano en la que aún lleva el anillo de casada. Creo que esa viuda soy yo, y al pensarlo me siento culpable.

No debería, porque yo no pienso en matar a Dave, pero estoy segura de que esa viuda soy yo deseando que Dave muera.

¡Anillo! Así me desperté, con la horrible imagen del anillo de una boda que no quería. Quizá el anillo ya no estaba allí, quizá no era para mí.

Abrí lentamente el ojo izquierdo, sonaban teclas de ordenador, seguramente Dave seguía jugando al Lord of Warcraft en el portátil. Me miró y me acercó una taza de chocolate caliente con nubes pequeñitas mientras seguía jugando. Por sus gestos sabía que estaba en plena guerra e iba ganando.

Él sonrió, me acarició la cara y me miró con ternura.

—Estás preciosa al despertarte, Cloe.

Y me acarició la nariz. La guerra continuaba y Dave abandonó nuestro mundo para entrar de nuevo en el de Warcraft.

Me froté los ojos para ver mejor. Me apetecía helado. Suelo despertarme para escribir a las 3:48 a. m., pero antes de hacerlo Dave me prepara algo dulce. Sabe que el chocolate me gusta templado en el punto justo en el que empieza a ser sólido, para tener que romperlo con la cuchara y dejar salir el chocolate líquido que contiene.

No sabía a qué hora lo preparaba, pero lo dejaba en el baúl que trajimos de la India, junto a mi lado de la cama.

Me senté en el borde del colchón y toqué el suelo con los pies. Dave me agarró de la cintura y me tumbó de nuevo. Me miró a los ojos y me dijo que cada día en el trabajo pensaba en mí. Yo le dije lo mismo.

Me gustaría sentirlo de verdad. He imaginado el día de mi boda con Dave muchas noches. Entonces estaba enamorada de él y solía besarle bajo la lluvia. Dormía con nada más que un tanga negro y, aparte de hablar durante horas, hacíamos el amor tres veces al día. Hace tiempo que aquello no ocurre, Dave quiere dormir y yo quiero soñar.

Abrí la nevera y miré de nuevo dentro del helado de nueces de macadamia, el anillo seguía allí. Dave lo guardaba en aquel bote pensando que no lo encontraría, puesto que odio las nueces de macadamia.

Cerré la nevera. Encendí un cigarro. Debía escribir, pero me daba miedo mi propia teoría de la cadena.

Según esa teoría todos somos un eslabón con una función; una vez la cumplimos, adquiere importancia el siguiente eslabón y nosotros la perdemos. Al perder la importancia y haber cumplido nuestro objetivo, podemos ser eliminados en cualquier momento. Y yo tengo demasiadas ganas de vivir, así que voy retrasando el momento de escribir el final. Añado personajes, giros nuevos y se ha convertido en una novela eterna.

Quizá no es mi libro la finalidad de mi existencia, pero percibo esa sensación. Soy consciente de que esto puede sonar un tanto paranoico, pero tiene su base empírica en mi familia. Al parecer nací con una sensibilidad especial de percepción, o eso decía mi madre, que, para asegurarse de que así era, me tapaba los ojos en la cuna y me acercaba objetos que desprendían buenas y malas vibraciones. Yo lloraba si estas eran malas y reía si eran buenas. Creo que las mujeres de mi familia no hemos sido lo que se suele llamar normales.

Por ejemplo, me imagino a mi madre acercando un cuchillo a su bebé de dos meses para ver si este percibe malas o buenas vibraciones y excusándose ante alguien que la mira: «Es para aumentarle la sensibilidad de percepción del mundo».

Me encanta el olor a sábanas limpias. Ya era tarde, había demasiada luz en la habitación. Serían las siete o las ocho, no iba a llegar a tiempo al trabajo. Seguro que mi jefe volvía a mirarme el tatuaje embobado otros dos minutos. Lo hace siempre que me retraso, creo que se pregunta si los creativos publicitarios somos una raza diferente.

Me gusta imaginar, calentita desde mi cama y con los ojos cerrados, lo que hará cada persona cuando llego tarde al trabajo. Mi jefe se preguntará otra vez si no me importa lo que piensa de mí, o no me importa el trabajo, o los creativos somos así, o los italianos somos así, o las jovencitas lo somos. Y no es que no me importe, simplemente no me dejo atar.

Si no trabajo ahí, ya encontraré algún lugar donde mi sueldo sea inferior a las horas trabajadas, me esclavice de nueve a cinco, acoja todo lo que odio respecto a normas absurdas de una empresa, un montón de especímenes chupapollas, quejicas lameculos, o un gran número de gente que no me cae bien.

Sonó el despertador, eran las siete y media. ¿Hay algún despertador que suene bien? Mi lado de la cama estaba caliente y el de Dave frío. Quería desayunar mirando un rato la ciudad. Normalmente giro el sillón lila hacia la ventana y desayuno con la ciudad despertándose, mientras resbalan por los cristales gotas de lluvia que me piden que me quede en casa.

—¡Cloe! Vas a llegar tarde.

—Mmm… Quiero desayunar tranquila. Es malo comer rápido, ¿los jefes no lo saben?

—¡Cloe, va!

—¡Qué!

—¡Abre los ojos! Vas a llegar tarde al trabajo.

—Pero si los tengo abiertos. ¿Estás jugando aún? ¿No has dormido esta noche?

—No, y ya no me da tiempo.

—¿Por qué? Siempre duermes bien por la mañana.

—Tengo un «trabajito», una cita en Central Park.

Abrí los ojos.

—¿Tienes una cita en Central Park? ¿Con una mujer?

—Es la chica que nos paga la hipoteca este mes, a la que tuve que inventar una vida nueva. He quedado a las ocho, dormiré cuando vuelva. Oye, ¿esta noche podemos quedar solos, sin esa gente bohemia y rara que viene los jueves?

—No son bohemios y raros, son escritores.

—Me apetece cenar contigo a solas, Cloe. Va, despierta, perezosa, han pasado muchas cosas en el mundo mientras dormías.

—¿Ah, sí? ¿Como qué? Es una trampa cruel, quieres despertarme para que vaya a trabajar.

—Esta noche, recuerda que cenamos en Le Bistro de Paris. Es importante.

—Vale, Dave. Buenos días.

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