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Capítulo 6

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ZOË Y MARCUS

Domingo, 14 de junio de 2015

La primera vez que vi a Marcus fue un domingo en el coro de la iglesia, teníamos cinco años. Recuerdo perfectamente aquellos preciosos ojos verdes y su gran sonrisa. Después de cantar, yo solía quitarme enseguida la toga del coro para que Marcus me viera con mis vestidos, pero entonces a Marcus no le interesaban aún las chicas.

Mi enfermedad comienza por impulsos eléctricos que llegan a mi cerebro con una frecuencia irregular o defectuosa, con los años he aprendido a descifrar los indicios de que voy a sufrir un ataque esquizofrénico.

Cinco noches atrás, me levanté de la cama, Marcus estaba viendo las noticias tumbado en el sofá de nuestra casa. Le escuchaba susurrar el nombre de Obama con orgullo mientras yo caminaba a gatas tras el sofá. La madera bajo la moqueta crujía cuando apoyaba las rodillas, el viento movía los árboles y golpeaba una de las contraventanas de madera de la cocina, pero ni Marcus ni nadie en su sano juicio imaginaba que yo intentaba escapar aterrada porque había tenido la visión de que Marcus quería hacerme daño. Y no huía por temor a que me lo hiciera, sino por la repetitiva visión de respuesta en la que yo acababa con su vida. Aquella imagen me hizo permanecer inmóvil tras el sofá, con los ojos cerrados, deseando con todas mis fuerzas hacerla desaparecer.

Sé que no puedo hacerle daño, Marcus es el campeón del mundo de los pesos pesados, ciento veinte kilos de músculos. Lo que me aterra es que, si yo le atacara, él descubriría decepcionado el monstruo que habita en mi interior y eso me mataría. No podría volver a mirarle a los ojos.

Las mañanas en la casa de mis padres son tranquilas, el viento mueve el carillón de la entrada que suena como si todo fuera mágico. Me senté al piano y acaricié las teclas sin llegar a tocar.

Mi madre quitó el cerrojo exterior de mi puerta y la entreabrió.

—Zoë, ¿estás bien, cariño?

—Sí, mamá.

—Vamos a desayunar en el jardín. Baja pronto para que te puedas tomar la medicación. Marcus está abajo.

Tomo mi medicación para callar lo que soy y parecer lo que no soy.

—Sí. Ya voy.

Mi madre cerró la puerta y comencé a sentirme mal, de nuevo aquellos impulsos defectuosos y un profundo olor a hierro. Parte de mi nariz estaba tapada y respiraba con dificultad. Me concentré en mi antigua caja de música. La cogí entre mis manos, la abrí y la tiré al suelo.

Aquello no era parte del episodio esquizofrénico, sino la reacción al recordar el primer síntoma obvio de mi enfermedad. La caja contenía varias hojas llenas de cálculos matemáticos y recordé aquella obsesión que tuve a los doce años al querer demostrar que mi calculadora se equivocaba y quería engañarme con los resultados de las operaciones.

Y así lo constataron más tarde psiquiatras de todo el mundo, psicólogos, neurólogos y demás doctores de la mente, «síntomas inequívocos de principio de esquizofrenia». Me habían tratado todos, he acudido a infinitas sesiones en miles de despachos y residencias en casi ochenta ciudades del mundo.

Tengo treinta y seis años, pero me siento como si tuviera dos, o alguna edad en la que mi familia deba estar pendiente de mí. Controlo mis horarios de comidas, mi medicación, las horas en las que estoy sola no pueden exceder de dos al día, las horas en las que tengo libertad para pensar deben ser muy pocas y el pensamiento debe ser controlado por prescripción del psicoterapeuta. Las horas que paso durmiendo no pueden ser inferiores a ocho, no se recomienda que sean más de dos las horas que paso con la misma gente si son conocidos y, si son desconocidos, no puedo hablar más de media hora con ellos, porque diría algo incoherente y descubrirían que estoy enferma.

En la parte derecha de la espalda tengo tatuado: «Soy Zoë Tucker y soy esquizofrénica. Llama al 804 503 5127». Es el número de la casa de mis padres, por si Marcus está boxeando.

Mamá volvió a abrir la puerta.

—Zoë, al final vamos a desayunar a casa de los abuelos, baja rápido, que papá está ya en el coche.

Me vestí para un desayuno en el campo, mis abuelos vivían en una pequeña casa en la ciudad de Rock Hill, un lugar tradicional del sur donde aún conservaban los nombres de las calles de antes de la Guerra Civil, precedidos de W (white) o B (black), para saber si por aquella calle debían caminar blancos o negros.

Era otro mundo, todo era tranquilo en Rock Hill, como si las montañas, el viento y los árboles hubieran conservado aquel pequeño pueblo protegiéndolo en una burbuja atemporal. El olor a naturaleza de allí era imposible de encontrar en ningún otro lugar del país, era un olor puro. El paisaje no había cambiado durante años, simplemente la gente se mudaba de unas casas a otras.

Mi abuelo estaba sentado en el interior de la casa, estirado en su viejo sillón marrón con su bastón en la mano, rellenando de comida una casita para pájaros de madera, y mi abuela en el exterior preparaba la mesa para el desayuno.

Mis abuelos llevaban años divorciados, pero continuaban realizando juntos todas sus tareas diarias, la rutina había podido con ellos.

Marcus no me había dirigido la palabra desde la noche anterior, tan solo había dicho «estoy aquí, baja» cuando me llamó al móvil. Había permanecido todo el viaje en coche callado, quería demostrarme que estaba enfadado por mi huida en mitad de la noche.

Mi abuela sentó a Marcus entre mi abuelo y mi padre, ambos disfrutaban de los detalles de su último combate. La mesa estaba llena de la típica comida del sur: sopa roja, patatas con mostaza, verduras salteadas con arroz, pollo rebozado, huevos revueltos, beicon, tortitas… Todo preparado en la pequeña cocina de mi abuela, donde casi no te podías mover, pero el antiguo fuego les daba a los platos un sabor único.

Mi madre me pidió que fuera a buscar el té helado. Abrí la puerta principal de la casa, donde bajo el número 723 leí de nuevo la chapa de plata de la entrada: «Señor, bendice este hogar de gente humilde y trabajadora. Y sobre todo cuida de nuestros sueños». Mi abuelo, Pope Harry, había sido el único cartero de color en Rock Hill y el primero en el estado de Luisiana, trabajaba con blancos incluso desde el tiempo en que estos no podían cruzarse con nosotros en la calle. Aquella placa de plata la había pagado con tres de sus sueldos, aún estaba orgulloso cuando lo contaba.

En el interior de la casa, las viejas paredes rebosaban de cuadros con la palabra de Dios y fotografías de toda la familia. Mi familia era ya tan numerosa que mi abuela había tenido que buscar los rincones más recónditos para colgar las fotos de las graduaciones de los últimos miembros.

Abrí la nevera para sacar la jarra de té helado. Al cerrarla, la foto de Obama que colgaba de la puerta de la nevera se torció y mi abuela rápidamente entró a alinearla con un gesto de reprobación hacia mi poco cuidado. Mi abuela era una mujer tradicional en parte, pero otra parte de ella estaba totalmente avanzada a su tiempo.

Al salir de la casa, me senté en una de las viejas butacas floreadas del porche, esperando con aquella impaciencia de la infancia a que mi madre acabase de flambear las bananas Foster para devorarlas calientes.

Me gustaría guardar en mi mente aquel último desayuno con mis abuelos, como un cuadro que quisiera recordar para poder pintarlo, pero, cuando miro el lienzo en blanco sobre el caballete, los momentos malos me encuentran solos.

Mi padre y mis hermanos solían apostar por Marcus en sus combates y aquella mañana mi padre no paraba de preguntarle detalles.

—¿Qué tal el entrenamiento, Marcus?

—Señor Brown, si quiere duplicar las limosnas de la iglesia, creo que puede apostar por mí todo el dinero del cepillo del domingo, estoy preparado.

—Apostaré unos dieciocho mil dólares, pero no del cepillo.

—Haré que los gane, puede estar seguro. Ese McDougan va a caer rápido.

Marcus me miró un instante, luego volvió el rostro hacia mi padre y continuaron hablando sobre boxeo.

Yo me moría por decirle tantas cosas, pero no quería discutir allí. Por otra parte, me sentía culpable sin aclararle la razón de mi marcha. Le observé largo rato esperando a que él me buscase con la mirada, pero no lo hizo.

Deseaba que hubiera una conexión repentina entre Marcus y yo, que sus ojos se detuvieran unos segundos esperando ver los míos. Mi padre bendecía la mesa, todos agachaban la cabeza con los ojos cerrados y yo solo observaba a Marcus, pero él estaba castigándome y no solo no me miraba, sino que actuaba como si no ocurriera nada. Hubiera preferido que me gritase o montase una escena, pero al comenzar a desayunar continuó hablando con mi familia y sonriendo sin mirarme.

Bajé la vista, harta de esperar. Deseaba llorar y pedir perdón. Después de siete años de matrimonio conocía demasiado a Marcus como para no saber que estaba profundamente dolido.

Cada noche suelo rezar para que, si en algún momento voy a hacer daño a mi marido, algo detenga mi mano. Creo que es exactamente eso lo que me separa de Marcus, mis secretos. Soy incapaz de contarle que tengo miedo de matarle mientras duerme, es un miedo que no puedo compartir.

Marcus desde el principio había sabido caerle bien a mi padre, que era demasiado recto y estricto, y a mi madre la tenía ganada desde antes de salir conmigo. A mis hermanos les caía bien, eran amigos de la infancia, y a mis hermanas les atraía. A Marcus se le daban bien las mujeres porque era ese tipo de chico de la eterna sonrisa que te abre la puerta para subir al coche, te coge de la mano para cruzar la calle y no te besa hasta la tercera cita. Cantaba siempre que oía música, y cuando te miraba a los ojos lo hacía de tal manera que te obligaba a bajar la vista y sonreír tímida, como una tonta. Era extrovertido y un tanto caradura, el típico chico que no nos conviene, pero nos enamora sin desearlo. Era amable con la gente mayor, respetuoso, tierno con su familia y sabía cómo jugar con los niños.

Mi padre había dicho en más de una cena que Marcus era un ejemplo para todos, una mezcla de sencillez, corrección y bondad. Y Marcus decía incansablemente que estaba orgulloso de pertenecer a mi familia. Sin embargo, la familia de Marcus no me adoraba a mí en la misma medida.

El desayuno llegaba a su fin. Marcus siempre devoraba la comida antes de un combate. Cuando todos habíamos acabado de desayunar, él cogió las ultimas tostadas y dos tortitas y las engulló en segundos.

—Marcus, ¿cuándo os vais Zoë y tú a Nueva York?

—Un par de días antes del combate, quiero estar tranquilo entrenando allí.

—Marcus, será mejor que no te acerques a la gente de McDougan, si no, sabrán que aún te duele el lado derecho.

—No, señor. No pienso acercarme a McDougan hasta que no sea necesario.

Mi padre era protector con Marcus, le veía como un niño que no ha crecido y necesita consejos constantemente. A Marcus no le importaba, se sentía querido recibiendo tanta atención y llamaba siempre a mi padre «señor». Entonces mi padre perdía su rectitud y golpeaba a Marcus en el hombro izquierdo, Marcus sonreía y hacía el gesto de esquivarle, luego decía que con él tenía las de perder, puesto que nunca pelearía contra la Iglesia, y mi padre se reía y le decía que aquel sí sería un combate perdido de antemano.

Mi padre solía recobrar su seriedad y le decía a Marcus que esperaba verle el domingo en la iglesia. Lo decía de forma mecánica, sin pensarlo, porque Marcus iba religiosamente cada domingo que no estaba fuera de la ciudad. Y cuando estaba fuera, buscaba la iglesia baptista más cercana. El sonido de Marcus golpeando el saco de boxeo se escuchaba en nuestra casa todos los días excepto los domingos por la mañana.

Marcus adoraba el boxeo, había estado lesionado, pero no había dejado de entrenar ni un solo día. Él sabía que defendería su título de un modo más tranquilo del que su oponente intentaría ganarlo.

Ya era casi mediodía cuando mis abuelos nos despidieron desde la vieja verja blanca del jardín que separaba su propiedad de las miles de hectáreas de los verdes campos de Luisiana. Ya en el coche, mi padre contaba una historia sobre un hombre italiano que acudió a la iglesia el día anterior para pedirle que oficiase un cumpleaños en casa de uno de los feligreses, y mi madre se retocaba el maquillaje en el espejo del coche. Yo buscaba aún la mirada de Marcus mientras él miraba en sentido opuesto por la ventana.

Ya no aguantaba más, le acaricié la mano.

Quise decirle que lo sentía, pero no quería hacerlo antes de que él me dirigiera la palabra o me mirase, me sentía como si tuviera que arrodillarme ante él bajo el atento escrutinio de mis padres.

No hubo respuesta a mi caricia, Marcus no hizo ningún gesto. Esperé un poco y unos segundos después me acerqué y le susurré al oído.

—Marcus, lo siento. No quise salir así de casa.

Él contestó con tono neutro, aún con el rostro vuelto hacia la ventanilla del coche y sin cruzar su mirada con la mía.

—Da igual.

El paisaje de Luisiana en esa época del año era cálido, con aguas verdes tranquilas y una suave brisa que movía las hojas verdes que no paraban de caer, el sol calentaba poco aquel día. Todo tenía un color tierra anaranjado contrastado con espesos árboles de un verde intenso que quise buscar una vez, pero solo logré una aproximación tras tres paletas de mezclas inservibles. Ya no era capaz ni de evocar mi tierra en un cuadro, últimamente todo lo que pintaba parecía artificial.

Por qué no era capaz de ser feliz, muchas chicas lo eran en la misma ciudad, con sus padres y sus maridos. Yo no había conseguido nunca alcanzar aquella felicidad, siempre necesitaba algo más. Envidiaba a la gente de pocas aspiraciones que se conformaba con lo que tenía, muchas veces deseé ser como ellos.

Y con aquel sentimiento de culpabilidad, callada en el asiento trasero del coche de mis padres, con la cabeza baja y aún buscando algo de comprensión en Marcus, esperando que aquellos ojos claros me mirasen y encontrasen algo que parecíamos haber perdido hacía ya tiempo, se me olvidó completamente que no me había tomado la medicación.

A tientas

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