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Capítulo 11

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ADHARA. EL PSICÓLOGO

Viernes, 19 de junio de 2015

Consulta del doctor Bloomberg

La mejor arma contra alguien que necesita información es el silencio. Me había mantenido callada en los test, en las preguntas comprometidas y en los largos días de interrogatorio.

Si no aportaba información, no sabrían cómo pensaba, y sin eso no intuirían mi próximo movimiento.

Estaba cansada y necesitaba dormir. Sentada en un banco de madera, manchada aún con la sangre de las víctimas de Central Park y esposada, miraba a una chica latina, de larga melena morena y rizada. Llevaba un top de lentejuelas negras, falda negra de tul y cinturón rojo de charol. Estaba descalza. El policía que la custodiaba sostenía en sus manos un par de zapatos rojos. En otro banco cercano, un tipo sudamericano grande y fuerte gesticulaba al teléfono como si de un capo de mafia se tratase. Era el jefe de una banda. En sus brazos tatuados llevaba los símbolos de su gente. Él colgó el teléfono enfadado. La chica se levantó y, mientras él gritaba a la policía que le soltaran, ella le besaba la espalda.

Se me cerraban los ojos. Había pasado los últimos cuatro días de celda en celda, durmiendo en incómodos bancos de madera, rodeada de criminales que gritaban o lloraban. No recordaba la última vez que comí, y la debilidad física comenzaba a afectarme. Uno de los policías me acercó un vaso de agua. Cuando me disponía a beber, me lo tiró a la cara riéndose. Pero me sirvió para lamer el agua que había derramado en mi cara. Unos minutos más tarde me volvió a ofrecer otro vaso, yo le miré desconfiada, él no dejaba de reír.

Desalojaron los pasillos, era mi turno. Enfadada y humillada, me negué a caminar cuando el policía que me había echado el agua a la cara tiraba de mis esposas como si yo fuera un animal.

Me liberaron de los grilletes tras una larga discusión entre el psicólogo y los agentes que me custodiaban. Los guardias aceptaron alejarse un poco, pero permanecieron en el interior de la consulta.

El psicólogo parecía algo nervioso. Atenta a todos sus gestos, creí ver algo supersticioso en él.

Ya sentada en el diván, me sentía como un animal salvaje enjaulado. Miraba desconfiada al psicólogo y vigilaba con cautela mis pasos.

Comenzaron las preguntas. Las primeras ni las escuché, no respondí a las siguientes ni pensaba hacerlo hasta que me preguntó cuál era mi enfermedad. Yo no creía que estuviese enferma, nunca me habían enseñado que se podía estar enfermo a nivel mental, para mí la enfermedad simplemente era física, como la que postró a mi madre en cama durante cuatro años.

Asombrada tras aquella pregunta, respondí que no estaba enferma. Él pareció percibir algo interesante en aquella respuesta. Me preguntó si sabía por qué estaba allí, respondí que porque había matado a doce personas en Central Park. El psicólogo descruzó los brazos y su lenguaje corporal cambió completamente. No me parecía peligroso responder algo que ya sabían; sin embargo, me asustó un poco tanto interés por su parte.

Entonces siguieron las preguntas psicotécnicas, ejemplos del bien y del mal y una sarta de gestos de asombro e interés que me hacían sentir incómoda, pensando que tal vez había respondido algo erróneo.

Cuando pronuncié la frase «cuando tenía seis años maté a un niño del poblado», el psicólogo se puso en pie, se quitó las gafas y me miró analizándome mientras sonreía como un cazador que tiene ante él un espécimen que andaba buscando largo tiempo.

Me sentía encerrada, necesitaba escapar. Aquel tipo me cortaría la cabeza para colgarla en su pared o adornar su vitrina de trofeos. Miré a mi alrededor, los dos guardias custodiaban la puerta a mis espaldas.

—Adhara, necesito saber si sabes escribir. ¿Te enseñó tu madre a escribir? ¿O quizá tu padre? ¿Fuiste a la escuela?

Respiré despacio, las preguntas sobre mi infancia me ponían nerviosa. Sabía que no había tenido una infancia normal y me incomodaba hablar sobre ello.

—¿Sabes sumar o restar? ¿Te ha enseñado alguien? En el informe constas como analfabeta.

Odiaba aquella palabra, me la habían llamado muchas veces, pero la vez que más profundo me hirió fue cuando las vecinas del pueblo se refirieron a mi madre como analfabeta.

Sin que pudiera evitarlo, mi respiración se aceleró y salté sobre el escritorio del psicólogo tan rápido que ni los guardias tuvieron tiempo de reaccionar.

Segundos más tarde, cuando se disponían a desenfundar las armas, el psicólogo los detuvo intentando protegerme. Aquella reacción también era nueva para mí.

—Tranquilos, tranquilos, no me va a hacer nada, solo quiere asustarme porque se ha sentido dolida.

Pero ya era tarde, le había golpeado la nariz con mi codo y el psicólogo sangraba sobre los documentos de su mesa. Le agarré del cabello, puse su cabeza contra el escritorio y la presioné con mi rodilla.

Los policías corrieron a intentar esposarme, herí al primero con una fuerte patada en el cuello. El segundo intentó inmovilizarme sin conseguirlo. Sentí un fuerte golpe en la cabeza y todo se volvió oscuro.

A tientas

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