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Capítulo 12

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ZOË. NUEVAS REALIDADES

Sábado, 4 de julio de 2015

Mansión Brown

La mansión de mis padres era una gran casa blanca sureña de dos plantas. Hasta ella se abría paso un camino de piedra antigua que pasaba por un pequeño bosque de robustos árboles que entrecruzaban sus ramas y dejaban ver al fondo en perspectiva y bajo sus arcos la blanca mansión con sus columnas dóricas clásicas. Cerca de la casa un pequeño jardín de hortensias y lilas daba la bienvenida a los invitados tras un parterre circular de rosas blancas y lirios.

En la parte de atrás un césped exhaustivamente cuidado atesoraba nuestros columpios, que ya nadie utilizaba. Habían sido testigos de nuestras primeras risas y también de las primeras caídas y parecían ahora envejecer solitarios dotando de un aire melancólico a toda la mansión.

A su lado se abría sinuoso un pequeño camino de tierra que, entre árboles, conducía a una parte privada del lago exclusivamente nuestra.

Mi familia y la mansión eran partes de una misma metáfora, ambas habían visto tiempos mejores. En casa de mis padres el destello de los flashes de prensa era continuo desde hacía cuatro días.

Aquella mañana, mientras yo me cepillaba los dientes en el baño, escuchaba a mi padre volver a rogarles a los periodistas que se marcharan porque no sabíamos nada de Marcus. Les decía que les tendríamos informados en cuanto supiéramos algo y que hacíamos todo lo posible para ayudar en la investigación Era cierto que yo había confesado cuatro días atrás, pero el abogado de mi padre alegó que me torturaron y en ese momento hubiera confesado cualquier cosa para no morir. La policía pactó con él mi arresto domiciliario (como alternativa a prisión preventiva) bajo la tutela de mis padres, y mi confesión no se filtró a la prensa por el bien de ambas partes.

Bajé a desayunar, nuestro nuevo hábito era desayunar en la cocina con las cortinas cerradas intentado ignorar los ruidos y las preguntas de periodistas y curiosos. Nuestra casa salía en los informativos cada día a las seis de la mañana desde que la prensa conoció la noticia de mi arresto.

Obviamente, seguían sin noticias del cadáver de Marcus. La justicia y parte de los investigadores dudaban de la veracidad de mi declaración. Debido a mi enfermedad y las circunstancias de la confesión, albergaban diferentes teorías.

Algunos pensaban que estaba trastornada y que había mentido al declarar que asesiné a mi marido, otros opinaban que era cierto que había acabado con su vida, pero que mentía al decir que no sabía dónde se encontraba su cuerpo. Y otros, los más astutos, se inclinaban por la teoría de la complicidad. Era imposible que yo hubiera asesinado y movido el cadáver de Marcus; por tanto, su conclusión era que mis cómplices me habían ayudado a realizar las tareas de desaparición del cadáver.

Mi padre se acercó a mí con semblante serio, la mano que sostenía su taza de café temblaba nerviosa, me miró a los ojos y me habló contrariado.

—Zoë, creo que tendrás que volver a salir y hacer un comunicado.

Mi madre se apresuró a rellenarle la taza con café recién hecho y le acarició el brazo.

—Déjala, Carl, está muy nerviosa. Zoë, no te preocupes, encontraremos a Marcus pronto.

Cuando llegó a oídos de mi madre la noticia de mi confesión, simplemente no la creyó. Se negó a escuchar opiniones de terceros y albergaba aún en su corazón la esperanza de que Marcus apareciera vivo. El resto de mi familia calló con prudencia.

El sonido de los helicópteros sobrevolando en círculos nuestra casa finalizó la frase de mi madre y acabó con la poca comunicación de la que podíamos hacer alarde aquella mañana.

—No se moverán de ahí hasta que no sepan nada concreto, mamá. Y creen que yo soy culpable de la muerte de Marcus.

—Llevan cuatro días acampando aquí, Zoë. Si seguimos sin saber nada de Marcus, supongo que se irán. No creo que nadie pueda creerte culpable, Zoë. Tu esposo ha desaparecido, por el amor de Dios, cómo pueden tener en cuenta esas declaraciones de una esposa que sufre.

—No podemos perder los nervios, Maureen, debemos mantener la calma. Zoë, quítate ese pijama y vístete para hablar con ellos. Diles que estamos destrozados, de luto, y necesitamos descansar ―ordenó mi padre bebiendo café mientras me miraba de forma imperativa.

—No, papá. He salido cada día y cada vez me ponen más nerviosa.

—Maureen, sal tú.

—¿Y qué les digo?

—Pues la verdad, que no sabemos nada, y de forma educada diles que nos dejen tranquilos.

—Lo intentaré, tú tranquila, Zoë, cariño. Todo saldrá bien.

—Sí, mamá.

—Por cierto, Zoë, han llamado los de Smith & Nephew, el secretario de aquella chica tan insistente. Era por el tema del anuncio publicitario en el que aparece uno de tus cuadros. Les he dicho que hablen con nuestros abogados y concreten el precio.

—Gracias, mamá, no tengo la cabeza ahora como para ocuparme de eso.

Mi padre había convocado aquella reunión familiar por la mañana para tratar temas de urgencia. Esta vez estábamos todos, nadie había osado ausentarse temiendo y recordando el tono imperativo de la profunda voz de mi padre. Mis hermanos no habían asistido hoy a sus primeras reuniones de la mañana en Vancouver, Nueva York o Tokio, y mi hermana Kenya había aplazado a última hora su visita al ginecólogo.

Kenya se acariciaba la tripa con gesto tranquilizador, estaba embarazada de siete meses y la tensión que se vivía en casa le había mareado unos minutos atrás. Ella consideraba impropio que gente de nuestro estatus social apareciera en las noticias.

Mi madre se retocó el maquillaje ante el espejo de la entrada durante cinco largos minutos. Revisó de arriba abajo su traje de chaqueta Chanel negro y blanco. Se miró del lado izquierdo en el espejo, luego del derecho. Le pasó un cepillo a los hombros de la chaqueta, se atusó el pelo y salió a hablar con la prensa.

Nosotros, en el interior, continuamos callados dando vueltas sin ganas a aquella avena acuosa que era nuestro desayuno, parecía comida de cárcel, irónico para ser día Cuatro de Julio. Por supuesto, mis hermanos tuvieron que «regalarnos» sus opiniones sobre el tema.

—En mi opinión, es una cuestión económica. Creo que alguien ha secuestrado a Marcus, quizá alguien que había apostado contra él en el gran combate, y estoy seguro de que pronto te llamarán para pedirte dinero, Zoë. O tal vez se lo pidan a papá.

—No digas tonterías, Russell.

—Te lo dije, Zoë, desaprobé tu matrimonio con Marcus desde el principio, siempre supe que vuestros mundos eran distintos. Y mira dónde te ha llevado, a salir en la televisión y estar en boca de todos, cuestionada y acusada.

—Cállate, Joseph. Hijos, os he convocado hoy aquí porque creo que debemos hablar sobre cómo debéis actuar y comportaros con excelencia ante los medios de comunicación. Es muy importante que…

Mi hermano Joseph interrumpió a mi padre ante la atónita mirada de este.

—Es difícil, papá, nos los encontramos a todas horas. Han invadido mi jardín.

—Sí, lo sé, Joseph, pero…

Y también lo hizo Russell. Era la primera vez y mi padre estaba cada vez más sorprendido.

—Mi caso es peor, Joseph, han acampado en el jardín de mis vecinos. Llamé a la policía, pero no pudieron hacer nada, la prensa paga un alquiler a mis vecinos para estar allí. Y han interrogado hasta a una de mis cocineras.

—Sí, lo sé, Russell. Tienen periodistas en las casas de todos: nuestra familia, la de Marcus, el gimnasio donde Marcus entrenaba y todo aquel lugar que estuviera ínfimamente relacionado con él o con nosotros. Pero, a pesar de todo eso, debemos permanecer...

El infernal estruendo de un helicóptero intentando aterrizar en la parte trasera, cerca del lago, nos asustó a todos e interrumpió el final de la frase de mi padre, que, ofendido e intentando mantenerse ajeno a aquel agresivo acto, prosiguió con su largo discurso sin mantener nuestra atención. Los periodistas situados en la parte delantera de la mansión alzaron el tono para continuar con las preguntas a mi madre. Nosotros permanecíamos en la cocina, alterados y molestos, desde donde podíamos escuchar sus comentarios.

—Señora Brown, ¿es cierto que Zoë y Marcus estaban enfadados y a punto de separarse?

—¿Es verdad que ella vivía con ustedes y pensaba abandonarle?

—¿Había pedido el divorcio Marcus?

—Señores, calma, por favor. No es cierto que Marcus y Zoë fueran a separarse, se quieren mucho. Es cierto que, como en toda pareja, se tienen problemas y se recurre con frecuencia a la casa materna para darse un tiempo. Zoë solo pasó aquí una noche. Fueran cuales fueran sus problemas, se arreglaron por la mañana, y Zoë y Marcus se fueron de aquí juntos y felices.

La cámara adoraba a mi madre, había sido bailarina y aún tenía ese aire de elegancia que las define: gestos lentos, limpios y bien ejecutados. A pesar de que conservaba la belleza de sus facciones, se había estirado la piel varias veces y era adicta al bótox. Siempre recuerdo a mi madre como una señora elegante, cariñosa y protectora. No recordaba haberla visto nunca fuera de lugar o sin maquillaje. A simple vista, parecía haber hecho un pacto con el diablo para conservarse estupenda sin moverse de los cuarenta y cinco años, pero tras aquella imagen había horas y horas de gimnasio, masajes, cremas, tratamientos, mesoterapia y operaciones.

Marcus era su yerno preferido, en la cena de las Navidades pasadas, confesó que le hubiera gustado casarse con alguien que la hiciese reír tanto como él. Mi padre se sintió dolido durante meses tras aquella frase, creo que no durmieron en la misma habitación un tiempo. Hacía días que mi madre rezaba a todas horas por Marcus, se sobresaltaba nerviosa cada vez que sonaba el teléfono y dejó de preparar la repostería que a él le gustaba para desayunar, obligándonos a tomar avena o cereales.

Mis hermanos se levantaron de la mesa una vez finalizado el monólogo de mi padre, al que no permitió objeciones. Se despidieron de nosotros, a excepción de Kenya, que volvió a sentarse porque aún se sentía mareada y se miraba preocupada unas manchas rojas en el hombro. Ángela, nuestra segunda cocinera y nuestra tata, le trajo un poco de leche caliente con canela. Su difunta madre solía decir que aquello curaba todos los males, la leche caliente templaba los nervios y la canela animaba el alma.

Ángela llevaba con nosotros desde el primer embarazo de mi madre. Nos había cuidado a todos cuando éramos bebés, mientras nuestra madre estaba más preocupada por perder los kilos del embarazo que por nosotros.

En México se suele llamar tata cariñosamente a la persona que cuida de los niños, y aquella había sido una de las primeras palabras que pronuncié de pequeña.

La madre de Ángela murió joven y su padre era un machista borracho al que su hermano y ella perdieron la pista cuando eran adolescentes. El hermano de Ángela vino a Estados Unidos cuando ella se casó. Era un policía corrupto de Texas que acabó convirtiéndose en delincuente y tuvo que refugiarse tras la frontera de México. Ángela se quedó viuda a los treinta y cuatro años y, tras varios años cuidando de su hermano, se cansó de vivir ocultándole y decidió probar suerte en Estados Unidos. Apareció en nuestra casa recomendada por mi abuela paterna. Enseguida destacó entre los criados por su exceso de dedicación en el trabajo. Decía que supo que se quedaría con nosotros toda la vida cuando tuvo que alzar la vista y alejarse un poco para poder visualizar completamente nuestra mansión desde el jardín.

De repente, mi padre cerró la puerta con un golpe seco, devolviéndonos a todos a la cruda realidad. Ordenó a mi madre acompañar a mi hermana Kenya a su habitación de soltera, me agarró del brazo y me llevó a su despacho para hablar.

Pocas cosas me aterraban tanto como el despacho de mi padre, aquel era el último lugar donde quería estar. Siempre me habían asustado las reliquias de iglesia, la oscuridad profunda y aquel olor a sagrado que hacían del despacho de mi padre un lugar siniestro y lúgubre.

Pero aquel día lo peor del despacho de mi padre era estar a solas con el único familiar que conocía todos los detalles de la muerte de Marcus.

Mi padre me miró con desdén cuando entré y me hizo rezar quince minutos arrodillada. Él me miraba moviendo la cabeza de un lado a otro con desaprobación. Luego me ofreció la misma silla pesada de madera donde solía interrogarnos en nuestra infancia.

Era una silla antigua, donde al sentarse uno sentía que otros habían sido torturados allí. Su diseño era incómodo hasta darte ganas de salir corriendo, era una silla alta, cuadrada y de madera dura. Como mi padre.

—Zoë, no seas estúpida, nadie lo sabe. Actúa con normalidad, deja inmediatamente esa actitud de culpabilidad y compórtate como una mujer que desconoce el paradero de su marido.

—Ya no me preocupa que lo sepan, padre. Me preocupa más lo que he hecho.

—Zoë, estás enferma y no eres consciente de tus actos. No digo responsable, digo consciente.

—Padre, creo que debería…

—De eso nada. Ya es tarde. Hemos implicado a mucha gente en esto, Zoë. Sé que echas de menos a Marcus, pero piensa que fue un accidente. Nadie quiere que los accidentes ocurran, sin embargo, suceden, y no por eso martirizamos a nadie.

—Pero, padre, es que no fue un accidente.

—Lo sé, Zoë, pero piensa que lo fue. Es la única forma en la que podremos perdonarnos.

Se abrió la puerta de golpe, los engranajes de hierro resonaron pesados y viejos para sobresaltarnos como dos criminales tramando un plan. Mamá se detuvo unos segundos antes de entrar bajo la mirada desaprobadora de mi padre. Ella nos miró con frialdad a ambos, luego gritó nerviosa.

—¡Zoë, traen al bebé!

—¿Qué? ¿Qué bebé?

—Los de la agencia de adopción han venido a traeros a Marcus y a ti vuestro bebé.

—¿Ahora? Pero si Marcus… Qué mal momento.

—No, Zoë, no hay mejor momento, cariño. Te tranquilizarás cuidando a vuestro bebé. Tiene tres meses y es precioso.

Mi padre añadió la frase decisiva, como solía hacer. Una frase demagógica sin respuesta contraria posible.

—Un bebé siempre es una bendición, Zoë.

—Claro, padre.

Así pensaba mi padre que se arreglaría todo, dándome algo que me mantuviera ocupada. Pensó que la imagen tierna de una madre conmovería a la opinión pública y quizá parecería menos sospechosa de asesinato.

Resonaban en el exterior una serie de insultos mexicanos a grandes voces. Ángela gritaba en el jardín a los técnicos de las televisiones, que, al instalar una torre de luz, habían ocasionado destrozos al cenador europeo que estaba al lado de nuestra parte del lago.

—Señora, no se preocupe, luego lo arreglaremos.

—¡Luego lo arreglaremos, luego lo arreglaremos! Aquí vive una familia destrozada. Tengan cuidado con la propiedad privada, gandules.

—Ya sale. Coge un primer plano. ¿Es Zoë?

—No, es su madre. Está intentando llegar hasta los de la empresa de adopciones.

—Coge un primer plano del bebé. ¡Eso va a ser primicia!

Los empleados de la agencia de adopción miraban a las cámaras como si hubieran ensayado varias veces aquel momento. Parecía que habían visto las noticias y, aprovechando la ocasión, se habían unido a la gran masa que habitaba aquellos días en los alrededores de la casa de mis padres.

El bebé lloraba vestido con un trajecito amarillo en el que la rana Gustavo sacaba la lengua.

—Aston, prepárate. Vienen hacia aquí. ¡Que se vea bien el bebé!

—Oye, Marie. ¿No tendríamos que haber escogido otro bebé un poco más grande?

—No, idiota, miré el formulario que rellenaron y solicitaron un bebé de color, como mucho de tres meses. Era el bebé más pequeño que teníamos cuando nos enteramos de que la prensa no se movía de la casa de los Brown. Es publicidad gratuita, no te quejes. ¡Y pon buena cara, que se acercan!

—¿Y es niño o niña?

—¡Yo qué sé! Deja de hacer preguntas estúpidas, que salimos en las noticias y la gente sabe leer los labios.

—¿Y si nos preguntan?

—Mira disimuladamente si es niño o niña y, si nos pregunta alguien, contestas tú.

—Ya está aquí. ¡Es Zoë Tucker, es Zoë!

—¡Calla, idiota!

Los representantes de la agencia de adopciones Yes Baby You Can miraron a una cámara cercana y, mientras me acercaban el bebé, hicieron publicidad descarada de su empresa como en un anuncio mal disimulado. Alardeaban de la rapidez con las que se nos concedió el bebé y de la eficiencia con la que cumplieron todas nuestras peticiones, incluso repitieron varias veces sus números de teléfono y de fax.

Recordaba el momento exacto en el que Marcus había señalado la casilla deseando que fuera un niño. Decía que quería enseñarle a jugar a béisbol, llevarle a pescar y hablar de cosas de hombres. Solía repetir la frase: «Nuestros hijos no pasarán ninguna de las dificultades que he pasado yo. No tendrán que dejarse partir la cara por dinero».

Solía bromear diciendo que no quería que fuese una niña porque pensaba que iba a seguirme por toda la casa, prestándome toda su atención sin que ninguna de las dos le hiciese caso a él.

A mí me gustaba la idea de una niña en estos tiempos en que las niñas de cuatro años duermen con pijamas de lentejuelas rosas. Quería llenar su habitación de corazones y su armario de perchas acolchadas, combinar vestidos y lazos y también, por qué no, que me quisiera un poco más a mí que a Marcus. Y aunque sabía que la niña adoraría a su padre también sabía que, a pesar de mi enfermedad, yo la fascinaría con la ropa y la moda.

Debido a mi enfermedad, no era recomendable que me quedase embarazada, aunque muchos médicos aseguran que las enfermedades atraviesan un periodo de estancamiento durante el embarazo para proteger al bebé. Pero, aun así, cabía la posibilidad de que mi enfermedad empeorase de súbito o que nuestro pequeño bebé la heredase a través de la genética. Tampoco eran partidarios de que personas con esquizofrenia adoptasen, pero el abogado de la familia les convenció probándoles que mi enfermedad estaba controlada. «Con medicación y terapia, Zoë es una persona normal», había dicho. Y aquello sonaba tan lejos de la realidad. De pronto recordé la imagen de Marcus susurrándome al oído cada noche antes de ir a dormir que deseaba tener una niña que se pareciese a mí. Yo me sentía culpable por no poder darle un hijo.

Los personajes caricaturescos y desalmados de la agencia de adopciones dijeron unas cuantas palabras más, ambos animando a la gente a que acudiese a sus oficinas a adoptar bebés. Creo que hablaron de algún descuento si alguien se llevaba a unos hermanos de siete y cinco años que nadie quería adoptar.

Acto seguido, una cámara me enfocó, me acercaron el micrófono e insistieron en que dijera unas palabras.

Improvisé unas frases entrecortadas y nerviosas. Y ante todo el país sostuve por primera vez en mis brazos a mi bebé, Jamal.

A tientas

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