Читать книгу A tientas - Mariah Meneses Washington - Страница 12
Capítulo 9
ОглавлениеZOË EN NUEVA YORK. LA FRAGILIDAD DEL ALMA
Martes, 16 de junio de 2015
Bajé de la limusina, me puse los guantes blancos y las gafas de sol mientras los mozos subían mi equipaje a la habitación. Los fotógrafos de prensa obstaculizaban la entrada al hotel y la gente se agolpaba para adivinar quién había bajado de aquella gran limusina.
Nadie imaginaba que yo, Zoë Tucker, la hija de un reverendo baptista de Luisiana, acababa de matar y hecho desaparecer el cadáver de mi marido, antes de subir a tres aviones distintos para que mi coartada fuese creíble.
Saludé a todo el mundo, quería tener testigos de la hora a la que llegaba a Nueva York. Cuando me preguntaron dónde estaba el campeón les dije que contaba las horas para verlo y crucé a paso tranquilo el hall del hotel más lujoso de la ciudad.
—Buenos días. Tengo una reserva a nombre de Marcus Tucker y señora.
—Marcus J. Tucker. ¡El boxeador! ¿Usted es su esposa?
El ataque esquizofrénico era inminente, mi cabeza comenzaba a sonar con eco y la imagen de la chica de recepción se tornaba sospechosa, como si supiera algo y me acusara.
—Sí, soy Zoë M. Tucker.
—¡Ah, sí! Es usted pintora, he visto sus cuadros expuestos en la sala Miscelánea.
—¿Ah, sí? ¿Qué le parecieron?
—Impre… Impresionantes. —Me miró fijamente. No le había gustado mi arte.
—Me lo tomaré como un cumplido. Muchas gracias. Necesito descansar. ¿Qué habitación es?
—La suite Sommersby. ¿Ha tenido buen viaje desde Luisiana, señora Tucker?
—Sí, pero no vengo desde Luisiana, desde allí viene mi marido, yo vengo desde mi taller en Boston. ¿Puedo subir ya?
—El director me pidió que le avisara cuando llegaran ustedes, quería saludar personalmente al campeón. ¿Su marido llegará mucho más tarde?
—Llegará hoy. Si no ha llegado aún, no creo que tarde.
—¿No han viajado juntos?
—No. Ya le he dicho antes que yo vengo de Boston.
—Disculpe. Enseguida aviso al señor McIntyre.
—Gracias. Y avíseme cuando llegue Marcus.
Cuanto más ansiosa aparentara por verle, más recordarían lo impaciente que estaba su desconsolada esposa cuando Marcus no apareciese.
—Por supuesto, señora Tucker. En la habitación encontrará todo lo que necesita. Y un regalo cortesía del hotel. Bienvenida al hotel Excellence. Esperamos que todo sea de su agrado. Tenga su tarjeta de acceso. Si es tan amable de sentarse, el señor McIntyre vendrá enseguida.
—Le esperaré tomando un té. Gracias.
Las recepcionistas, como todos, susurraban algo sobre mi enfermedad mientras yo me alejaba.
—Es una artista importante, sus obras son...
—¿La del piercing blanco en la nariz? Pensé que era una modelo.
—No, su marido es Marcus J. Tucker, el boxeador.
—¿El negro de casi dos metros?
—Sí, el del anuncio de Coca-Cola. Ella era una artista. Ahora creo que está enferma.
Pinta unos cuadros negros y rojos, de muerte y miembros amputados.
—Pero si parece muy dulce. ¿Y él?
—Él boxea. Pero ella no quiere ser su sombra.
—¿Y sigue pintando?
—Sí, pero nadie quiere exponerlos. El alcalde se negó a inaugurar su sala de exposición propia.
—¿Y qué tiene?
—No sé. Dicen que su marido la adora y, para que su enfermedad mejore, van a adoptar un bebé. Ellos querían tener uno, pero los doctores no se lo recomiendan por la enfermedad de ella. Por eso en Nueva York todos están apostando contra el campeón. El señor McIntyre también, dice que es algo seguro, que estuvo lesionado y quiere ser padre, así que va a luchar con mucha calma. Ella es guapísima. Estéticamente perfecta, pero mentalmente enferma. Tiene que haber equilibrio en el mundo. Creo que oye voces y piensa que suceden cosas terribles que los humanos normales no vemos. ¡Ah, señor McIntyre! La señora Tucker le espera en el salón JFK tomando un té.
El señor McIntyre era un tipo de esos que han llegado a la cima a base de negocios no demasiado legales, de los que lo tapan todo con una sonrisa y una forma de complacer a los clientes propia de un vendedor de coches tipo Bob el Honesto.
—Señora Tucker.
—Señor McIntyre. Llámeme Zoë.
—Zoë, ¿cómo está usted?
—Un poco cansada. El viaje y... últimamente tengo problemas para dormir. Dios, estoy horrible, si viera mi madre cómo llevo el Armani. Necesito subir a mi habitación y darme un baño.
—¡Está temblando, Zoë! ¿Quiere una tila?
—No, gracias. Solo descansar un poco.
—¿Qué tal está Marcus?
—¿Qué? ¿Por qué?
—Por el combate. He apostado mucho dinero por él. ¿Me hará el honor de sentarse a mi lado en el combate?
—Lo siento, tengo prometidos los asientos al gobernador de Luisiana y al alcalde McGregor, pero a Marcus le encantará saber que ha apostado por él.
—Todos esperamos que gane, está en racha, Zoë.
—Sí. La vida le sonríe.
—Ya nos gustaría tener su suerte.
Sabía que se refería a mí por la lasciva forma en la que me miraba, pero resultaba irónica su frase sabiendo que Marcus estaba muerto.
—Señor McIntyre, ¿puedo pedirle un favor?
—Por supuesto.
—Mi último cuadro lo pinté para el hall de este hotel y quisiera…
—Por supuesto. Daré la orden de colgarlo en cuanto lo tenga en mis manos.
—Gracias. Pueden subir a por él después del té. Si estoy dormida, no me molesten, por favor.
Aunque no pinté aquel cuadro para el hotel, necesitaba que alguien apostara por mi arte. Pensé que no podría negarse, pero, a pesar de que pasaron a recoger el cuadro, nunca llegaron a colgarlo, McIntyre sabía que no debía hacerlo.
La policía acudió enseguida a mi llamada y con ella la prensa. Después de llamarles, me revolqué en la cama para deshacerla y que diera la sensación de que me había tumbado, pero no había podido dormir. Llamé repetidas veces al móvil de Marcus, que había apagado yo misma. Luego me preparé para mi papel, me despeiné y me desmaquillé. Había elegido la ropa adecuada para ese momento: un vestido de cuadros Burberry de algodón fino gris y una coleta, una buena mujer que espera a su esposo descalza y preocupada. Los detalles son muy importantes cuando uno miente, una mujer maquillada y con zapatos de tacón no daría la sensación de estar demasiado preocupada.
Procuré salir llorando. Cuarenta y ocho horas después, la foto habría sido portada de periódicos y revistas, y habría dado la vuelta al mundo: yo vestida con ropa de estar por casa, sin maquillar y sentada en el hall del hotel Excellence, abrazada al gobernador de Luisiana, y el alcalde de Nueva York pidiendo a las cámaras que se fueran.
Una semana después, el 23 de junio, mi padre ofició una misa por Marcus, nadie sabía nada de él y todos suponían que estaba muerto. Tuvimos que hacerlo porque América lloraba la desaparición de su ídolo. La nota de prensa rezaba así:
Un cuarteto cantaba Nearer, my God, to Thee. Carl, el padre de Zoë M. Tucker, ofició la ceremonia. Zoë, que ha pasado de ser la diosa de ébano a la viuda de América, nos tocó el corazón. Vestida de negro Armani con discreto escote bañera y corbata negra anudada al cuello, un ángel, lloraba a Marcus. En las manos, rosas blancas que dejó sobre el retrato de su difunto esposo, acariciándolo luego. Digna pero amante, jugaba con su anillo de casada. En su último adiós a Marcus le dedicó las siguientes palabras: «Nadie sabe tan bien como yo lo que hemos perdido. Te querré siempre. No lo dudes. Siempre».
El catering con carpas negras en el jardín fue uno de los mejores que recordará el país. Adiós, Marcus. Camina hacia la luz.
Después de la misa tuve que volver a Nueva York para responder de nuevo a las preguntas de policías, psiquiatras y periodistas. Ya no me trataban como la viuda de América, aunque irónicamente ahora yo lo necesitaba. Mi mundo sin Marcus se hundía, el hombre de mi vida estaba muerto.
La prensa y los psiquiatras sospechaban de mí, pero ni podían probar nada ni sabían con certeza cómo una chica delgada y débil de cincuenta kilos había matado al campeón. Otros pensaban que era políticamente aceptable la idea de que alguien del mundo del boxeo hubiera acabado con Marcus. El móvil: intereses, dinero, influencias... Cualquier cosa que hiciera a alguien más poderoso.
Todos pensaban que tenía mil razones para querer a Marcus, pero tenía las mismas razones para matarle.
Me obligaron a ir a una sesión con un tal doctor Bloomberg, creo que fue el 19 de junio, al que no me fue difícil engañar. Mi plan funcionó con él, pero, el 30 de junio, la policía utilizó una psiquiatra que me había tratado con anterioridad, la doctora Jordan Meyer, una mujer de color que inspiraba la ternura de una abuelita por su pelo gris y su vestido floreado que dejaba entrever los pliegues de su voluminoso cuerpo.
—¿Cómo estás, Zoë?
—Bien, estoy mejor.
—Siento lo de Marcus.
—Gracias.
—Cuéntame, ¿cómo te sientes?
—Me siento triste.
—¿Crees que aparecerá el cadáver de Marcus?
—No lo sé, espero que sí.
—¿Puedes dibujarme algo en esta hoja en blanco?
—No.
—¿Por qué?
—Hace ya un año que no pinto.
—¿Por qué, Zoë?
—En realidad, no puedo, para pintar se ha de pasar mucho tiempo sola, dejando a la mente vagar por donde quiera, y no me recomiendan estar sola ahora.
—Entiendo. ¿Te sientes bloqueada?
—El arte se acaba.
—¿Un artista deja de ser artista?
—A mi modo de ver, sí, cuando no puede expresar sentimiento. Un día se es artista y al día siguiente todo desaparece. Así de fácil y así de duro.
—¿No pintaste hace poco un cuadro para el hall del hotel Excellence? ―No respondí, pero quise mentir—. ¿El cuadro es Marcus, una especie de bestia que sale del infierno con los brazos amputados?
—No. —Al final lo hice, mentí.
—¿Estás segura? La policía incautó el cuadro como prueba de la desaparición de Marcus. Míralo bien.
—¿Como prueba de…? ¿Es que creen que yo…?
—Nadie te culpa, solo quieren saber la verdad. ¿No quieres saber tú también la verdad, Zoë?
—Sí, por supuesto.
Otra mentira. Una tras otra se iban encadenando y sería imposible detener mi caída, intentaba tapar el sol con un dedo.
—Estás enferma, puede que tu mente bloquee recuerdos que sean importantes para la investigación, o puede que, sin que fuera a voluntad, tú…, tú hubieras podido… ―Me miró fijamente, estaba analizando mis gestos, sabía cómo acababa esa frase, tú, Zoë, hubieras podido, debido a tu enfermedad, asesinar a tu marido―. ¿Desde cuándo tomas litio, Zoë?
—Desde hace un año.
—¿Siempre tomas tu medicación?
—Siempre.
—¿No la has descuidado nunca?
—Necesito tenerlo todo controlado por mi bien, como un diabético. No puedo dejar nada al azar.
—Claro, debe ser muy duro. Marcus te ayudaba en tu enfermedad. ¿Lo entendía o quizá tenía miedo?
Comenzaron a temblarme las manos, no quería hablar de Marcus y aquello que insinuaba la doctora Meyer no me gustaba en absoluto.
—Relájate, Zoë, tranquila. Cuéntame cómo, de pronto, un día no puedes pintar.
—Mis colores eran extraños. Ya no eran parte de mí.
Intenté respirar, evitar transmitir nada de lo que sentía realmente. Estaba asustada.
—¿Volverás a pintar?
—Renovarse o morir.
—¿Pero ya has empezado?
—Intento que mis manos vuelvan a ser las de antes.
—¿Cómo se consigue eso?
—Dejando que se vuelvan a soltar. Vuelvo a partir de cero, de la mano de un artista novel, con el conocimiento de un veterano.
—¿Y los colores?
—Los colores y la técnica consisten en descubrir, probar y repetir. Miles de veces. Hasta que un día vuelven a significar algo. A veces, me parece adivinar en la vida lo que va a ocurrir por el camino que toman los colores, de alegres amarillos y naranjas a colores tierra, ocres y marrones, luego a intensos rojos y negros, entonces sé que lo que sigue es la ausencia de color, la muerte.
—Una visión muy interesante.
Ella no dejaba de tomar notas y yo sabía que no debía hablar tanto, en menos de media hora de conversación mi enfermedad estaría demasiado presente. Debía tomarme las pastillas y probablemente un tranquilizante.
—Volviendo al tema de tu marido. Estuve en la ceremonia de Marcus. Me pareció precioso. ¿Qué recuerdas de ese día?
—Me llevaban de un sitio a otro, no recuerdo mucho.
—¿Quién preparó la misa?
—Mis padres y la familia de Marcus.
—¿Te llevas bien con la familia de Marcus?
—Por supuesto.
—¿Tu padre es baptista?
—Sí.
—¿Y los padres de Marcus?
—Presbiterianos.
—Cuéntame cómo era en tu infancia tu entorno familiar.
Un brillo intenso se abría en sus ojos, los psicoterapeutas creen saber todo a partir de la infancia.
—Normal. Mis hermanos y yo nos peleábamos por cualquier cosa, pero íbamos siempre juntos, los siete. Jugábamos en el estanque que había detrás de casa. Teníamos dos perros, Linux y Nero. Mi madre era famosa por sus deliciosos desayunos y las galletas para merendar, las hacía al horno cada tarde. La cocina siempre olía a comida recién hecha y café. Mi padre nos llevaba a pescar y a hacer excursiones los sábados, y los domingos cantábamos todos en el coro.
—¿Eras solista en el coro?
—Sí, tengo muy buena voz.
—¿Tocabas el piano?
—Sí.
—¿Te gustaba?
—Sí.
—Pensé que tendría connotaciones negativas, ya que te castigaban a tocarlo.
—No.
Intenté no mover ni un solo músculo de la cara.
—Tengo la sensación, Zoë, de que tu infancia no era tan feliz. La mía no lo fue, yo crecí en Harlem y cuando después de casada me trasladé a vivir a los Hamptons tampoco lo era, siempre hay algo que nos hace infelices. ¿Qué era lo que te hacía infeliz a ti?
—Mi madre era un poco obsesiva, es una madre de ideas conservadoras, pero moderna para su tiempo. No cocinaba nunca, excepto los desayunos y las galletas, y esto también dudo que lo hiciera ella misma. Encargaba las comidas a unas chicas que tenían una empresa familiar de catering. Ellas venían a buscar por la noche la vajilla y las bandejas de plata de mi madre, cocinaban todo y por la mañana lo traían a casa. Mi madre se ponía un delantal y nos hacía ver que era una perfecta ama de casa. Nadie sabía nada, lo descubrimos mi hermano Ian y yo una noche que esperábamos despiertos a Santa Claus. Ella no lo supo nunca, pero la miramos de otra forma desde entonces. Veíamos sus obsesiones por ser perfecta. Doblaba las servilletas de una forma concreta, en dos veces, y nadie lo podía hacer de otra forma. Lo mismo ocurría con las toallas y la ropa. Movía los objetos dos milímetros si no estaban en su sitio. Hubo muchos problemas con las chicas del servicio, iban y venían, no soportaban a mi madre, excepto Ángela, mi tata, la mujer que me crio.
—Ya, comprendo. ¿Cambiaste con tu madre? ¿Te volviste agresiva?
—No, simplemente ya no la vi perfecta.
—¿Y con tus hermanos?
—No, nos peleábamos para bajar primero por la escalera, por una pulsera o por jugar, cosas normales de niños, pero éramos inseparables. Nunca fui una persona agresiva.
—¿Tienes hermanas?
—Sí, dos. El resto son chicos.
—¿Qué lugar ocupas entre tus hermanos?
—Soy la más pequeña.
—¿Tienes contacto con ellos ahora?
—Sí, con algunos, todos trabajan mucho. Con Kenya tengo más contacto, a veces nos vamos de compras a París o Milán.
—¿Escuchabas la voz de pequeña?
—No.
—¿Qué te dice la voz?
—No voy a responder a eso. Lo siento.
Estaba enfadada, todo el mundo cree saber cómo pienso o ser experto en mi enfermedad.
—Voy a leerte algo que escribiste en tu diario: «La esquizofrenia viene en el silencio. Hay veces que no la oigo porque hay ruido, necesito oír lo que dice y ayudarla».
—¿Lo recuerdas?
—Sí, hace mucho tiempo. El litio me ha ayudado mucho.
—¿Por qué viajabais a Nueva York Marcus y tú?
—Por el combate de Marcus.
—Pero normalmente no ibas a ver los combates. ¿Por qué ese sí?
—Por la ilusión, Nueva York es todo lo que se sueña desde Luisiana. Nos parecía inalcanzable y se hizo realidad. Después nos olvidamos un poco de nuestra vida anterior, sin embargo, a Nueva York siempre íbamos juntos, nos paseábamos por algunos de los peores barrios y recordábamos que la vida no siempre es agradable y todo puede cambiar.
—¿Crees que alguien relacionado con el entorno de Marcus le ha secuestrado?
—Dios mío, no.
—¿Crees que Marcus está vivo?
—Después de tanto tiempo, no. —Bajé la mirada.
—Han pasado algo más de dos semanas desde su desaparición. ¿No crees que pueda estar vivo en algún sitio y tenga problemas para volver a casa? Quizá esté herido. ¿Por qué tanta prisa por la misa? ¿Por qué no esperar?
—Nuestras familias lo necesitaban. Mis padres y sus padres necesitaban tener algún lugar donde ir a hablar con su alma y adornarlo con flores.
—¿Sabes que los padres de Marcus sospechan de ti?
—¿Qué? Claro que no.
—Su madre declaró que tú solías manipularle, que él hacía todo lo que decías.
—Eso es absurdo. Marcus era independiente y libre a la hora de pensar y actuar.
—¿Pensaste que Marcus te haría daño alguna vez?
—No.
—¿Y por qué te parecía una amenaza? Mira este cuadro, Zoë, lo has pintado tú.
—No me parecía una amenaza.
—Está claro que sí, Zoë. Le has dibujado sin brazos, habitualmente significa que te ha pegado, que te ha hecho daño físico, por eso tu inconsciente no los ha dibujado, porque los teme.
No me había dado cuenta. Era cierto, lo había dibujado no solo sin brazos, sino también con gestos agresivos en su cara y su cuerpo. Era un cuadro horrible, no me lo pareció cuando lo pinté.
—Marcus no me ha hecho daño jamás.
—Zoë, no pasa nada. A mí mi primer marido me pegaba y le amenacé una noche mientras dormía con un cuchillo. Si ha sido en defensa propia, no tienes nada que temer, ni por qué justificarte. Marcus era un hombre fuerte, seguro que llegaba a casa inquieto o preocupado y te alzaba la voz, luego quizá se la alzaste tú y… te pegó. Harta de aguantar eso, tuviste que defenderte. Es normal, los hombres como Marcus suelen hacerlo. No pasa nada, cariño, no te sientas más pequeña por ello, no debe darte vergüenza, tú no tienes la culpa, no has sido tú, sino las circunstancias.
Todas aquellas palabras ocultaban una clara intención, intentaba convencerme de que nada había sido mi culpa, simplemente ocurrió. Y esperaba que yo, por fin, confesase la verdad. Pero le iba a ser mucho más difícil que aquel débil intento de susurros de serpiente diciéndome que mordiese la manzana.
—No voy a permitir que se dude de Marcus ni que nadie hablé así de él, por el amor de Dios. Marcus no me pegó jamás.
Sin embargo, algo que no había previsto sucedió. Comencé a llorar y a pensar en el cuerpo sin vida de Marcus, el charco de sangre caliente que se formó bajo él, yo nerviosa al verle en el suelo, sin moverse. No pude controlarme y no sabía cómo dejar de llorar.
Un rato después y tras una señal de la psiquiatra a uno de los policías que permanecía escoltándome tras mi silla, sus compañeros abrieron la puerta y entró la madre de Marcus, que esperaba fuera de la sala.
La madre de Marcus me dijo que estaba convencida de que yo había matado a su hijo. Me abofeteó, me gritó y suplicó al policía que me obligasen a confesar. Yo continuaba llorando, pero esta vez era un llanto más calmado, una tristeza más profunda e íntima, era miedo a lo que iba a pasar.
El padre de Marcus dijo aquella noche en televisión, ante toda la nación, que el país no era lo suficientemente seguro si las fuerzas del orden no eran capaces de lograr que una asesina confesara su crimen.
Todas las voces del país se alzaron en mi contra al oír aquel discurso. El FBI tomó el mando del caso, yo estaba aterrada. Como medida de seguridad, según ellos, me trasladaron a un almacén abandonado, una especie de edificio perdido al que había que entrar con diferentes contraseñas. Horas más tarde, un tipo bajito y delgado me condujo a una pequeña sala sucia y llena de escombros donde solo había una silla. Me recordó a la silla del despacho de mi padre.
Me cubrieron la cara con una toalla y tiraron sobre ella litros y litros de agua. Yo intentaba escupir, pero la toalla hacía imposible que el agua saliera y sentía que me ahogaba. Entonces supe qué era lo que intentaban. Estaba segura de que querían matarme.
En cuanto levantaron la toalla de mi cara expulsé el agua, tosí e intenté respirar presa de la ansiedad. Ellos me miraban y se reían. No podía coger aire. Intenté tranquilizarme y llenar los pulmones despacio con el diafragma como hacíamos en el coro de la iglesia. Poco a poco me armé de valor para pronunciar las palabras que siempre quise ocultar. Les dije que maté a Marcus y se hizo el silencio.
Unos segundos después me preguntaron dónde estaba escondido el cadáver. Y contesté la verdad, no lo sabía. Repitieron de nuevo el intento de ahogarme con agua, y yo lloraba y temblaba muerta de miedo. Nunca había estado tan asustada en mi vida, suplicaba que me dejasen respirar y, cuando creía que me iba a desmayar, escuché una puerta. Alguien entró corriendo y se acercó a nosotros.
—¡Parad! Dejadla. Son órdenes de arriba.
—¡Y una mierda! Esta tía acaba de confesar que…
—¡Son órdenes de los jefes! Al parecer, su padre está muy bien relacionado.
—¡Joder!¡Vaya mierda! Si no nos dejan hacer nuestro trabajo…
—¡Quitadle eso que se va a ahogar!
Levantaron la toalla, me secaron la cara y me llevaron de nuevo a la comisaría donde le doctora Meyer me había interrogado y donde, mientras esperaba, había visto por televisión a los padres de Marcus llamarme asesina.
Nunca creí que sería capaz de alegrarme de volver a aquel lugar. Me metieron de un empujón en un calabozo solitario de cemento con los barrotes oxidados y me senté en el suelo llorando histérica. Cuando poco a poco mi respiración se tranquilizó, recordé a Marcus enfrente de mí, una noche de luna llena en el bosque donde me pidió matrimonio. Me cogió la mano y me susurró: «Si alguna vez te hago daño, no dudaré en quitarme la vida antes de hacerte infeliz». Quizá eso debía hacer yo.