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Capítulo 3

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ZOË SE DESPIERTA

Sábado, 13 de junio de 2015

Abrí los ojos al reconocer aquella música de piano. La habitación se llenó de mi infancia. Los cerré de nuevo y tumbada dejé que la canción me invadiera para volver a sentir de lejos la felicidad.

La música llega a lugares donde ningún otro arte puede hacerlo.

Me había marchado de casa en plena noche y aquella mañana me despertaba en mi antigua habitación de la casa de mis padres.

Mi madre dejó de tocar el piano en el salón, con el fin de la canción terminó también aquella sensación de tiempos mejores. Abrí los ojos definitivamente, el recuerdo de la noche pasada me atormentaba acelerando mi respiración y entrecortándola al revivir el momento concreto en que me levanté ansiosa mientras Marcus dormía. Recordaba haber cogido un cinturón negro y enrollarlo en mis puños, recordaba también haberlo tensado y tener la visión de ahogar a Marcus con él. Entrecrucé las manos y pedí a Dios que tan solo fuese una visión. Intenté respirar despacio y calmarme.

Me concentré, tal y como me explicó el doctor, en los objetos de mi infancia. Todos los buenos recuerdos permanecían allí, en la habitación en la que dormía cuando era adolescente. Allí estaría a salvo si temía hacer realidad mis enfermizas visiones.

Era aún aquel dormitorio de niña mimada, de princesita. Las paredes estaban forradas de papel rosa y blanco, decoradas con bailarinas de las que colgaban espejos y perchas en forma de corazones. En el centro de la habitación había una gran cama blanca con dosel.

Mi viejo piano de cola me esperaba al lado de la puerta del balcón, donde una pequeña mesita de té tirada por cisnes con purpurina aún sostenía mis joyeros y mi antigua Biblia.

Solía volver todas las tardes corriendo del colegio para probarme los guantes blancos de paseo de mi madre, antes de que ella los utilizase. Mi padre, que creía que la vanidad no era una buena virtud, me castigaba a tocar el piano durante horas para pensar en lo que había hecho mal y así podía tenerme controlada. Él escuchaba desde el salón las notas desafinadas con tono de culpa y el impasible sonido del metrónomo marcándonos el paso del tiempo mientras leía el periódico y tomaba té helado.

Poco a poco fui adaptando mi música a la panorámica que veía desde el balcón: la clásica barandilla blanca de mármol se erguía y despertaba una bailarina que danzaba con el árbol que se acercaba a tocarla, ambos saltaban en el momento justo del clímax, cuando la música era más rápida. La vida pintaba sus cuadros, yo les ponía música.

Decidí estudiar Bellas Artes para que fuera al revés, yo quería pintar los cuadros y que la vida pusiera el resto.

Hubo un tiempo, antes del instituto, en que, al mirar por la ventana sin atreverme a soltar las teclas del piano, imaginaba que bajaba por el balcón y corría libre por los campos de Luisiana, como cualquier niña normal.

Ya en el instituto, soñar despierta fue cada vez más frecuente, hasta que los sueños se convirtieron en visiones y las visiones empañaron la realidad.

Sentí terror la primera vez que no supe qué parte de lo que veía era real y qué parte no lo era. Entonces vino el primer diagnóstico, oficialmente estaba enferma.

Aquel piano blanco de cola, donde mis castigos me hicieron artista, también era un símbolo de la opresión de mi padre. Lo adoraba a la vez que lo odiaba, igual que a él.

Nadie había tocado nada de mi antigua habitación, ni las banderas de Harvard ni mi primer caballete. Los libros de dibujo, mis diarios, las fotos, todos los trofeos de concursos de belleza escrupulosamente ordenados por años... Todo se mantenía igual.

Mi madre contó una vez a mi psiquiatra que desde pequeña tuve fijación por ordenar las cosas. Cuando tenía dos añitos ordenaba de forma obsesiva todos mis chupetes creando una línea recta perfecta.

Aquella imagen de mí misma me aterrorizó, fue la primera vez que entendí cómo me veían desde fuera y estuve segura de que algo no funcionaba bien en mi interior.

Me acerqué al espejo para mirar mi reflejo con aquel antiguo pijama rosa. Mis ojos se nublaron, comencé a ponerme nerviosa, el pequeño ángel que sostenía el espejo de pared se inclinó para despreciarme y ató a mi cuello un tul negro del que tiraba para ahogarme. En el espejo, mi cuerpo colgaba muerto de aquella bonita soga mientras los ángeles tocaban sus trompetas y los cisnes y muñecas de mi habitación reían y bailaban en un gran corro.

Sacudí la cabeza, estaba segura de que era una visión. Respiré despacio y volví a ver mi aspecto real en el espejo, mientras uno de los ángeles me miraba sonriendo de forma malévola como si leyera mis pensamientos.

No había ni rastro de polvo en mi antigua habitación, las criadas la limpiaban con esmero cada día y reponían orquídeas frescas en cada florero. Todo allí permanecía ajeno al paso del tiempo, los mismos sonidos dentro y fuera de la casa, la misma angulación de la luz del sol entrando por la ventana blanca, la misma brisa moviendo la cortina. Incluso podía, casi veinte años después, sentir la misma sensación al despertarme, protegida y segura, de cuando era adolescente.

Desde que no dormía en aquella habitación había sido modelo, me había licenciado en la universidad y me había enamorado y casado.

Sin embargo, me había convertido en un ser distinto, oscuro y peligroso. No había cambiado nada y había cambiado todo.

La canción volvió a sonar, esta vez en mi móvil, Marcus me llamaba.

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