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Capítulo 2

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DOCTOR BLOOMBERG

Viernes, 19 de junio de 2015

Desde hace seis años tengo dos supersticiones diarias: no tomo nunca café después de las doce y media de la mañana y siempre miro hacia atrás al doblar una esquina. La gente no teme lo que no conoce, yo trato cada día con enfermos que han cometido crímenes brutales, soy incapaz de creer en el ser humano. Me destinaron a este trabajo porque soy un cruel hijo de puta sin escrúpulos con el título de psicología.

Los viernes me traen los casos graves desde la cárcel del condado. El viernes pasado, uno de ellos intentó apuñalarme en el ojo con mi propio bolígrafo.

Estos pacientes ya han sido analizados, estudiados y vigilados. Yo debo encontrar sus límites y anotarlos, delimitando así el grado de peligrosidad del preso. Muchas veces, bajo recomendación de sus abogados, los pacientes mienten o fingen ser alguien que no son. Mi labor es encontrar su punto débil.

La primera paciente pidió permiso para entrar después de llamar suavemente dos veces a la puerta. Era una chica negra, con dinero, de esas que no tienen caderas anchas. Caminó tranquila y con pasos lentos. Demasiado erguida, con movimientos elegantes. No parecía calculado.

Caminaba perfectamente con tacones, el peso del cuerpo no decía nada, no tenía malos hábitos gestuales. Le habían enseñado a moverse de forma frágil (probablemente desde la infancia) y a reprimirse en todo momento.

A aquella chica de piel suave la había visto por televisión varias veces. Era alta, mediría cerca de metro ochenta y tendría unos cuatro años más de los que reconocía. Provenía de buena familia, su aspecto era sencillo, pero vestía con esas marcas que solo conoce la gente de alta sociedad. Llevaba un vestido de gasa blanco de manga tres cuartos entallado en la cintura. El vestido se ajustaba a sus caderas bajando hasta dos o tres dedos por debajo de sus rodillas. Era de ese tipo de personas que nunca son ostentosas y sus joyas siempre son discretas. En la mano derecha llevaba un anillo de oro blanco con un rubí en el centro, anillo de casada en la mano izquierda y una pequeña perla blanca en el piercing de la nariz.

Acostumbrada a aparentar serenidad y no derrumbarse, pertenecía a una de esas familias que jamás pierden la calma, son demasiado contenidos con el fin de ocultar oscuros secretos.

Ya sentada en el diván, me miró y sonrió tímidamente, se quitó las gafas de sol blancas dejando ver sus ojos castaños, para ponérselas a modo de diadema en el pelo que llevaba recogido en un moño clásico.

La observé detenidamente mientras giraba nerviosa el anillo de casada y le pregunté su nombre.

—Zoë Tucker.

Respondió calmada intentando buscar mi aprobación. Mi cometido era romper aquella serenidad. A parte de girar el anillo de forma constante, no se movía ni mostraba su incomodidad.

Le pregunté si sabía por qué estaba allí. Bajó la mirada, giró una vez más el anillo, descruzó las piernas, las volvió a cruzar y movió compulsivamente el tacón del zapato derecho contra el suelo. Comenzó a llorar en silencio asintiendo con la cabeza.

—Por Marcus.

Parecía frágil, pero aquella dulce viuda había matado a sangre fría a su marido hacía menos de una semana, al campeón mundial de los pesos pesados. Zoë Tucker eludía de momento la acción de la justicia, influencias de la gente con dinero, por mí se hubiera podrido en la cárcel mientras aprendía el argot de sus «hermanas» de celda.

—Zoë, ¿crees que tu familia se avergüenza de ti?

—¿Mi familia? No. ¿Por qué?

—Debe ser duro para tus padres tener una hija tan enferma. Eres la hija pequeña del pastor, tu padre es un hombre de Dios. El asesinato está bastante mal visto por los hombres que el Señor pone en nuestro camino para guiarnos.

Todo su bonito cuerpo se hundió en el sillón en un segundo y aparecieron las verdaderas lágrimas. Le acerqué un pañuelo, pero, cuando me inclinaba para ofrecérselo, ella levantó la vista mirándome con ira y gritó:

—¿Qué haces tan cerca de mí? ¡Déjame respirar!

Gritó, lloró, y su estado de nerviosismo fue en aumento, tanto que tuvieron que llevársela los guardias que custodiaban el exterior de la puerta.

La segunda sesión comenzó tras una llamada ansiosa a la puerta. Entró Cloe jugando con unas llaves que lanzaba y recogía con ambas manos. Eran dos llaves pequeñas, modernas. El llavero electrónico probablemente era también una llave. Cloe me miró y caminó despacio recreándose en sus movimientos hasta el diván. Había tenido una sesión con ella, esta vez necesitaba que firmase la declaración y encontrar su talón de Aquiles.

Cloe se sentó, se descalzó, guardó las llaves en un bolsillo y se tumbó de lado, mirándome. Encendió un cigarro y jugó en el diván acariciando su escote con el collar de perlas negras que le colgaba hasta la cadera.

—Doc, ¿la chica que se llevaban no era Zoë Tucker?

En el pie izquierdo llevaba una pulsera de plata que emitía un molesto ruido al moverla. Calzaba zapatos negros de tacón metálico, pantalones cortos negros, camiseta Dolce & Gabbana plateada y negra, con escote discreto y la espalda totalmente al aire. No llevaba sujetador, sí complementos y peinado de moda (pelo más corto atrás que delante). No aparentaba treinta y dos años.

Cloe había hecho algo malo e intentaba ocultarlo tras aquella apariencia de femme fatale. Era de esas personas que no dejan nunca que las preguntas lleguen a ningún fin; interrumpía, divagaba hasta no contestarlas y nunca respondía tan solo sí o no. Era buena oradora y giraba la conversación enseguida.

—Cloe, hablemos de cómo te sientes. Mis compañeros me comentan que no dejas de llorar en tu celda. ¿Es cierto? ¿Crees que necesitas algo de ayuda para relajarte?

Cloe borró la sonrisa traviesa de su cara. No contestó.

—Quizá alguna medicación pueda ayudarte. Supongo que es duro sufrir esas subidas y bajadas anímicas tan propias de los escritores, ¿eh?

De nuevo, silencio.

—A veces me pareces una adolescente inquieta, con un maravilloso lado creativo que disfruta construyendo mundos irreales. Pero, Cloe, sabes que eso no siempre es sano y quizá no sea de gran ayuda en un ambiente como la cárcel. ¿Tienes problemas con tus compañeras o te asusta la realidad?

—La realidad es subjetiva.

—Es bueno que no te derrumbes, admiro tu valentía. Te mantienes fuerte aquí, conmigo.

Cloe conocía bien a las personas, parecía innato en ella. Era directa mirando, casi inquisitiva y muy convincente. Ponía a prueba a la gente, se divertía observando y adivinando lo que la gente iba a hacer. Sabía que ella era muy excitante para el género masculino y jugaba. Imponía, nos daba miedo y le gustaba.

—¿Cuál crees que es tu enfermedad, Cloe?

—No estoy enferma, y no necesito ayuda.

A veces me molestaban sus juegos, su mirada de ojos negros imperativos y su sonrisa irónica. Pero esta vez solo había ira en sus ojos. Tras varias preguntas sin respuesta acerca de su enfermedad, Cloe firmó un documento en el que se declaraba inocente. Se acercó a mí traviesa, me acarició la corbata de forma muy sensual y me apretó el nudo.

Cuando salió por la puerta, me acomodé en mi silla y respiré.

Tras una larga espera demasiado tranquila y sin ruidos, noté que me faltaba el pisacorbatas. Anunciaron la tercera visita, presa peligrosa proveniente de la cárcel de seguridad del condado.

—Doctor, traemos a su tercera paciente.

—¿Por qué coño han tardado tanto? He tenido una mañana dura y tengo ganas de irme a casa.

—Hemos tenido que despejar todos los pasillos.

Entraron dos policías más llevando esposada a mi paciente y conduciéndola a rastras porque se negaba a caminar. Indignado, les dije que le quitaran las esposas. Contestaron que la presa se negaba a obedecer órdenes y era agresiva.

Les dije que a mi consulta nunca había entrado ningún paciente esposado. Entonces los guardias le quitaron las esposas repitiendo varias veces que hacían aquello bajo mi responsabilidad, y ambos permanecieron inmóviles dentro de la consulta. Les insinué que así mi paciente se sentiría presionada y no podría responder con libertad a mis preguntas. Ellos se miraron y discutieron conmigo largo rato. Al final aceptaron alejarse un poco y mantenerse en guardia flanqueando la puerta desde el interior de la consulta para observar a Adhara.

Mi paciente era una chica alta, hispana y pelirroja de raíz oscura. Piel morena y dura del campo, curtida por el sol. Con dos cicatrices, una sobre el labio y otra que le atravesaba la ceja izquierda. El vestuario no decía mucho, pantalones tejanos, camiseta blanca y botas camperas. En el cuello colgado un dios mexicano indígena, que seguramente la protegía de algo. No parecía supersticiosa, quizá era un regalo. No llevaba reloj, ni anillos, ni pendientes, era una belleza en bruto.

Análisis kinestésico (gestual): salvaje, parecida por movimientos y conducta a un lobo, ojos grises desconfiados llenos de coraje, camina observando el entorno, con precaución para recular y no caer en una trampa, paso firme pero no ruidoso, es cazadora, conoce bien el entorno, sabe sobrevivir y luchar en él. Tiene todo tan controlado que deduzco que ha estado mucho tiempo sola y asustada.

Ella se sentó en el diván, tensa, recta, sin apoyar la espalda, le dije que podía tumbarse, pero no lo hizo, ni siquiera contestó.

A la pregunta sobre su nombre, contestó con arrogancia y superioridad, quizá compensando una carencia afectiva o trauma infantil de inferioridad.

Le pregunté cuál era su enfermedad, respondió que ninguna.

Contestó afirmativamente a la pregunta de si sabía por qué estaba allí, dijo que había matado a doce personas en Central Park. Aquella sinceridad me sorprendió.

Había encontrado algo, una pequeña anomalía en el ámbito de la conducta social, aquella sesión se ponía interesante. Adhara no parecía temer las consecuencias de aquella declaración o quizá no era consciente de la importancia de tal acto.

Le pedí que me pusiera un ejemplo de hacer el bien y un ejemplo del mal.

Respondió que ayudar a los mayores y a los niños está bien, cuando necesitan ayuda. Aquel matiz también me pareció importante. Prosiguió con el ejemplo sobre el mal. En todos los ejemplos que le pedí la respuesta siempre fue la misma, matar a un ser querido.

Tenía curiosidad por saber si para ella matar animales estaba bien. Respondió que sí, que había matado animales y que nadie había parecido enfadarse; sin embargo, cuando era pequeña mató a un niño del poblado y todo el mundo la juzgó y la repudió.

De nuevo aquella inesperada sinceridad cayó sobre mí de forma tajante. Pronunció las palabras «maté a un niño» sin ningún tipo de importancia.

Explicó que ella era de la opinión contraria, encontraba muchos motivos para matar a humanos; sin embargo, para justificar la muerte de un animal, solo conocía la supervivencia.

Su percepción del bien y el mal estaba condicionada a la simple reacción y comportamiento de la sociedad frente a la acción. Nadie le había enseñado nada sobre la moral, era su forma de conocimiento inherente.

Aquel era el caso que todo psiquiatra sueña con encontrar alguna vez, una mente virgen, una reacción natural no condicionada. La respuesta a muchas teorías. Su supuesto nombre, Adhara Kudrow.

—Adhara, necesito saber si sabes escribir. ¿Te enseñó tu madre a escribir? ¿O quizá tu padre? ¿Fuiste a la escuela?

Ella respiró despacio, sus ojos me observaron unos segundos, luego miró a los policías y se mantuvo callada.

—¿Sabes sumar o restar? ¿Te ha enseñado alguien? En el informe constas como analfabeta.

Sus ojos se tornaron duros, como si hubieran encajado un golpe. Me miró fijamente mientras su respiración se aceleraba. Adhara saltó rápida desde el diván a mi escritorio. Los guardias iniciaron el gesto para desenfundar el arma.

—Tranquilos, tranquilos, no me va a hacer nada, solo quiere asustarme porque se ha sentido dolida.

En aquel momento, Adhara lanzó su codo hacia arriba propinándome un golpe seco en la nariz, y yo, aturdido, comencé a sangrar sobre los informes de mi mesa.

Ella me agarró del pelo, puso mi cabeza de lado sobre el escritorio de forma que mi oreja derecha estaba apoyada en la mesa y presionó con su rodilla por encima de mi cuello. Sentí que el cerebro me iba a estallar y estaba totalmente inmóvil.

Los guardias corrieron a esposarla. Ella hirió al primero con una patada en la garganta dejándolo sin respiración. El segundo intentó inmovilizarla, le resultó imposible, así que la golpeó con su arma en la parte posterior del cráneo y ella cayó inconsciente al suelo, liberando mi cabeza de la presión de su rodilla. La esposaron y se la llevaron arrastrándola por el suelo, antes de que recuperase la conciencia.

Cuando recogía mi escritorio intentando salvar las últimas notas de aquellas sesiones, emborronadas con mi sangre, mi ayudante entró con gesto preocupado.

—Doctor Bloomberg, la señora Tucker desea volver a su consulta. Parece que ha perdido aquí las llaves de su estudio, dice que es algo importante, las ha descrito durante dos largos minutos. Son unas llaves pequeñas con una especie de llavero gris electrónico. ¿Las ha visto?

Resoplé cansado, la cleptómana le había robado a la esquizofrénica las llaves en el pasillo, y antes de conducir tendría que verme un médico porque la nariz comenzaba a dolerme bastante cada vez que intentaba respirar.

A tientas

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