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Llamado a la psicología positiva
ОглавлениеYo no escogí la psicología positiva. Me llamó. Es lo que quería desde el principio, pero la psicología experimental y luego la psicología clínica eran los únicos campos existentes cercanos a lo que me llamaba. No tengo una forma menos mística de decirlo. Vocación, como ser llamado a actuar en lugar de decidir actuar, es una vieja palabra, pero es algo real. La psicología positiva me llamó como la zarza ardiente llamó a Moisés.
Los sociólogos distinguen entre un trabajo, una carrera y un llamado.24 Haces un trabajo por el dinero, y cuando el dinero se acaba, dejas de trabajar en ello. Buscas una carrera por los ascensos, y cuando dejas de subir de puesto, renuncias o te vuelves un autómata. En contraste, un llamado se hace porque así se quiere. Lo harías de cualquier forma, aunque no hubiera pago ni ascensos. “¡Trata de impedírmelo!”, es lo que el corazón grita cuando sientes el llamado.
Cada mes, organizo una noche de películas con palomitas, vino, pizza y almohadas en el suelo. Presento películas que transmiten la psicología mejor que las lecciones llenas de palabras, pero sin música, como puede hacerlo el cine. Siempre abro con Hechizo del tiempo,25 e incluso después de verla por quinta vez, sigo impresionado por cuánto nos incentiva a una transformación positiva. También he pasado la película El diablo viste a la moda,26 una película sobre integridad, de Meryl Streep, la jefa malvada, y no de Anne Hathaway, la “gorda”. También Sueños de fuga,27 y no por Andy Dufresne (Tim Robbins), el banquero falsamente acusado que se redime, sino por el narrador, Red (Morgan Freeman); Carros de fuego,28 con la encarnación de tres motivos para ganar: Eric Liddell corriendo por Dios; lord Andrew Linley, por la belleza; y Harold Abrahams, por él y su tribu; y Sunday in the Park with George,29 que incluso después de verla más de veinticinco veces, me conmueve hasta el llanto en la gran escena final del primer acto en que el arte, los niños, París y lo que permanece y lo que es efímero en la vida se difuminan.
El año pasado terminé con la serie Field of Dreams,30 un trabajo genial, incluso mejor que la novela de W. P. Kinsella Shoeless Joe,31 en la que está basada. Vi la película en circunstancias extrañas. Llegué a casa una tarde lluviosa de invierno en 1989 para encontrar en mi puerta a un psicólogo exhausto y empapado. Al presentarse con un inglés muy malo como Vadim Rotenberg32 de Moscú, explicó que había dejado la Unión Soviética y que yo era la única persona que conocía en Estados Unidos. El “conocernos” consistía en que le había escrito para pedirle reproducciones de su fantástico trabajo sobre la muerte súbita en animales y luego él me invitó a hablar en Bakú, Azerbaiyán, en 1979; un viaje que abruptamente se canceló por sugerencia del Departamento de Estado durante un conflicto súbito durante la Guerra Fría.
Sin aliento me explicó que apenas había podido escapar de la URSS. Me contó fragmentos de su historia: era el único judío al que le habían dado todo un laboratorio durante el régimen de Leonid Brezhnev, ya que el politburó consideraba que su trabajo sobre impotencia aprendida y muerte súbita era importante para los militares. Cuando Brezhnev murió en 1982, la buena estrella de Rotenberg se apagó, el antisemitismo volvió a surgir y las cosas empeoraron.
Me sentía mucho más intranquilo de lo que por lo general me siento cuando estoy con extraños, por lo que lo llevé al cine. Sucedió que Field of Dreams estaba en cartelera. Fascinados, vimos que un campo de beisbol surgió de una esquina de un campo en Iowa, el Chicago Black Sox se materializó del maíz, y el tablero del marcador del Fenway Park de Boston destellaba “Moonlight Graham”. Rotenberg se acercó a mí mientras el padre difunto de Ray Kinsella (Kevin Costner) le pregunta si quiere atrapar la bola. Entre lágrimas, el psicólogo me susurró: “¡Esta película no es de beisbol!”.
En verdad que no era de beisbol. Esta película era sobre vocación, sobre ser llamado, sobre construir donde no había nada: “Si lo construyes, vendrán”. Un llamado, así pasó conmigo. A pesar de las objeciones de los decanos, de mi propio departamento y compañeros, el programa de MPPA surgió de los maizales de Filadelfia (“¿Es el paraíso?”, pregunta Shoeless Joe. “No, es Iowa”, contesta Ray Kinsella). ¿Y quién vino?
–¿Cuántos de ustedes sintieron el llamado para ver? —pregunté con timidez. Todos levantaron la mano, todos.
–Vendí mi Mercedes para estar aquí.
–Era como un personaje de Encuentros cercanos,33 esculpiendo la torre que veía en sueños recurrentes. Luego vi la publicidad del MPPA, y aquí estoy, en la “torre”.
–Dejé mi práctica clínica y a mis pacientes.
–Detesto volar y me subí a un avión y volé sesenta horas de ida y vuelta a Nueva Zelanda cada mes para estar aquí.
MPPA ha sido mágico, más allá de cualquier otra experiencia que he tenido en los cuarenta y cinco años que llevo de dar clases. En resumen, éstos son los ingredientes:
Contenido intelectual: provocativo, personalmente aplicable y divertido.
Transformador: tanto personal como profesionalmente.
Llamado: los estudiantes y los profesores sienten el llamado.
Estos ingredientes implican la posibilidad de la educación positiva para estudiantes de todas las edades, y es a esta versión en grande a la que ahora me dedicaré.