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3. El cuestionado papel del Estado

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Si bien las críticas a la armonía del mercado y al pleno empleo fueron permanentes y en algunos casos penetrantes, ellas jamás alcanzaron la recurrencia, transversalidad y profundidad de los reproches que soportó el tercer elemento del sistema capitalista, esto es, la idea de un Estado con nulas o pocas atribuciones en materia económica. De hecho, la citada noción no solo fue cuestionada por los especialistas de la visión económica predominante, sino que también aparece en las obras de política económica de los autores de la corriente principal. Ahora bien, esta proximidad entre partidarios y detractores de la teoría económica clásica, respecto del rol del Estado en la economía, es solo superficial ya que, en la presentación y explicación de sus argumentaciones, los autores difieren tanto en sus presupuestos de origen como en sus razonamientos y desarrollos. Estas circunstancias, empero, no impiden agrupar las críticas a esta noción en tres grupos, teniendo como pauta la menor o mayor intervención del Estado en la economía.

El primer grupo, lo componen los continuadores de la obra de Adam Smith, esto es, David Ricardo, John Stuart Mill, Carl Menger y Alfred Marshall. Como indicamos poco antes, el autor escocés fijó un conjunto de áreas que los gobernantes debían desarrollar en atención, no solo a que los individuos en el ejercicio del sistema de libertad natural83 no puedan o no quieran desarrollar dichos deberes, sino más relevante aún, para eludir los perjuicios que, en el bienestar general ocasiona seguir el curso natural del orden económico. En este sentido, la delimitación de las zonas de intervención gubernamental por parte de Smith constituye, en palabras de Viner, la evidencia de que existe «una esfera importante [de asuntos] en los cuales la interferencia del Gobierno [, junto] con el interés privado, podían promover el bienestar general»84.

A partir de este criterio, autores como Ricardo, Say, Mill, Menger y Marshall propusieron y desarrollaron nuevos enfoques de intervención estatal en la economía. En el caso del primero, la intrusión gubernamental se justificaba, particularmente en dos áreas, a saber: a) en el comercio internacional y b) en la recaudación de tributos por parte del Estado para el mantenimiento de los servicios. Respecto del comercio, Ricardo recomendaba que el Gobierno mediara en esta área mediante la derogación de las restricciones presentes en la importación de mercaderías, puesto que «si las naciones extranjeras no están suficientemente iluminadas para adoptar este sistema liberal, y deben continuar sus prohibiciones y aranceles excesivos sobre la importación de nuestras mercancías y nuestras manufacturas, [entonces,] dejemos que Inglaterra les dé un buen ejemplo al beneficiarse a sí misma; y en lugar de cumplir con sus prohibiciones por exclusiones similares, que se deshaga, tan pronto como puedan, de todos los vestigios de una política tan absurda y dañina»85. En cuanto a los impuestos, el citado autor, respaldaba su recaudación por parte del Estado ya que «[a] pesar del inmenso gasto del Gobierno inglés durante los últimos veinte años, no cabe duda de que el aumento de la producción por parte de la población lo ha compensado con creces. El capital nacional no solo ha quedado intacto, sino que se ha incrementado enormemente, y los ingresos anuales de las personas, incluso después del pago de sus impuestos, son probablemente mayores en la actualidad que en cualquier período anterior de nuestra historia [. Una muestra de ello, afirmó Ricardo, se advierte en el] aumento de la población (a la extensión de la agricultura) [, el] aumento de los envíos y las manufacturas, (…) la construcción de muelles, (…) la apertura de numerosos canales, así como a muchas otras empresas costosas; todo lo que denota un aumento tanto del capital como de la producción anual»86.

Para Jean-Baptiste Say, en cambio, la injerencia estatal, junto con desarrollar el comercio y la recaudación fiscal, debía extenderse a otros sectores. De hecho, como indica Foster, la «primera edición del Traité hace [abundantes] referencias a la intervención potencialmente beneficiosa de una administración ilustrada para ayudar a lograr un Estado próspero e industrioso. Por ejemplo, la administración podría ayudar en la difusión de máquinas para la fabricación (…) [o bien,] alentar la mejora y la difusión de productos destinados al consumo de la clase más numerosa [, incluso los] experimentos industriales (…), especialmente en la agricultura, donde el riesgo a menudo disuade a las personas de emprenderlas de forma independiente»87.

En Stuart Mill, como indicamos al inicio de este apartado, también se mencionan circunstancias que constituyen una excepción al principio del Laissez-faire y que, por lo tanto, autorizan y exigen la intervención gubernamental. Este es el caso de la educación, la contratación a largo plazo, la administración de sociedades, la protección de los trabajadores, la caridad pública o la exploración científica. En suma, afirma Stuart Mill que, «en algunas épocas y lugares no habrá caminos, diques, puertos, canales obras de riego, hospitales, escuelas, universidades, imprentas, a menos que el Gobierno los establezca (…) en casos tales, la manera cómo puede el Gobierno demostrar mejor la sinceridad con que intenta el mayor bien de sus súbditos es haciendo las cosas que la incapacidad del público hace recaer en él, en forma tal que no tienda a aumentar y a perpetuar esa impotencia, sino a corregirla. [De ahí que] un buen Gobierno prestará su ayuda en forma tal que estimule y eduque todo elemento de esfuerzo individual que pueda encontrar. Tratará con asiduidad de hacer que desaparezca todo aquello que obstaculiza y desalienta el espíritu de empresa privada, y dará todas las facilidades, como asimismo la dirección y los consejos que sean necesarios; sus recursos pecuniarios los empleará, cuando sea prácticamente posible, en ayudar los esfuerzos privados más bien que en sustituirlos, y pondrá en juego su maquinaría de recompensas y honorarios para que surjan esos esfuerzos»88.

Para Menger, la intervención del Estado en la economía se justificaba, sólo, cuando «en la vida de un Estado, (…) el desempeño económico de individuos o de grupos de ciudadanos tropieza con obstáculos que requieren los poderes del Gobierno para eliminarlos, ya que los recursos individuales posiblemente no serían suficientes»89. En otras palabras, el autor austriaco, siguió los presupuestos clásicos desarrollados por Smith y sus predecesores.

Por último, Alfred Marshall, que como insinuamos más arriba, fue bastante confuso en su defensa del Laissez-faire, incluyó en sus obras criterios de intervención estatal. De hecho, el historiador del pensamiento, Skousen, sostiene que el economista de Cambridge «creía que el Estado podía y debía intervenir para hacer el trabajo “específicamente propio” y de esa manera ayudar a asegurar mejoras sociales que no están completamente dentro del alcance del esfuerzo privado»90. En este sentido, indicó Skousen, Marshall era partidario de «moderar el crecimiento de la población, de la educación de los pobres y el fomento de las cooperativas. También estaba a favor de la “competencia regulada” mediante leyes que ordenen el desenvolvimiento de las fábricas y regulen las prácticas fraudulentas en las manufacturas. Subrayaba el papel de la autoayuda, la cooperación y la educación de las clases trabajadores. Más adelante apoyó los planes de redistribución en base a los impuestos progresivos y el gravamen del capital [y, finalmente] estaba a favor de la jornada laboral de ocho horas y de la participación de los trabajadores en los beneficios»91.

Un segundo grupo se encuentra formado por autores que, si bien, en términos generales, son contrarios al sistema capitalista, al exponer y desarrollar sus propuestas manifestaron, respecto del papel del Estado en la economía, importantes matices. Con todo, al analizar los planteamientos de estos especialistas, es posible distinguir dos visiones. Por un lado, aquellos que ven en el Estado el medio para cambiar el modelo económico. Y, por otro, los que perciben al Estado como un instrumento al servicio de la clase dominante, o bien como un «poder externo superpuesto a [los] súbditos»92 que debía suprimirse. Son representantes de la primera visión autores como Saint-Simon, Sismondi y Blanc93 quienes, con diversa intensidad, anhelaban una mayor injerencia estatal en la sociedad. En el caso del Conde de Sant-Simon, el Estado es un medio para que la sociedad pueda «planificar y organizar el uso de los medios de producción a fin de marchar a la par con los descubrimientos científicos»94. Para el ginebrino Sismondi, en cambio, la actividad del Estado en la economía implicaba, no solo «garantizar al trabajador un salario suficiente y un mínimo de seguridad social (…) [, sino también] abandonar la distribución de la riqueza a la fluctuación del mercado [y, en consecuencia] implantar leyes que regulasen esta distribución con arreglo al interés general»95. Finalmente, Blanc «atribuía al Estado [una] posición principal en la planificación económica y en el desarrollo de los servicios sociales [, de hecho] defiende con entusiasmo la nacionalización de los ferrocarriles como punto de partida para una política general del desarrollo de la economía pública»96. El segundo enfoque tiene como activistas, escritores y especialistas a Blanqui, Proudhon y Marx. Para el primero, el Estado sería sustituido por asociaciones cooperativas autónomas que regentarían la industria, para luego, desaparecer cuando la dictadura del proletariado ya no fuese necesaria97. Proudhon, también busca la abolición del Estado, aunque dicho cese no se extiende «a la estructura constitucional requerida para proporcionar una base adecuada a la organización del trabajo. [En otras palabras] Proudhon (…) [creía] que la sociedad no tenía que estar organizada para la política sino para el trabajo»98. En el mismo sentido se pronunciaron Karl Marx y Friedrich Engels en El Manifiesto Comunista, cuando, luego de mencionar las acciones que el proletariado debe adoptar en la revolución que se avecina, concluyen que, en definitiva ella logrará la desaparición del Estado, es decir, aquella «institución de clase, que expresa la voluntad de la clase económicamente dominante: una superestructura política sobre la estructura económica básica, que corresponde a la etapa alcanzada en el desarrollo de las fuerzas de producción»99.

Finalmente, el tercer grupo está compuesto por académicos y escritores que, no solo coincidieron –en parte– en las críticas al modelo económico capitalista con los autores ya reseñados, sino que, a diferencia de estos, ven al Estado como el instrumento de corrección de las desigualdades que produce el sistema económico. En efecto, como afirman Cameron y Neal, la adopción del libre mercado derivó en un rápido crecimiento económico en los Estados que lo adoptaron100, sin embargo, dicho desarrollo puso en evidencia una paradoja, esto es, que el progreso económico generaba –al mismo tiempo– el empeoramiento de las condiciones sociales y laborales de la clase trabajadora.

Si bien, estas circunstancias –incremento de la desigualdad económica, social y cultural entre diversos grupos de la sociedad– pusieron en fuerte entredicho los fundamentos de la citada teoría económica, los Gobiernos afines al capitalismo evitaron, o bien rechazaron –incluso utilizando la fuerza– las críticas que se hacían al sistema económico. Esta reticencia, empero, no frenó el descontento social. Es más, éste continuó en constante expansión, transformando este problema, denominado «la cuestión social» en un tema de análisis para intelectuales de diversos países durante los siglos XIX y XX.

La estabilidad económica en la Constitución Española

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