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Riesgos sustitutivos

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La prioridad ante una pandemia debería ser proteger la salud y la vida de las personas, incluso cuando esta es débil e indefensa, pues no hay nada más valioso y sagrado que la vida humana desde su inicio hasta su término8. Si esta afirmación es compartida en una sociedad democrática, como así lo es en la nuestra, todos los esfuerzos, preventivos y reactivos, deberían dirigirse a ese objetivo.

Sin embargo, la dificultad de esta cuestión radica en que invocar la prioridad de la salud no es de utilidad práctica, más allá del cortoplacista rédito político que pueda obtenerse, pues ese principio de prioridad no ofrece una orientación clara sobre las concretas medidas que se deben adoptar ante riesgos graves e inciertos de gran complejidad. De hecho, algunos de los esfuerzos mejor intencionados para reducir riesgos sanitarios generan otros riesgos sustitutivos9. Así, por ejemplo, la atención de los enfermos de la COVID-19 ha saturado temporalmente los hospitales, lo que ha incrementado los riesgos para la salud de otros pacientes que no han acudido al médico por temor a contagiarse, o que han sufrido retrasos en diagnósticos, operaciones o tratamientos debidos a la anormal situación hospitalaria. A este respecto, los Tribunales de Justicia vienen considerando que el retraso en el diagnóstico sobre enfermedades impone a la Administración el deber de indemnizar por los daños que padece quien como consecuencia de ello fallece o pierde la oportunidad de una alternativa de tratamiento. Por tanto, debe tenerse en cuenta que la reducción de un riesgo sanitario genera otros riesgos para la salud y la vida de las personas, que han de evaluarse conjuntamente y con precisión para ponderar con acierto las alternativas de actuación. Si no se hace esto con pericia, el remedio sanitario elegido puede ser peor que la enfermedad. En estos tiempos en los que solo parece importar el coronavirus, que es importante, habrá que preocuparse también por el estado de las listas de espera en nuestros hospitales, por lo que sus responsables estén o no haciendo para agilizarlas, y por las personas que no acuden al médico por temor a contagiarse. No olvidemos que, al margen de la COVID-19, en España mueren anualmente más de 425.000 personas, la gran mayoría por enfermedades, y que los retrasos y la falta de atención sanitaria pueden provocar un incremento del número de muertes10. Aparte de ello, conviene recordar que en la literatura médica se han descrito efectos alarmantes del confinamiento para la salud psicológica de las personas cuando los periodos de aislamiento son largos11.

Por otro lado, las durísimas medidas adoptadas por el Gobierno de confinamiento y prolongada paralización de la actividad, así como de la desescalada, y la posterior ralentización económica por la situación sanitaria y el riesgo de rebrotes, van a generar un daño de tal magnitud, que pueden poner en riesgo el sostenimiento del sistema sanitario y de las pensiones. A ello habrá que añadir la destrucción masiva de empresas y de empleo, la fuga del talento y capitales hacia países más seguros, y la ruina generalizada de España y de los españoles, si nadie lo impide. En esto es evidente que los ciudadanos también tenemos la responsabilidad de cuidarnos y de cuidar a los demás para evitar nuevos contagios.

Si verdaderamente se quiere proteger la salud de las personas de riesgos sanitarios, la gestión de esos riesgos debe hacerse sobre la base de criterios elaborados y verificados por especialistas de reconocido prestigio, expertos en la materia, que actúen con independencia, objetividad y transparencia. Las decisiones deben basarse fundamentalmente, aunque no exclusivamente, en la ciencia en todas sus dimensiones cuyos resultados deben darse a conocer con plena transparencia y claridad a los ciudadanos. De lo contrario, la gestión será fácilmente excusa para el arbitrismo político y los enfrentamientos permanentes.

El Gobierno y las administraciones públicas deben gestionar las epidemias con las medidas menos restrictivas y más inteligentes que salvaguarden a las personas y permitan estimular la economía, sin limitar derechos fundamentales en cuanto que no sea estrictamente necesario para asegurar el restablecimiento de la normalidad. En esta línea, el estado de alarma es un instrumento jurídico que solo debe emplearse cuando sea estrictamente imprescindible, dentro de sus límites, y con medidas proporcionadas. Previamente a todo ello es esencial contar un sistema eficaz de control de las epidemias, y con unos buenos evaluadores de riesgos que actúen bajo criterios científicos y sin presiones políticas.

Sin salud no hay economía, pero sin economía no hay salud. Por tanto, en estas situaciones es necesaria una correcta ponderación entre los beneficios directos para la salud, y los costes en forma de daños sanitarios, sociales y económicos, lo cual es realmente complejo y polémico. Por eso, a quienes aseveran con vehemencia que lo primero es la salud de las personas (y solo eso) habrá que advertirles, que la destrucción económica, si no se evita, provocará también problemas de salud y muertes. Y no se olviden los políticos, que no serán juzgados por sus intenciones, que pueden ser buenas, sino por sus resultados.

Antes de la próxima pandemia

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