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El Estado de las autonomías

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Con motivo de la crisis sanitaria provocada por la COVID-19, los Estados han tenido que adoptar medidas para hacer frente a las emergencias sanitarias y sociales que se han y están produciendo en el mundo entero. En España, el modelo elegido ha sido el de la declaración del estado de alarma previsto en nuestra Constitución, con la correspondiente asunción por parte del Gobierno de la Nación del mando único en la adopción de las medidas necesarias para hacer frente a la pandemia y a sus consecuencias. Esta actuación, que conlleva la centralización de decisiones, se considera como elemental en cualquier Estado que esté amenazado por una crisis de las dimensiones de la provocada por la COVID-19.

Sin embargo, cuando se habla de estados compuestos como es el caso de España, la situación no es tan pacífica. La asunción de competencias por parte del gobierno nacional, que deriva en la constitución de un mando único para garantizar eficacia y coordinación en el ejercicio de las funciones de dirección, implica la avocación de competencias y funciones ejercidas por gobiernos subnacionales (en nuestro caso autonómicos) cuestión que no siempre es fácil de abordar ni de implementar. Por una parte, implica que los Gobiernos regionales o autonómicos, tienen la obligación de acatar las instrucciones del Gobierno nacional, en materias cuya competencia y ejercicio les atribuyen la Constitución y sus estatutos de autonomía, bien sea por haber asumido, como hicieron todas, las competencias en las materias contempladas en el artículo 148 de la Constitución o por la transferencia o delegación a las comunidades autónomas por parte del Estado, de facultades correspondientes a materias de titularidad estatal contempladas en el artículo 149 del texto fundamental, que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación. En este caso, prescribe el artículo 150.2 de la Carta Magna, que la ley ha de prever la correspondiente transferencia de medios financieros, así como las formas de control que se reserve el Estado. No podemos olvidar la facultad de dictar leyes marco que tiene el Estado para establecer los principios, bases y directrices de las normas legislativas dictadas por las comunidades autónomas en materias de competencia estatal (artículo 150.1 de la Constitución), ni tampoco, la competencia del Estado para dictar leyes que definan los principios armonizadores necesarios de las normas dictadas por las comunidades autónomas en materias de su competencia, cuando así lo exija el interés general (artículo 150.3 de la Constitución). Por último, es importante poner de manifiesto que, en el llamado Estado de las Autonomías español, tanto en el inicial diseño de los constituyentes como en su posterior desarrollo, se ha reflejado de forma evidente la influencia de los intereses políticos de cada momento (la necesidad de la reconciliación nacional en el primer momento de definición del Estado autonómico y los intereses electorales particulares en momentos ulteriores del desarrollo del modelo). Estas consecuencias son aplicables tanto a las llamadas comunidades del 151 como a las denominadas del 143.

Pues bien, sea cual sea el tipo de competencia que en una situación de crisis el Gobierno de la Nación recaba para su ejercicio a los gobiernos autonómicos, son necesarios dos requisitos que operan en sentido contrario y que por otra parte son directamente proporcionales al éxito en la gestión: 1) la necesidad de una auténtica dirección y coordinación de la materia en cuestión por parte del gobierno nacional, que implica la posibilidad de emitir órdenes, de que estas órdenes sean escuchadas y comprendidas, de que se cuente con los instrumentos necesarios para garantizar su cumplimiento y con los elementos de constricción precisos para sancionar su incumplimiento y, 2) el comportamiento leal y coordinado de los gobiernos subnacionales que estén dispuestos a ceder el ejercicio de sus competencias y funciones delegadas para así garantizar que la actuación del Gobierno de la Nación en todo el territorio nacional sea lo más armónica posible.

Lo cierto es, que, a lo largo de la historia de nuestra democracia, la cuestión territorial ha sido una de las protagonistas del debate político. El hecho de que nuestro sistema electoral, proporcional corregido con la Ley D’Hont, atribuya la posibilidad de representación en las Cortes Generales a formaciones políticas que superen el 3% en su circunscripción, unido al reducido número de escaños de muchas circunscripciones, hace que, en muchas provincias, las formaciones políticas que no superen el 15% del voto de su circunscripción no obtengan escaño ni, por tanto, representación en el Congreso de los Diputados. Al mismo tiempo, provoca que formaciones políticas que tienen una gran implantación en una circunscripción, aunque no tengan ninguna representatividad nacional, obtengan un número muy elevado de escaños (artículo 163 de la Ley Orgánica Electoral General). Ejemplos conocemos de partidos nacionales que han obtenido en todo el territorio nacional muchos cientos de miles de votos con una conversión en escaños muy inferior a la obtenida por partidos que se presentan en pocas circunscripciones (casi siempre dentro de una misma comunidad autónoma) y que con un número importante de votos en esas circunscripciones, pero muy inferior en el cómputo global, lo traducen en un numerosos escaños a pesar de no tener representación en todo el territorio nacional. Todo ello, ha dado lugar a la proliferación y el éxito de partidos regionales, nacionalistas y con una evolución hacia el separatismo del resto del Estado, que se han convertido en auténticos árbitros de la vida política y del diseño territorial y financiero de España.

Pero más allá de los problemas que se han planteado o que se puedan plantear por el papel de coordinación realizado por el Estado o por la falta efectiva de esa labor de control y armonización, así como por la deslealtad constitucional en la que incurren de forma a veces recurrente algunos gobiernos autonómicos, merece la pena examinar cómo se ha comportado nuestro modelo de Estado y como se han ejercido las competencias sobre las materias más esenciales para los ciudadanos por parte de las administraciones autonómicas y por la nacional (algo también las locales). Para ello, hemos querido fijarnos en los tres pilares que, de manera clara, sujetan lo que se conoce como «estado del bienestar»: sanidad, servicios sociales y educación, y hemos añadido a estas cuestiones, la razón que determina la cesión de libertad por las sociedades modernas en aras a garantizar la seguridad (es decir, el ejercicio de la función de orden público).

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