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Democracia constitucional

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La democracia siempre está en riesgo (aunque en unas épocas más que en otras), pues la Constitución y las demás normas jurídicas que la protegen son imperfectas y quien ostenta el poder, sea quien sea, puede caer por ello en la tentación del autoritarismo. Hay que encender todas las alarmas cuando las instituciones dejan de funcionar con normalidad, o cuando los ciudadanos, los funcionarios o los periodistas temen a expresar y difundir sus pensamientos, ideas y opiniones por cualquier medio. Sin libertad de expresión no hay democracia. La democracia constitucional en la que vivimos es una forma de régimen jurídico-político que garantiza los derechos fundamentales de las personas (entre ellos la libertad de expresión) y que evita los autoritarismos que han protagonizado las páginas más dramáticas escritas de la historia de la humanidad. Pero hay que estar vigilantes, pues la democracia tiene enemigos.

La Constitución es la norma de normas, la norma suprema del ordenamiento jurídico, la norma que constituye España en un Estado social y democrático de derecho con una monarquía parlamentaria, la norma que establece la estructura territorial del Estado, la que consagra y protege los derechos fundamentales, y la que regula las instituciones básicas del Estado.

Nuestra Constitución reconoce los defectos de la condición humana y la inclinación de quien ostenta el poder hacia el abuso, y por ello, contiene una serie de checks and balances para limitar al Gobierno en su actuación, que no son tan eficaces como debieran. La Constitución también establece las condiciones de validez de las normas jurídicas que igualmente vinculan al Gobierno, aunque su anulación depende en última instancia de los Tribunales. Ambos mecanismos, como otros adicionales, tratan de evitar derivas despóticas que pudieran dar sepultura a la democracia, y que pueden ser más propicias en estados de alarma que se prorrogan sucesivamente. Esta cuestión habrá que planteársela para el futuro, pues a base de prórrogas del estado de alarma se podría mantener durante años una extraordinaria limitación de derechos en caso de pandemia, que sería inadmisible en un sistema democrático.

Esos mecanismos, que como he dicho son imperfectos, tratan de impedir que el Gobierno pueda desactivar la Constitución, o paralizar el funcionamiento de los poderes constitucionales, como hizo Hitler en Alemania en 1933, sobre la base de la débil Constitución de Weimar, con la aprobación de la Ley para el remedio de las necesidades del Pueblo y del Estado. Ni la declaración de un estado de emergencia, ni la existencia de una extraordinaria y urgente necesidad habilitan al Gobierno para desconectar en modo alguno la Constitución y los poderes del Estado, lo que solo puede conseguirse mediante un ilegítimo golpe de estado. No obstante, son tan amplias las facultades que asume el Gobierno durante los estados de emergencia que, para evitar los excesos, es más imprescindible que nunca mantener el normal funcionamiento de los poderes constitucionales y eliminar las deficiencias del sistema. De lo contrario, sin contrapesos eficientes, cualquier gobierno podría deslizarse hacia posiciones autoritarias.

Por otro lado, en momentos de crisis y de confusión en los que surgen con naturalidad dudas sobre las bondades de los distintos modelos jurídico-políticos y frente a movimientos que, aprovechando la debilidad del momento, pudieran propugnar un cambio de régimen, debemos recordar que las democracias constitucionales han demostrado su eficacia y grandeza en las situaciones más adversas, a pesar de sus deficiencias y limitaciones. De todos es conocido que tras la Segunda Guerra Mundial los estados democráticos europeos propiciaron la reconstrucción económica y promovieron el estado del bienestar asegurando el imperio de la ley, la garantía de las libertades fundamentales y de la propiedad privada, y el control del poder. España, que sobrellevó una profunda crisis en los años 70, se repuso con éxito a partir de la Constitución de 1978 con prosperidad y libertad para todos. No confundamos las cosas; unos gobiernos desacertados o incompetentes no son un fallo de la democracia constitucional como sistema, sino un error de los electores o un fraude de quienes lo conforman. Debemos tomar buena nota de lo que está sucediendo en el mundo para ser más exigentes con nuestros representantes políticos, confiando en que la democracia constitucional será el marco para resolver en armonía y paz los desafíos políticos, económicos y sociales post COVID-19.

La responsabilidad ante ese imponente reto es de los gobiernos en primer término. Un gobierno responsable debe estar a la altura de los grandes retos. Aparte de ello, siempre, y particularmente en situaciones extraordinarias, el Gobierno debe mantener una actitud democrática irreprochable, respetuosa con los derechos y libertades de los ciudadanos, transparente, dialogante y veraz. Otra cuota de responsabilidad corresponde al resto de administraciones públicas, a los partidos políticos, a las organizaciones empresariales y sindicales, a las empresas, a las personas, a la sociedad civil en su conjunto y a todos los poderes constitucionales del Estado, que deben cumplir lealmente y con valentía sus funciones en situaciones ordinarias y extraordinarias.

Antes de la próxima pandemia

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