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MARTES, 3 DE MARZO DE 2020

El gabinete psicológico era uno de los más importantes en Valencia, especializado en niños y adolescentes, y en intervención y mediación familiar. El equipo era competente, tenía buena formación y años de experiencia. Lo había cotilleado en la página web. Es lo único que hice, cotillear. Se me fue parte del lunes por la tarde husmeando con cierto desasosiego. Organizaban talleres, charlas y sesiones. Talleres con nombres larguísimos que prometían cumplir decenas de objetivos, como aprender a gestionar la frustración, potenciar la asertividad, fomentar las habilidades de interacción social... Y así hasta mil. Una colección de soluciones y herramientas adaptadas a los nuevos tiempos.

La semana anterior, mi amiga Alba me había pedido el currículum.

—No tengo experiencia en ese rango de edad —afirmé, mirando el techo de mi habitación.

—Pero tienes un posgrado en Terapia Cognitiva y Terapia Racional Emotiva Conductual. Y un curso de Aceptación y Compromiso (ACT) y Técnicas de mindfulness aplicado en niños y adolescentes.

—Sí —bostecé.

—La señora Rita Sáez se va a cagar cuando vea que Lis de Fez quiere trabajar en su gabinete.

—Por Dios, Alba, ni que fuera Daniel Kahneman o Bandura.

—Lo que tú digas. Me cuentas, gorda.

Y a la hora, Rita Sáez estaba al otro lado del teléfono, con su voz armónica y tono amable concertando una entrevista para el martes a las diez de la mañana.

Hacía muchos años que no iba a una entrevista de trabajo y ni siquiera estaba nerviosa. Por suerte, antes de terminar la carrera tenía más de una oferta sobre la mesa. Hacía las entrevistas sabiendo que me iban a coger. Más que un examen, era un trámite sin demasiada importancia. Porque un trabajo me llevó a otro. Y una persona a otra. Hasta que llegué a Lara Escribano. Era la directora de su propio centro, tenía muy buena reputación y un rico y amplio currículum. Le pregunté por ella a mi profesor, Kaminski, y me dijo que adelante, que no me lo pensara, que era una gran profesional y aprendería de ella. Una buena ocasión en el momento oportuno. Y acepté. Estuve trabajando cuatro años junto a Lara. Me daba libertad en mis sesiones y sí, aprendí muchísimo y, además, nos hicimos amigas.

Me miré en el espejo del recibidor antes de salir de casa. Elegante, profesional, segura y sin luz. Un desconocido no se hubiera percatado, pero el reflejo de mi imagen era tenue. Era una sombra. Había perdido el instinto, la destreza que me caracterizaba. Demasiado tiempo sin ser yo. Quizás había llegado el momento de subirse de nuevo a la vida.

Salí del ascensor con las llaves del coche en la mano. Y ahí estaba Andrés, leyendo el periódico tras el mostrador. La puerta del cuartito contiguo estaba abierta. Al verme, asintió con la cabeza. Vestía pantalón de traje y un suéter de pico marrón por el que asomaba el cuello de otra camisa de rayas.

Aún no había averiguado cuánto nos costaba la broma de tener a Andrés como portero. Pero era la primera persona con la que me iba a cruzar cada mañana y su sonrisa inspiraba una mezcla de buen rollo, ternura y bondad. Me alegré al verle.

—Buenos días, Lis.

—Buenos días. ¿A qué hora llega?

—A las ocho aquí, como un clavo, señorita, para lo que usted necesite.

—Cada vez que me llama de usted, me caen treinta años más sobre los hombros. De tú, Andrés, de tú.

Bajé las escaleras y miré al exterior. Seguía lloviendo.

—¿Vas muy lejos?

—Un poco, pero voy en coche y el garaje está aquí al lado.

—Lo digo porque he limpiado el cuarto —señaló la puerta a sus espaldas— y he encontrado un paraguas, por si te lo quieres llevar.

Me asomé a la habitación de cinco metros cuadrados. No entraba ahí desde que tenía quince años y vestía vaqueros acampanados. Olía a limpio. Y seguían la misma mesa y silla de antaño junto a una estantería llena de artilugios de diversa índole. Me invadió una ola de nostalgia.

—Qué buen trabajo ha hecho, Andrés. Y sigue usted como un pincel.

—Me he puesto guantes y una bata, que soy yo muy mío con esto de la limpieza y los ácaros.

Me hacía gracia.

—Le dejo, que voy a una entrevista de trabajo y cuando llueve todo se complica.

Abrí la puerta y el viento y la lluvia me golpearon entera. Odiaba los martes. Y mucho más los martes revolucionados con complejo de boxeador.

—¡Lis! —me llamó Andrés antes de poner los dos pies en la acera y se aproximó con una bolsa de basura y un maletín negro raído por el tiempo—. ¿Me puedes hacer un favor? ¿Puedes tirar esto al contenedor? En el primer viaje no he podido.

—Claro.

Le guiñé el ojo y salí del patio mientras escuché de fondo un: «Buena suerte en la entrevista». Levanté el brazo y eché a andar rápido bajo los soportales. El garaje estaba en la misma calle, a cincuenta metros.

Me apetecía entre poco y nada encontrarme con la reputada Rita Sáez en su despacho. Tenía recursos suficientes para desenvolverme en una conversación con una psicóloga curtida en su oficio, lo que no tenía eran ganas. Un hastío descarado se había colado entra la ropa y mi piel, y ahí estaba, complicándome la existencia. Maldita pereza. El peor de los pecados capitales.

Esquivé a niños con paraguas más grandes que ellos, a madres y padres estresados, lancé la basura al contenedor y me acerqué corriendo hasta la puerta del garaje. Lo poco que podía correr sobre unos tacones que no me calzaba desde hacía meses. Me miré los pies. Cerré los ojos y respiré con fuerza. Eran dos barcas. Tenía agua hasta las rodillas.

La puerta de aluminio se abrió y subí al primer piso. Me crucé en las escaleras con un chico joven que iba a la velocidad de la luz. Mis pasos resonaban en el amplio garaje. Taconeaba con impaciencia. Aunque había salido una hora antes, me daba miedo llegar tarde.

Abrí el maletero de mi Opel Corsa y me cambié los zapatos por unas zapatillas. Lancé el abrigo al interior y me puse las gafas de vista. «Vale, vámonos», me dije en un susurro. Cerré la puerta, metí la llave y... nada. Fruncí el ceño. Lo intenté de nuevo. Nada. Miré al techo. Saqué la llave, la volví a meter. Nada. Estampé la cabeza en el volante. «No puede ser verdad. No puede ser verdad». Pero era verdad. No arrancaba. Me pregunté si sería porque llevaba dos semanas sin cogerlo. Bajé de una mala leche feroz y abrí el capó. Analicé las tripas de mi coche, me asomé al barullo de cables y piezas como si supiera qué miraba, qué buscaba, como si tuviera conocimientos de mecánica. No observé nada raro, porque no entendía nada. Estaba perdiendo demasiado tiempo.

Probé en vano una vez más. Me estaba poniendo histérica. Hacía frío y yo sudaba, el coche no aceleraba, pero mi corazón iba a mil. «Maldito karma de los cojones›», susurré entre dientes. Bien, deshice lo hecho y maldije a todos los dioses mientras me ponía los zapatos, el abrigo y me quitaba las gafas. Le di una patada a la rueda trasera y bajé las escaleras.

Me vi de nuevo en la calle, sin paraguas y con prisas. Cogería un taxi. Salí a la avenida y saqué medio cuerpo de la acera, pero ¿qué pasa los días de lluvia y viento? ¡Que no hay taxis libres! Habían pasado otros diez minutos. Vi a lo lejos un autobús, el 89. Me sabía los recorridos de los autobuses de mi ciudad de memoria. Si cogía el 89, bajaría en la cuarta parada y esperaría el número 15, este me dejaría en la parada de Eduardo Primo Yúfera, al lado del Oceanográfico, y de ahí al gabinete de psicología había quinientos metros.

No siempre había tenido coche.

En la parada se arremolinaban una docena de personas, bien juntitas bajo la marquesina para no mojarse. A esas alturas ya estaba empapada, mi pelo planchado parecía lamido por una vaca e intuí que el poco maquillaje que me había puesto se había corrido.

Daría una imagen espectacular.

El número 89 llegó y dio un frenazo que nos impulsó hacia atrás. Una señora mayor me miró y abrió los ojos como diciendo: «Nos ha tocado el conductor encabronado». Enarqué las cejas y le contesté sin hablar un: «Es lo que hay, llevo un día de mierda, si el conductor quiere ir de rally, bienvenido sea».

Comenzamos a subir entre empujones, abrigos mojados y caras de agobio existencial. Me colé entre la gente con la destreza y sutilidad de un gato. Un señor se levantó. El adolescente que estaba en el asiento del pasillo se comió mi espalda, pero pude sentarme. Apoyé la cabeza en el ventanal helado, pintado de gotas. Frente a mí, en el espacio reservado para carros de bebé y pasajeros en silla de ruedas, había una niña en un carrito, se parecía a mi sobrina pero en rubia. Su madre no paraba de toquetear el móvil y la pequeña me hacía monerías a las que yo contestaba sacándole la lengua. Era la única del autobús que estaba feliz, en su mundo de fantasía y carantoñas.

El chico que tenía al lado se levantó y al instante ocupó su lugar una señora de unos sesenta años, alta, atractiva. Llevaba un abrigo largo, de color beige, y no tenía mojado ni un pelo de su cabeza. Una melena corta y castaña perfectamente lisa y alineada con su barbilla. Ella iba impoluta, yo era un trapo. Me sonrió.

Sus ojos verdes eran preciosos y sus facciones armónicas.

Volví a hacerle gestos y tonterías a la niña. Su madre estaba posicionando el carro para bajar en la próxima parada.

—Eres Lis, ¿verdad? —preguntó la señora que tenía hombro con hombro.

La contemplé.

—Sí. ¿La conozco?

No contestó. Posó su mano sobre mi rodilla. La apretó y dijo:

—Gracias, Lis. Gracias.

Se levantó con mucha dificultad. El autobús estaba parado y la gente bajaba. Yo no dejaba de mirar a la mujer. Se colocó en el lugar donde segundos antes estaba el carrito con la niña. A un metro de mí. De cara a la ventana. Sacó un arma del bolsillo interior del abrigo. La colocó en su cabeza y ¡BUM!

Abrí la boca. Se desplomó en segundos. Me recorrió un escalofrío. El caos. Me quedé sorda y sin saliva. Sin respiración. Como si me hubieran dado la patada más fuerte del mundo en el pecho. No oía los gritos, pero gritaban. Solo oía un «piii» lineal y agudo. Personas corriendo. Me resultaba imposible separar la mirada de su cuerpo tirado en el suelo. La sangre corría como un riachuelo que se iba ramificando. Me temblaban las manos. No podía tragar. Me tiritaba el alma. Estaba catatónica. En shock.

—Sal, chica. ¡Levanta y sal! —gritó un hombre a mis espaldas y me zarandeó. Me sacó del ensimismamiento.

Oí los gritos. Me incorporé un poco y cuando intenté andar, me enganché con algo que había en el suelo y me caí. Estaba casi a su altura. A la altura del cadáver, de la sangre, de la masa encefálica, de la pistola.

Una arcada llegó hasta mi garganta.

Empecé a hiperventilar. Me arrastré hasta la puerta central del autobús. Una persona, que se me antojó difusa, me levantó. Estaba mareada. Había perdido los zapatos.

—¿Estás bien? —preguntó la sombra—. Llevas sangre. ¿Estás bien?

Afirmé con la cabeza.

No veía nada ni a nadie.

Estaba de pie en la acera.

La lluvia caía sobre mí.

Eché a correr.

La isla más remota del mundo

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