Читать книгу La isla más remota del mundo - Myriam Imedio - Страница 14
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ОглавлениеDesayuné como una reina. Cuando salí del baño, encontré una bandeja en la mesita con un sándwich mixto, un croissant, mermelada de fresa, zumo de naranja y un café con leche. La verdad es que el trato y los servicios eran exquisitos. Me moría de ganas por saber quién me había metido allí. En la exclusividad de Los Olmos.
En mi cuarto se respiraba sosiego. A veces, la locura grita. Pero yo, por más que pegaba la oreja a la puerta, no percibía jaleo ni sonidos del exterior. El silencio en un psiquiátrico suele brillar por su ausencia. Imaginé que las habitaciones estaban insonorizadas. Por lo menos la mía.
Unos minutos después, la enfermera Teresa Castro golpeó con los nudillos la puerta y abrió. Me preguntó si estaba lista. Le dije que sí. Listísima. La expectación por ver qué rumbo iba a tomar la extraña historia que estaba protagonizando brotaba por los poros de mi cuerpo.
Salimos a un pasillo en calma. Olía a flores, a ambiente fresco, nada cargado. Vi cómo un par de residentes salían de sus habitaciones ataviados con el mismo uniforme que lucía yo. Teresa me indicó que al final del pasillo estaba la recepción con enfermeras las veinticuatro horas. Y una sala común que disponía de televisor, sillones, mesas y dos ordenadores. Me dejó claro que no podía utilizarlos. Atravesaba un brote psicótico y la información del exterior no me beneficiaba. Esto último no me lo dijo, solo lo pensé.
Bajamos las escaleras que quedaban a nuestra derecha. Me iba contando, de forma pausada pero animada, que en la planta baja se ubicaban el comedor, las consultas y las salas polivalentes donde se realizaban talleres. Además, había dos puertas que conducían al jardín, donde podía leer, tomar el aire, mirar el cielo u observar uno de los olmos que daban nombre al centro.
—Estás muy callada, Elisabeth.
—La escucho con atención. ¿Puedo leer la prensa?
—El doctor te responderá.
El doctor Lastra, mi nueva pieza en el tablero. A ver cómo se comportaba el señor psiquiatra. ¿Se convertiría en un peón, en una torre o en un caballo? Estaba loca, sí, loca por analizar su maniobra.
En la planta baja se oía un ligero barullo, pero nada excepcional. Seguía sin parecer un psiquiátrico. Ahí residía el éxito del centro. Parecer lo que no es.
Llegamos a la puerta de la consulta. Una puerta blanca, igual que el resto. Con el nombre del doctor en un lateral. La enfermera marcó un interruptor que no emitió ningún sonido y, acto seguido, oímos: «Adelante».
Aspiré y expulsé el aire con más fuerza de la que hubiera deseado.
—No tengas miedo.
La miré.
—No tengo miedo.
En cuanto me vio en el umbral de la puerta, el doctor me saludó con una inclinación de cabeza. Luego, se levantó de inmediato y me estrechó la mano. No bajé la mirada. Los primeros segundos son cruciales. Los gestos contenidos. La expresión forzada. Los movimientos inconscientes.
Me invitó a tomar asiento. Era un despacho amplio. Dos cuadros enormes con pinturas abstractas colgaban detrás de su silla. Esperaba que no me preguntara qué veía en ellos. Si lo hacía, igual lo mandaba al infierno. Su mesa era grande, con muchas carpetas y libros. Un espacio ordenado. Ni una foto. A la derecha de mi sillón había una ventana. A mis espaldas, una mesa pequeña junto a una planta de casi dos metros y un dispensador de agua con vasos de plástico.
El doctor rondaba los sesenta años, bien llevados. Pelo abundante, facciones atractivas, mirada jovial, en forma pero sin llegar a estar musculado.
—Tenía muchas ganas de conocerte, Elisabeth.
—Siento no decir lo mismo. —Sonreí de forma inocente—. Puede llamarme Lis, doctor.
—Lis, esto es una primera toma de contacto. Luego tendrás una sesión más larga y profunda con el doctor Esteban. Pero, dime, ¿cómo te encuentras?
Apoyó los codos sobre la mesa y entrecruzó sus manos.
—Agotada por la medicación, pero con el estómago lleno. Dan un desayuno espectacular. Ahora seguro que pienso con más claridad. Tomar decisiones con el estómago vacío nunca trae nada bueno. ¿Por qué tenía ganas de conocerme?
—Por varios motivos. Eres Lis de Fez, una psicóloga joven, conocida, poco convencional y bastante solicitada. A los dos nos apasiona la mente y sus entresijos. Voy a ser sincero. No sabía cómo afrontar esta sesión, eres una colega. Al margen de que pueda desarrollar nuestra conversación de una manera más o menos diferente, no dejo de ser un psiquiatra. Conoces el modus operandi y sabes cómo acabará... nuestra charla.
Le observé con minuciosidad.
Después de un «Voy a ser sincero», casi siempre se pronuncia una mentira. Hizo una pausa y se recostó sobre el respaldo.
—Claro que lo sé —afirmé—. He trabajado codo a codo con psiquiatras. Afronte la toma de contacto como lo haría con cualquier paciente. No sienta presión. En el fondo, no somos tan diferentes unos de otros. Tiene que establecer un compromiso de confianza conmigo, así que hágalo. Pero antes necesito que me conteste a una pregunta.
Con un gesto me indicó que procediera.
—¿Quién es la señora que se quitó la vida en el autobús?
—Linda Thomas, diseñadora de joyas y exmujer de un importante empresario. ¿La conocías?
—No.
—¿Te conocía?
—Ni idea.
—Sin embargo, afirmas que en su maletín había información y documentación tuya.
Puse los ojos en blanco.
—No vaya por ahí, doctor. No repetiré otra vez la historia. Seguro que ha hablado con mi hermano, con mi amiga Marta y con la policía. Sabe lo que hay.
«Linda Thomas», repetí mentalmente. No me sonaba. Y su acento al preguntarme y darme las gracias no me pareció extranjero. Además, no llevaba joyas.
—He hablado con ellos y con media docena de personas. Lo que te ha sucedido me tiene muy... despistado.
—¿Ha hablado con mi colega Dante Perini? El italiano.
—Sí. He hablado con él.
Suspiré. Me levanté y me dirigí al dispensador de agua. Cogí un vaso de plástico, lo llené y volví a mi asiento de desequilibrada mental.
—Media docena de personas. Y ¿qué le han contado? Me muero de curiosidad.
—Que eras una estudiante admirable con un expediente digno de alabanza. Una mujer astuta y perseverante. Me han dicho que tienes coraje. Y que eres una profesional seria y disciplinada pero extremadamente empática con tus pacientes. Que tu metodología es distinta. Como tú.
—Voilà. Ya tiene mi perfil. Eso que se ha ahorrado. ¿Le han dicho que me muestro depresiva, delirante o que tengo cierta tendencia a mentir o a exagerar?
—No.
Bebí un sorbo de agua.
—Qué alivio.
Abrió una carpeta de cartón con mi nombre. Dentro había cerca de treinta folios. Pasó unos cuantos. Se detuvo y leyó:
—Intento autolítico. Ingreso. Síndrome ansioso-depresivo reactivo adaptativo.
Hizo una pausa estudiada para que el paciente, yo, hablara.
—Qué hartazgo. Vale. Se lo voy a explicar solo una vez. Sabe tan bien como yo que no existen los intentos de suicidio. Existen las llamadas de atención y los suicidios fallidos. Como tirarte de un sexto y no matarte. Nunca he querido suicidarme. Ni siquiera quería llamar la atención. Solo quería dormir y se me fue la mano. Era una adolescente. Sí, sufrí depresión y ansiedad. No encajé bien una nueva situación familiar. No supe gestionar mis emociones y sentimientos y me deprimí. Lo superé y seguí.
—Hasta hace dos años, que volvió a ocurrir lo mismo.
—No fue lo mismo. Fracasé como profesional.
—¿Qué pasó?
Le iba a decir que lo leyera en los puñeteros folios, pero no iba a servir para nada. Quería oírme y valorarme.
—Llevaba meses trabajando con una paciente. Habíamos avanzado muchísimo. Le veía otra luz en la mirada. Otra actitud. Otra forma de expresarse. Pero un día subió a la azotea del hotel Astoria y se tiró. Tenía veinte años.
—Lo siento.
—Yo también.
—Y después, dejaste el trabajo y volvieron la depresión y la ansiedad.
—Dejé el trabajo porque necesito estar al cien por cien con mis pacientes. Requieren mucha atención y escucha. Estaba desconcentrada. No depresiva. No. Estaba triste y enfadada. ¿Alguna vez ha visto saltar a uno de sus pacientes desde un décimo piso?
—No.
—Igual si lo ve, también sufre ansiedad y pesadillas durante un tiempo. Pero ahora ya estaba mucho mejor. Iba a empezar a trabajar y a retomar mi actividad.
—Pero no has podido porque tu mente ha perdido el contacto con la realidad, Lis. Llevas días sufriendo alucinaciones y delirios. Ves personas que no existen y piensas que suceden cosas que no son ciertas. Trastornos neuróticos y secundarios tras situaciones estresantes —dictaminó.
En pocas palabras, tenía un brote psicótico, un trastorno delirante y mi pensamiento estaba alterado. Mi percepción de la realidad se había difuminado. Inventaba de forma enfermiza y, además, me lo creía. Una tragedia mental.
—Vale —contesté.
—¿Estás de acuerdo conmigo?
—Doctor Lastra, pocos enfermos están de acuerdo con su psiquiatra en la primera sesión. No me importa lo que piensen usted, mis colegas de profesión, mi familia o mis amigos. Sé lo que vi y lo que oí. Pero todos veis y pensáis lo contrario. Así que debo de estar fatal. El objetivo de ambos es que mis delirios remitan o desaparezcan. Empecemos.
Se quedó callado un largo rato. Bebí otro sorbo de agua. Tenía que mostrarme colaboradora y abierta.
—¿Qué quieres que haga por ti, Lis?
—Usted verá, es el psiquiatra. Si cree que tengo un trastorno, siga el protocolo. Tratamiento farmacológico, psicoterapia y me voy a casa. Seguro que mejoro.
—¿Tomarás la medicación y vendrás a terapia?
—Lo haré.
—Está bien. Controlaremos hoy y mañana cómo reaccionas a la medicación, tendrás un par de sesiones de psicoterapia con la doctora Meyer. Y, si todo está correcto, el viernes te daremos el alta.
Habíamos negociado y teníamos un acuerdo. Pero en una partida de ajedrez no se negocia. Se gana o se pierde. Con los psiquiatras no se hacen tratos.
Me levanté.
—Lis, ¿qué significa Bouvet? —dijo, hojeando los folios.
No sé si lo notó, pero de pronto me puse rígida. En alerta.
—Bouvet, la isla más remota del mundo. Deshabitada y antártica. Es el punto de tierra firme más aislado del planeta. Le puse ese nombre a un trabajo para la universidad.
—Está bien —asintió.
—Por cierto, doctor, no existe ningún italiano llamado Dante Perini. Un milagro que haya hablado con él sobre mí.
Salí de la consulta.