Читать книгу La isla más remota del mundo - Myriam Imedio - Страница 18

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Doce menos veinte de la noche. Realicé una inspiración profunda. Apoyé la cabeza en la puerta de mi habitación.

El día había empezado bien, pero con el paso de las horas se había convertido en un infierno, el más puro abismo.

En la segunda sesión con el doctor Lastra, su tono, sus gestos y su semblante habían cambiado. Los tratos camuflados de terapia y psicofarmacología se habían esfumado. Mi salida del centro el viernes se había evaporado. Las palabras que había pronunciado horas antes no existían.

Estaba enferma. Muy enferma. Y había que tratarme porque mi agresividad y mis delirios iban en aumento, se estaban apoderando de mi mente. Yo asentía durante su perorata de psiquiatra. Si mi actitud era negativa, por lo menos que mi respuesta a su discurso fuera positiva. No me iba a servir de nada discutir y contradecir sus ideas. Lo único que le pedí es que no cerraran la puerta de mi habitación porque me entraba claustrofobia. Y él me dijo que nunca cerraban. Que lo hicieron conmigo el primer día porque llegué sedada. Y apuntó, como remate, que no éramos presos.

La tarde no fue mejor. La psicoterapia con la doctora Meyer fue más de lo mismo. Analizar la situación, los errores y el bloqueo emocional, mejorar mis aptitudes... Me lo sabía de memoria. Además, no estaba muy receptiva ni comunicativa por la medicación que me habían suministrado.

Cuando después de cenar me fui a la habitación, tenía la decisión tomada. Quería irme de Los Olmos.

No sabía qué punto de locura o trastorno había alcanzado Malena fuera o dentro del centro, pero esperaba que sus indicaciones no fueran un desvarío. Aunque si me pillaban, la situación tampoco iba a cambiar demasiado.

A las doce menos cuarto abrí con sigilo la puerta. Me asomé unos centímetros. Me había propuesto no pensar, llevar a cabo cada movimiento sin valorar los posibles contratiempos.

Cerré con el máximo cuidado. Di unos pasos hasta las escaleras de la derecha y bajé pegada a la pared. En la planta de las consultas las luces estaban apagadas. Mi corazón estaba desbordado. Recorrí el pasillo como si fuera una ladrona experta. Llegué a la sala común y a la recepción. Tal y como me había dicho Malena, no había nadie. Entré en el mostrador. Y ahí estaba yo, en una de las cámaras. Me quité el sudor de la frente. ¿Cuál era el interruptor que abría la puerta que daba acceso al jardín? Aquel mostrador parecía la seguridad del Louvre. Botones. Cámaras. Interfono.

Abrí el reloj de bolsillo. Tenía que darme prisa. Observé dos pulsadores. Cable rojo o cable azul. Marqué el de la izquierda. La puerta emitió un sonido, música celestial. Atravesé la sala común y corrí al jardín.

El aire era frío y magnífico. Olía a césped mojado.

Miré hacia todas las direcciones. El guardia de seguridad del exterior daba vueltas por las tres parcelas. No quería pensar. No quería. Pero mis padres y mi hermano aterrizaron en mi cabeza como por arte de magia. Si lo conseguía, verían las imágenes. Su hija escapando de un centro psiquiátrico. Era surrealista.

Anduve hasta el jardín con mesas y sillas. Recordé las directrices de Malena. Camino que se pierde entre los árboles. Huerto. Caseta. Puerta blanca. Contraseña. Correr.

Caminé unos trescientos metros bajo la luz de la luna, con el sonido del viento y de las ramas que se movían de un lado a otro. Empezó a chispear. Y luego a llover. Me puse la capucha de mi abrigo. Llegué al huerto. Era grande y estaba vallado con tablones de madera.

Oí ruidos, pasos, algo o alguien. Avancé rápido y con cautela hacia una de las paredes de la caseta. Me iba a dar un infarto. Mis latidos iban a una velocidad tan brutal que llegué a asustarme.

Bordeé la caseta pegada a la pared. Tenía que llegar a la puerta blanca que quedaba en el lado opuesto. El que daba a la calle. A la libertad.

Al girar una de las esquinas, una linterna me alumbró de sopetón. Cerré los ojos con fuerza por la luz cegadora y porque mi excursión había llegado a su fin. Apreté el reloj en mi mano. Las gotas de lluvia resbalaban por mis mejillas.

La linterna dejó de apuntarme. Me daba miedo hasta mirar, pero lo hice.

No era el chico de seguridad. Entre las sombras, junto a un árbol, vi la silueta de un señor bajito, enfundado en lo que parecía un mono de jardinero.

Se acercó de forma pausada. La luz alumbraba la tierra del suelo. Yo no movía ni un dedo, estaba paralizada.

Y, cuando lo tuve a un metro, le examiné con atención.

—¿Usted?

—Vete, Lis.

—¿De verdad es usted?

Me aproximé, escéptica, asombrada. Le toqué el rostro mojado. No llevaba las gafas. Parecía distinto, pero era él.

—¿Andrés Santos?

El portero de mi edificio estaba delante de mí.

Oímos una voz lejana y robusta que gritó: «¿Quién anda ahí?».

Los dos nos sobresaltamos. Tiró de mi brazo y me condujo a la puerta blanca.

—Marca la contraseña.

Me limpié los ojos. La lluvia caía con fuerza.

—¡No! ¿Qué quieren de mí? —chillé.

—¡Marca el código, Lis!

Obedecí su orden. Dos. Nueve. Ocho. Tres. La puerta se abrió. De un ligero empujón me sacó a la calle y cerró.

—¿Quién eres?

—¡Hacia la izquierda, Lis! ¡Corre! —vociferó al otro lado de la puerta.

Y corrí calle abajo como jamás había corrido.

La isla más remota del mundo

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