Читать книгу La isla más remota del mundo - Myriam Imedio - Страница 11
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ОглавлениеNo sé cómo llegué a mi portal. Me olvidé del reloj, del tiempo, de la entrevista, pero no del camino a casa. Iba descalza. Sé que la gente me miraba. Un par de personas me pararon, pero no escuché qué decían. Sus voces eran zumbidos. En mi cabeza solo se repetía un: «Gracias, Lis» y disparo. «Gracias, Lis» y disparo. «Gracias, Lis» y disparo.
La puerta del patio estaba abierta. No vi a Andrés. Subí por las escaleras apoyándome en la pared, sin saber que estaba dejando huellas rojas de la palma de mi mano sobre la pintura blanca.
Me costó un buen rato introducir la llave en la cerradura. No podía controlar el temblor de mi cuerpo. Dos giros de muñeca y abrí.
Mi hermano estaba en el salón, sentado en la mesa, revisando unos documentos. Al levantar la cabeza y verme, corrió hacia mí y me sostuvo.
—¡Lis! ¿Qué ha pasado?
Marcos gritaba.
A mí no me salía la voz.
Le guie hasta el baño. Abrí la tapa del inodoro y vomité. Al apoyar las manos en la tapa, vi la sangre y vomité aún más. Mi hermano daba vueltas, hacía aspavientos. Seguía preguntándome como un loco qué pasaba. Si estaba bien.
Al no encontrar respuesta, se acercó y me cogió la frente y el pelo. También llevaba sangre en el pelo.
Cuando saqué todo lo que llevaba dentro hasta que me dolió la garganta y sentí la acidez y el sabor agrio en mi boca, me senté en el suelo. Exhausta. Confusa.
Mi hermano se arrodilló frente a mí. Su cara ya no era su cara. Su rostro lucía desencajado.
—¿Has tenido un accidente? ¿Estás bien? ¿Llamo a la policía? ¡Lis, dime algo!
Demasiados interrogantes. Cuando estás en shock no puedes pensar de forma coherente. Las ideas se empujan unas a otras y se crea un remolino mental que anula cualquier atisbo de sensatez y claridad. No podía verbalizar lo que sucedía dentro de mí. Aun así, pude decirle a golpes:
—No es mi sangre. Una mujer se ha suicidado en el autobús. Llama a Marta.
Marcos salió corriendo del baño. Me miré los pies desnudos, sucios, con sangre. No sé si estuve ahí tirada segundos o minutos. Me levanté como pude, me quité la ropa y me metí en la ducha.
Froté. Froté. Froté mi cuerpo, mis manos, mi cabello. Me faltaba el aire. Me sostuve en la pared. «Gracias, Lis». Sus ojos verdes en mi cabeza, el disparo en mi cabeza, su cuerpo en mi cabeza. Me subió otra arcada que impulsó mi torso hacia delante.
Y cuando ya pensaba que me iba a desmayar, noté que alguien entraba en el baño como un vendaval y descorría la mampara de la bañera.
Me lancé hacia ella, desnuda. Me abrazó con fuerza y yo lloré y grité como una niña abandonada. Grité. Marta me cubrió con una toalla.
—Lis, por favor, tranquilízate.
—¡Me conocía, Marta! ¡Esa mujer me conocía y se ha volado la cabeza!
La cara de mi mejor amiga era un poema, un poema desestructurado.
Me llevó a la habitación. Mi hermano nos siguió. Continuaba tan pálido como yo.
—Vas a respirar. Te vas a calmar y nos vas a contar qué ha pasado —dijo con sus manos en mis hombros, mirándome de frente.
Marta era mi amiga y mi vecina desde que nacimos. Fuimos juntas al colegio. Veraneábamos juntas en Liria. Y estudiamos juntas la carrera de Psicología. Supo desde siempre que quería ser psicóloga. Parecía tenerlo todo claro y a mí me fascinaba tanta seguridad y determinación. Se proponía un objetivo y lo cumplía. Se marcaba una ruta y la seguía. La admiraba porque yo era el polo opuesto.
En la niñez y en la adolescencia dudaba hasta de mi sombra. No sabía qué quería, me metía por caminos intransitables y escribía metas que olvidaba a la semana. Ella mantenía la calma ante situaciones desesperantes e imprevistas; en cambio, yo saltaba cual muelle y sacaba las uñas como un felino enfurecido. Ella se caía de la bicicleta y no soltaba ni una lágrima. Yo me caía y hacía un puñetero drama. No podíamos ser más diferentes y más amigas.
Me vi sentada en la mesa del salón frente a una tila. Mi mirada se perdía en el humo que brotaba de la taza. Los sonidos de las ambulancias y de la policía se oían de fondo. Me tapé los ojos con la mano. También oía el móvil en la habitación. Tenía que estar en una entrevista a la que no había llegado.
—Cuéntanos qué ha ocurrido —ordenó Marta.
Apenas había empezado el relato de mi recorrido, cuando mi hermano me cortó y me preguntó:
—¿Desde cuándo hay un portero en el edificio? No había nadie abajo cuando he llegado.
—Desde ayer. Lo conocí cuando me dejaste en casa. Se llama Andrés.
Iba a seguir diciendo que ¡eso no era importante! Que lo surrealista era lo del autobús, lo de la mujer, lo del suicidio, pero sonó el timbre de la puerta.
Marcos abrió y aparecieron dos policías con semblante serio. Uno de mi edad, el otro rozaba la jubilación.
—Buenos días, ¿vive aquí Elisabeth de Fez?
—Sí, soy yo —contesté y me levanté.
Me saludaron.
—Elisabeth, ¿ha cogido usted el autobús esta mañana?
—Sí, el número 89, el autobús donde se ha quitado la vida una señora. Estaba a un metro de mí cuando ha sucedido —dije, ahorrándoles preguntas.
El policía joven me mostró un maletín negro.
—Se lo ha dejado en el autobús. Entre la confusión y el susto se le habrá olvidado.
Analicé el maletín de piel en silencio. Ese maletín no era mío, pero sí me había tropezado con él al salir de mi asiento. Me tropecé y me caí. La imagen irrumpió como un rayo.
—No es mío —negué—. Lo llevaba la señora que se ha suicidado, lo dejó en el suelo.
Los dos agentes se miraron. Luego me observaron.
—¿Podemos pasar?
Entraron en casa de mis padres. El joven apoyó el maletín en la mesa del salón. Lo abrió. Y sacó lo que había dentro.
—Un currículum de Elisabeth de Fez —afirmó, dejándolo en la mesa. Me asomé a él como quien se asoma a una catarata—. Certificados de másteres y cursos, una carta del banco, otra de publicidad, tarjetas de visita, dos bolígrafos, un fular y esto.
Me mostró una docena de folios encuadernados, en el primero de los cuales se leía: PROYECTO BOUVET. Abrí la boca y los ojos como nunca había hecho en mi vida. La incredulidad se reflejaba en mi expresión. Ese proyecto era altamente confidencial. Solo dos personas lo conocíamos: el profesor Kaminski y yo.
—No puede ser.
—Elisabeth, ¿las pertenencias que le he mostrado son de usted?
—¡Sí! ¡Sí! Todo es mío, pero el maletín no. ¡Lo llevaba la señora del autobús!
Los dos policías miraron a mi hermano, luego a Marta y, por último, a mí. Y conocía esa mirada...
—Bien, Elisabeth, vamos a sentarnos y le voy a hacer una serie de preguntas. Así nos podrá explicar qué ha ocurrido —dijo el policía. Resoplé. La escenita no me estaba gustando—. ¿Adónde iba esta mañana?
—A una entrevista de trabajo. Soy psicóloga.
—¿Es usted usuaria habitual del transporte público, más concretamente, del número 89 de los autobuses urbanos?
—No. Tengo coche, pero a primera hora he ido al garaje y el coche no arrancaba. Quería coger un taxi, pero estaban ocupados. Ha llegado el 89 y me he subido.
—¿Conocía usted a la señora del autobús?
—No. No la había visto nunca.
—Sin embargo, afirma que llevaba un maletín con información y documentos suyos.
Miré dichos documentos desperdigados por la mesa. Aquello era surrealista.
Tardé unos segundos en contestar.
—Sí. Así es.
—¿No ha salido usted de su edificio con un maletín?
—¡No! —grité, y a los segundos me levanté de la silla y rectifiqué—: Sí, sí. He salido con un maletín parecido, pero no era este. El portero estaba limpiando el cuarto del portal y al salir me ha dicho si podía tirar una bolsa de basura y el maletín. Lo he tirado en el contenedor de la esquina y luego he ido al garaje.
Se creó un silencio incómodo, aplastante. Las cuatro personas que estaban en el salón me analizaban.
—¡Estoy diciendo la verdad! Hablen con el portero, vayan al contenedor, al garaje, y comprueben lo que estoy contando.
—Elisabeth, no se ponga nerviosa. Entiendo que esté aturdida.
Resoplé. Resoplé fuerte. El policía mayor se dirigió al joven y le dijo:
—Llorens, habla con el portero, ve al contenedor y al garaje.
Estaba en la conversación, en las preguntas, en las miradas, pero en mi cabeza solo rondaban el PROYECTO BOUVET y la señora de ojos verdes. Los dos policías y el maletín me estaban volviendo loca.
El agente Llorens asintió y mi hermano, que había permanecido en estado de circunspección absoluto, le dijo que lo acompañaba. Me pidieron las llaves del garaje y del coche. Se las di y los dos desaparecieron. Y ahí nos quedamos en el salón, el policía interrogador, mi amiga absorta y yo, de pie, pero rodando en una espiral de confusión.