Читать книгу La isla más remota del mundo - Myriam Imedio - Страница 15
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ОглавлениеNecesitaba contactar con el profesor Kaminski. La cuestión se había convertido en urgente y vital. El PROYECTO BOUVET no era un trabajo de la universidad, aunque empecé a trabajar en él en 2012, mi último año de carrera. Era un proyecto complejo. Lo llevábamos el profesor y yo, nadie más. Formaban parte de él seis personas, seis pacientes con experiencias traumáticas que bien podrían protagonizar una película de terror o un thriller psicológico.
Esas experiencias habían dado la vuelta a su mundo, les habían afectado mentalmente. Tenían distintos tipos de trastorno. Eran palabras sueltas en busca de un relato. Les costaba hablar, muchísimo, pero nosotros les ayudábamos y ellos nos ayudaban a descubrir, a entender. Estudiábamos sus patrones de comportamiento, sus avances, sus retrocesos, el punto donde convergían realidad y ficción. En resumen, entrábamos en su psique.
Nuestros pacientes no sabían que el proyecto se llamaba Bouvet. Solo el profesor y yo. Y una mujer que se había volado la cabeza.
Debía explicarle lo que había sucedido y que me lo aclarara, ansiaba descubrir qué estaba ocurriendo. Y, con suerte, que arrojara luz al asunto, porque estaba a oscuras. Sí. Debía hablar con Kaminski y ver qué había en el pendrive blanco. Solo tenía un pequeño problema: estaba encerrada en un psiquiátrico, sin móvil, sin poder realizar llamadas y sin acceso a Internet. Tenía que salir de allí.
Miré a la enfermera desde el banco donde me había indicado que me sentara. Al salir de la consulta ella estaba ahí, esperándome. En un pasillo amplio, diáfano, con bancos y plantas artificiales. Hablaba animosa con otro enfermero. No me extrañó que el doctor Lastra mintiera. A veces hay que mentir para alcanzar la verdad. Era la estrategia de muchos psiquiatras, pero no la mía. Quizás porque era psicóloga.
Lo único que me hizo gracia de la conversación es que dijera que mi metodología era distinta y poco convencional, porque mi procedimiento era bien sencillo.
Jamás dejaba a mis pacientes que me llamaran de usted. No los tumbaba en un diván. Nuestras cabezas y nuestros ojos estaban a la misma altura. Y conectaba con ellos a través de la sinceridad. «¿Piensas que estás en un infierno? Pues yo también he estado». Mi excursión a un agujero oscuro y la posterior escalada les relajaba. Ahí entraba en juego la palabra empatía. Una vez que se sentían cómodos conmigo solo había que fluir. Me subía a sus embarcaciones y aplicaba la estrategia de la sugerencia y no la de la exigencia. No se puede forzar a una persona enferma. Sí sugerir, orientar y encauzar el navío.
Bucear en tu interior a pulmón libre es un deporte de riesgo, solo apto para valientes. Yo me convertía en su oxígeno.
Y, mientras el proceso estaba en marcha, debía analizar los componentes paralingüísticos y los no verbales. Y, por supuesto, el componente secreto y mágico que me hacía distinta según el doctor: poner en práctica la escucha activa. Cuando decía esta frase en ponencias y charlas, mi audiencia sonreía y un cuchicheo gracioso recorría la sala como un velo de seda. Era divertido.
—Vamos, Elisabeth.
Me levanté y la acompañé.
—¿Qué tal con el doctor?
—Una charla breve pero amena.
—Me alegro. ¿Quieres que te enseñe el complejo de Los Olmos?
—Claro —contesté con ilusión, como si fuera lo que más deseara en la vida.
Anduvimos y ella me fue contando.
El edificio principal era la villa de tres plantas. Combinaba elementos arquitectónicos modernos con rústicos, lo que hacía de ella una construcción lujosa y bonita. Una villa señorial con una magnífica vista a las montañas y una entrada cómoda y funcional.
Era la bienvenida a Los Olmos: clase y distinción.
En la villa, los familiares tenían la primera toma de contacto con el director o subdirectora del centro. Había despachos, la secretaría, administración... Además, lo habían acondicionado como un HDP —un hospital de día psiquiátrico—, y solo lo utilizaban pacientes que anteriormente habían permanecido ingresados. Contaba con tres salas de grupo, una de ellas preparada para terapia ocupacional. Y con una estancia polivalente: salón con juegos de mesa, comedor, cafetería... Lo necesario para entretener.
Teresa me explicó que la villa era el único edificio construido cuando compraron las tres parcelas que formaban el complejo. El resto era campo.
El edificio número dos, en el que nos encontrábamos, era el de ingresos y consultas. Su forma era rectangular. Se comunicaba con la villa tanto por el exterior —el jardín— como por el interior. Habían diseñado un pasillo acristalado que dejaba ver la bonita vegetación y conectaba las dos edificaciones. Eso sí, con unas medidas de seguridad abrumadoras. Los pacientes siempre debían ir acompañados si cruzaban de un edificio a otro, ya que se necesitaba una clave de acceso.
El edificio número tres, el vértice superior del triángulo, era una construcción muy parecida a la de ingresos. Dos pisos, apariencia minimalista, jardines imponentes con fuentes, un huerto... También contaba con salas de reuniones, un pequeño gimnasio, una capilla y habitaciones.
A veces, se celebraban congresos y los ponentes pasaban la noche allí. O los profesionales del centro hacían uso de ellas si trabajaban en turnos de cuarenta y ocho horas. Este último no conectaba con los otros dos. Estaba más lejos y un pasillo acristalado tan largo no hubiera quedado bien. No era necesario.
Todo el complejo de Los Olmos estaba comunicado por los jardines, pulcramente cuidados, con árboles frutales, distintos porches, bancos para disfrutar de las vistas o la lectura. Y los famosos y centenarios olmos que le habían dado nombre. Caminando por esos jardines aparecías en cualquiera de las tres edificaciones y parcelas. Pero para caminar tenías que salir, y salir de los edificios no era sencillo. Las puertas las abría y cerraba el personal sanitario.
La enfermera y yo llegamos a un espacioso salón acondicionado con mesas, sofás, un gran televisor anclado en la pared y dos ordenadores. A la izquierda había una especie de recepción. Un amplio mostrador con dos enfermeras que controlaban toda la sala, los pacientes —en ese momento un señor de avanzada edad y una mujer de unos cuarenta años—, la gran puerta que daba al jardín y otra más pequeña al fondo del comedor.
—Es igual que la de arriba, pero sin los accesos al exterior, claro —afirmó.
Enfermeras arriba y abajo. Salas de distracción arriba y abajo.
Teresa me presentó y las dos chicas jóvenes me saludaron. Advertí que llevaban un collar con un botón negro. Imaginé que era el botón del pánico. Si sucedía un incidente, lo presionarían y vendrían los geos o algo similar. No iba a tardar en averiguarlo.
—Te voy a enseñar la villa, Lis. Verás qué preciosidad. ¿Por dónde quieres ir? ¿Por el jardín o por el pasillo?
—Por el jardín, por favor. Así respiro aire puro.
El señor mayor y la mujer no me quitaban ojo de encima.
Teresa hizo un gesto a la enfermera para que abriera. Pulsó un interruptor que yo no vi, pero que quedaba a la altura de su cadera, y la puerta emitió un sonido.
Por fin iba a tener mi primer falso contacto con la libertad e iba a ver el color verde que tanta paz me daba.
Anduvimos unos metros y, justo cuando iba a salir, me di de bruces con un hombre de bata blanca. Se le cayeron unos papeles al suelo y yo me tambaleé.
—Perdón, perdón —dijo al incorporarse.
Era alto y delgado, pelo engominado, gafas colgadas al cuello. Ojos grandes. Guapo.
Lo miré con detenimiento mientras mi cabeza iba a toda prisa.
—Yo te conozco —afirmé bajo la atenta mirada de las enfermeras y los dos pacientes—. ¿No te acuerdas de mí? ¡Eres amigo del profesor Kaminski! Comimos juntos el año pasado —expliqué, dejándome llevar por la euforia.
El hombre me analizó como si fuera un fantasma. Arqueó las cejas. Cara de circunstancias y desconcierto.
Al ver su semblante, el mío cambió.
Observé la identificación que llevaba enganchada en el bolsillo de la bata: DR. MANUEL SETIÉN.
Fruncí el ceño.
—¡No te llamas Manuel Setién! —negué con aspavientos.
—¿Quién es esta paciente? —le preguntó a Teresa.
—¿Cómo que quién soy? ¡Conoces al profesor y me conoces a mí! ¡Hemos comido juntos, desgraciado!
Le cogí de los brazos desesperada.
—¿Qué está pasando? ¡No te llamas Manuel!
Grité. Lo zarandeé.
—¡Por favor! ¡Llama al profesor Kaminski!
Y ahí, de nuevo, mi estrategia se fue al garete. Una de las enfermeras pulsó el botón negro que llevaba de collar.
Se abalanzaron sobre mí dos sanitarios. Intenté quitármelos de encima mientras vociferaba:
—¡No eres Manuel Setién! ¡Me conoces!
Llegó un chico de seguridad. Me pincharon. Y me calmé.