Читать книгу La isla más remota del mundo - Myriam Imedio - Страница 17
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ОглавлениеJorge se levantó y se fue sin mirarme, sin prestarme atención. Hay muchas formas de decir adiós. Y, a veces, no son necesarias las despedidas cuando todo está dicho.
Desde un sofá de la sala común, seguí los movimientos de Berta: joven, bonita e inexperta. Se movía entre teléfonos, cámaras y ordenadores sin demasiada destreza. No llevaba muchos meses trabajando en Los Olmos.
Sí, había cámaras de seguridad. Había localizado dos en el salón donde me encontraba. Así que verían que había incordiado a un paciente. Y, por supuesto, comprobarían las búsquedas que había realizado dicho paciente. Verían una búsqueda que no formaba parte de la rutina de Jorge. Y ahí entraría yo en juego. Era consciente, pero no me importaba. En realidad, era lo que menos me importaba.
Berta se acercó al sofá.
—Lis, ¿cómo te encuentras?
—Bien, no te preocupes.
—He hablado con el doctor Lastra. Ahora está en una sesión, pero cuando termine quiere verte. —Miró el reloj—. Falta algo más de media hora, ¿vale?
—Vale.
—Oye —bajó un poco la voz—, tengo que ir un momento a una de las consultas de este pasillo y no encuentro a Teresa. Si te dejo aquí sola dos minutos, ¿puedo confiar en ti?
—No me moveré del sofá. Tranquila, no voy a liarla otra vez.
Salió a paso rápido. Observé la recepción.
Me levanté sin dejar de mirar las dos puertas. La salida al jardín y la entrada al pasillo acristalado. Recé a todos los santos para que no viniera nadie.
Me asomé al mostrador. Ahí debajo, imperceptibles si no metías la cabeza en las entrañas de la recepción, había tres pantallas. Las imágenes eran en blanco y negro. Miré a una de las cámaras situada en la esquina del techo. Saludé. Y me vi saludando en la pantalla. ¿Me estarían viendo desde arriba? ¿Desde otro lugar? En la segunda se veía el pasillo. Vi cómo Berta llamaba a la puerta de una de las últimas consultas. En la tercera se veía el jardín.
Analicé la mesa sin dejar de controlar las pantallas. Dos móviles y un teléfono fijo.
Los móviles tenían patrón de seguridad. Imposible desbloquearlos.
Descolgué el fijo y marqué el número. Sabía quién iba a contestar. Cuando el último tono llegó a su fin, la grabación del profesor Kaminski empezó. Nunca me había alegrado tanto al escuchar un contestador automático. Su voz. Su característica voz y su cálido acento.
Hola, soy Kaminski, ahora no puedo atenderle. Pero deje su mensaje y le contestaré a la mayor brevedad posible. Muchas gracias. Salud y libertad.
—Profesor, soy Lis. Estoy ingresada en Los Olmos. Ayer una mujer llamada Linda Thomas se quitó la vida en un autobús. En su maletín había información sobre nuestro proyecto. Necesito verle ¡ya! Están pasando cosas muy extrañas. Intente venir aquí. —Vi cómo Berta volvía de vuelta por el pasillo—. Si no puede, en cuanto salga le llamaré y nos veremos en su consulta. Ayúdeme, por favor.
Salí pitando del mostrador y me senté de nuevo en el sofá. Tenía taquicardia. Me sentía como si hubiera perpetrado el mayor robo a un banco. Adrenalina. Respiraba de forma acelerada.
Berta sonrió al verme.
Llegó Teresa. Llamé su atención y se acercó.
—Teresa, siento lo de antes, no sé qué me ha ocurrido.
—No lo sientas, cariño, estamos aquí para ayudarte.
—¿Podría salir un ratito al jardín? Hasta que me toque ver al doctor.
—Yo te acompaño.
Berta abrió la puerta desde el mostrador y salimos.
Oh, Dios. Sentí la felicidad al notar el aire fresco y puro en mi cara. Cerré los ojos e inspiré. Olía a campo, a tierra, a naturaleza, a vida. Árboles, flores, sonido de pájaros. El cielo lucía nublado y las nubes se movían rápido.
Anduvimos por un sendero y salimos a otro jardín con tres mesas y sillas. Desde ahí se veían las montañas. Un paisaje que me ofrecía la tranquilidad y el sosiego que me hacían tanta falta.
—¿Quieres sentarte un rato?
Asentí y tomé asiento.
En la mesa contigua había una mujer, también llevaba mi uniforme. Tenía un cuaderno y lápices. Dibujaba. Parecía abstraída de la realidad.
Teresa se alejó unos pasos, sin perderme de vista, y empezó a hablar por el móvil.
De nuevo cerré los ojos y enfoqué mi cabeza al cielo.
Esperaba que el profesor escuchara pronto mi mensaje. Pronto era en menos de veinticuatro o cuarenta y ocho horas. Solo acudía a la consulta dos veces por semana. Normalmente, martes y viernes. Pero con él nunca se sabía. No era un hombre de horarios y rutinas establecidos. Si se le hacía tarde revisando casos o trabajando en proyectos, pasaba la noche allí y se acostaba en un sofá cama. Además, odiaba los teléfonos: los móviles y los fijos. Para él eran una distracción absurda, no un medio de comunicación. Ni siquiera se había instalado WhatsApp. Estaba anclado en otro tiempo, en otra filosofía de vida, en asuntos de mayor calibre. No le gustaban las conversaciones prosaicas y las distracciones superficiales no estaban permitidas.
Esperaba que el profesor no estuviera de viaje ni tuviera un congreso o una reunión informal con colegas en cualquier punto del planeta.
Esperaba que el profesor no hubiera cogido unos días libres para permanecer en un monasterio, alejado del mundo, sin conexión con el exterior, como hacía de vez en cuando.
Esperaba lanzarme pronto a sus brazos y aliviar la impotencia sobre su hombro.
Una rara avis, mi mentor, mi guía, mi amigo... Ese era el profesor Kaminski.
—Tremendo numerito has montado, criatura —afirmó la artista.
No necesité abrir los ojos y volver a mirarla para saber que era la mujer que antes estaba en la sala común junto al caballero.
—Claro que sí —continuó—, estamos en un psiquiátrico. Que se note.
—Me altero cuando alguien cambia su identidad.
Se rio. Cogió sus bártulos y se plantó en mi mesa. Me sacó de mi estado de concentración al oír que arrastraba la silla.
—¿Se calmó tu tormenta interior?
—No, sigue lloviendo.
Su acento era latino.
—Estás agotada, ¿cierto?
—Muy cierto. ¿Cómo te llamas?
—Malena.
—Oye, Malena, ¿eres real o te estoy inventando?
Se echó a reír de nuevo. Su risa era contagiosa, nada estridente.
—El humor redime. Ojalá me estuvieras inventando. Sí, criatura, soy real porque me duele la realidad hasta lo intolerable. Lis, escúchame porque no tenemos demasiado tiempo.
Cambió su tono de voz. Más formal, más serio, más prudente. Me clavó sus ojos color caramelo.
—Debes escapar de Los Olmos lo antes posible. No te dejarán salir esta semana ni la que viene ni la otra. Y tienes asuntos pendientes fuera. Ahora debes priorizar lo urgente sobre lo importante.
Me incorporé y la observé. Ella desvió la mirada hacia la enfermera.
—¿Qué sabes de mí?
—Lo suficiente. Lis, han secuestrado a mi hija. Me encerraron aquí hace dos meses. Tienes que salir y encontrarla. Se llama Eva Andersen. Es rubia y delgada. Tiene veintidós años y los ojos azules.
Intenté hacerle otra pregunta, pero me cortó.
—No hables, escucha. Las cámaras que hay dentro del centro son de observación. Las que hay en el jardín son de grabación. Por las noches hay dos guardias de seguridad que vigilan el recinto. Uno da vueltas por el interior, el otro por el exterior. A las doce en punto de la noche, el chico de seguridad que hay fuera entra. Se toma un descanso de quince minutos. Siempre es más tiempo porque le gusta una de las enfermeras. Sal de tu habitación a las doce menos cuarto. Ve a la planta baja y sal por la puerta que da al jardín. A esas horas no hay nadie en el piso de las consultas. ¿Ves el camino que se pierde entre los árboles? Conduce a un huerto que utilizan como terapia. Al lado del huerto hay una caseta con herramientas. Y detrás de la caseta, una puerta blanca, que se abre con un código de seguridad. El de hoy es 2983.
Me tapé la cara con las manos. Malena, la que me faltaba.
—Lis, 2983 —repitió—. A las doce en punto cambiará el código y no podrás salir. Cuando estés fuera, corre. Corre. A cuatro o cinco kilómetros está el pueblo. No sé qué habrá abierto, pero busca un taxi o intenta contactar con alguien. Yo mantendré ocupado al personal. Hasta las siete y media de la mañana nadie se dará cuenta de que no estás.
—¿Y por qué no te escapas tú?
—Porque yo no tengo adonde ir. Extiende tu mano sobre la mesa.
Le hice caso. Ni siquiera sé por qué. Dejó algo frío y pequeño sobre la palma de mi mano.
—Guárdalo en tu bolsillo del pantalón —ordenó y obedecí.
—No puedo hacerlo. No puedo escaparme.
—O te vas hoy o no te irás nunca, Lis.
Me miró con una desesperación que pocas veces había visto.
La enfermera comenzó a andar hacia nosotras.
—Eva Andersen. Doce menos cuarto. Puerta blanca. 2983. Corre —susurró antes de tener a Teresa a un metro.
—Malena, no molestes a Lis.
—No la molesto. Le estaba enseñando mis dibujos.
—Venga —afirmó—. Ve a la sala de actividades, que están haciendo el taller de mandalas y a ti te encanta.
Malena cerró su cuaderno y recogió sus lápices.
—Un placer conocerte, Lis —dijo antes de desaparecer.
—¿Mejor aquí fuera? —me preguntó Teresa.
—Sí, la naturaleza es curativa. Hay que abrazarla de vez en cuando.
—Tienes razón —concluyó—. ¿Qué te ha contado Malena? ¿El episodio de que oye voces de un ser superior, el de que la persigue un grupo secreto o el de la hija secuestrada?
Me quedé pensativa. Sentí una mezcla de decepción e incertidumbre. Por un mísero momento la había creído. Su mirada era pura verdad. ¿Cómo alguien tan delirante podía ser tan convincente?
—El de que es perseguida por un grupo secreto —mentí.
—Hoy está inquieta. Según su estado de ánimo cuenta una historia u otra.
—¿Tiene hijos?
—Qué va. Ni hijos ni hijas. La vaciaron por una enfermedad cuando era muy jovencita. No puede ser madre. Te dejo aquí diez minutos y vengo a por ti. El doctor está a punto de terminar.
Me quedé sola, divisando el pico de la montaña. El cielo tiñéndose de gris oscuro. El viento pasando de ligero a violento. Con disimulo metí la mano en el pantalón del chándal y saqué lo que me había dado Malena. Era un reloj de bolsillo, pequeño, plateado, con mariposas grabadas en el exterior. Lo abrí. Marcaba las doce y media. Los números eran grandes para ser un reloj tan pequeño. Lo incliné y vi un nombre grabado en el interior de la tapa:
Eva Andersen