Читать книгу La isla más remota del mundo - Myriam Imedio - Страница 16
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ОглавлениеUna luz fuerte y clara me inundó las retinas en cuanto abrí los ojos. Si me hubieran dicho que estaba al final del túnel, me lo habría creído. Pero estaba al borde de una camilla, en la enfermería. Una enfermera me observaba de forma delicada desde un butacón. Su mirada azul era una sonrisa amable.
—¿Cómo te encuentras, Elisabeth?
—Muy bien.
La expresión que le dediqué le causó gracia.
—No se llama Manuel Setién —dije en un susurro.
—Nos hemos enterado. Lo has gritado a los cuatro vientos.
Caí en que era una de las enfermeras que había en la planta baja, detrás del mostrador de recepción.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Cuarenta minutos. Una siestecita.
Me ayudó a incorporarme y me quedé sentada en la camilla. Estábamos solas en la enfermería. Miré a la nada durante unos segundos. La misma mirada perdida que había visto cientos de veces en mis pacientes.
«Andrés Santos. Linda Thomas. Manuel Setién».
Repetí sus nombres mentalmente. Un portero que no existía. Una suicida con información confidencial. Un psicólogo que había cambiado de nombre.
Se me cayeron dos lágrimas enormes. Sentí cómo llegaban hasta mi barbilla y se estampaban en mi pecho. Mis lágrimas eran sinónimo de impotencia.
Adiós a la posibilidad de salir del psiquiátrico el viernes. Adiós al trato encubierto que había hecho con el doctor Lastra. Adiós a mi cordura.
—Me están volviendo loca.
La chica me limpió las lágrimas.
—¿Quiénes?
—No lo sé. Solo sé que se han roto mis puentes. Han volado por los aires.
—Entonces, construye un túnel.
Se encogió de hombros. No respondí. Me puso el tensiómetro y me hizo mirar una luz de derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Supuse que estaba bien porque me hizo salir de la enfermería y echamos a andar hasta que desembocamos en la sala común donde antes había montado el show de la mañana.
Los dos pacientes ya no estaban. Igual les había alterado la escena y por mi culpa habían sufrido una crisis.
La enfermera, llamada Berta, me indicó que me sentara y esperara.
La televisión estaba apagada y en la sala no había un alma. Únicamente un chaval de unos veinte años, grande y encorvado, delante de uno de los dos ordenadores. Se le veía concentrado. Anduve unos pasos y me senté a su lado frente al ordenador apagado. Ni siquiera me miró. Estaba tan ensimismado buscando cabañas en árboles que no se percató de mi presencia, aunque nuestros hombros estaban a medio metro de distancia.
—¿Te gustan las cabañas de madera?
—Sí —contestó sin mover un músculo.
Al mirar la pantalla, advertí que en la parte superior de la derecha había una cuenta atrás. Tenía catorce minutos y treinta y cinco segundos para convencerle. Necesitaba el ordenador.
—Me llamo Lis y soy nueva aquí.
—Hola, Lis.
—¿Tú cómo te llamas?
—Jorge.
Iba a resultar complicado. Arrastraba las palabras y casi no parpadeaba.
—Jorge, ¿cómo puedo conectarme al ordenador?
—Tienes que portarte muy bien. Si te portas muy bien, te dan una clave en un papel. Y tienes treinta minutos al día para conectarte.
—Guau. Enhorabuena. Seguro que te has portado genial si te han dejado un ordenador para ti solo.
—Sí.
Me quedaban doce putos minutos.
La enfermera no paraba quieta tras el mostrador, pero no nos quitaba la vista de encima.
—¿Te gustan las casas de madera en los árboles?
—Sí.
—Yo tengo una.
Giró la cabeza como un resorte, en un segundo. Sus ojos me enfocaron. Su cara era redonda. Permaneció con la boca entreabierta hasta que habló.
—¿Dónde?
—En mi casa del campo. A unos cuarenta minutos de aquí. ¿Sabes?, la hizo mi padre con la ayuda del padre de mi mejor amiga, que se llama Marta. Necesitó ayuda porque hacer una cabaña en un árbol es complicado. Utilizaron un montón de madera.
Me escuchaba y me miraba con una atención sobrenatural.
—¿Cuánto tardaron en hacerla?
—Mmm. Una semana.
—Ah —dijo, y volvió la cabeza hacia la pantalla, donde había decenas de fotos de casas en árboles.
—Me han quitado el móvil. Pero tengo muchas fotos y vídeos de la cabaña. Si quieres..., cuando me lo den, te las enseño. Incluso puedes venir un día y subir conmigo a la casa del árbol.
De nuevo me observó con la boca entreabierta y la ilusión en su rostro.
—¿Yo quepo?
—Claro que sí, Jorge. —Sonreí—. Caben tres personas. Subiremos juntos.
—Vale —contestó, asintiendo.
—Pero antes tienes que hacerme un favor.
Me quedaban menos de seis minutos.
—¿Qué favor?
—Algo muy sencillo. Buscar una cosa en Internet. No tardaremos y, luego, puedes seguir mirando las fotos.
Se quedó pensando. Su mutismo se me hizo eterno.
—¿Y si me riñen?
—No te van a reñir, seguro que no. Pero si alguien te riñe, di que ha sido culpa de Lis. Yo te doy permiso.
Ladeó la cabeza y se balanceó ligeramente adelante y atrás. Lo iba a hacer. Lo estaba sacando de su zona de confort. Y con el movimiento expresaba su nerviosismo.
—¿Me prometes que subiremos a la cabaña?
—Te lo prometo. —Con mi dedo dibujé una cruz en el centro de mi pecho. Él me imitó. Me trasmitió muchísima ternura.
—¿Qué busco?
—Busca: «consulta doctor Kaminski». Con k de kilo.
Inspiré profundo. Él abrió una ventana nueva y tecleó. Observé de reojo a la enfermera.
—Ya.
Me asomé con sutileza a la pantalla. Salían miles y miles de resultados. Pero el que yo quería aparecía a la derecha, bajo la foto del edificio, la dirección de su consulta y los primeros comentarios con cinco estrellas. Leí el número de teléfono. Lo repetí como un mantra. Soy mala memorizando números. Solo me sabía cuatro: el de mi hermano, el de mi madre, el de Marta... Y el cuarto... Aún no era el momento de utilizarlo.
—Puedes cerrar la página, Jorge.
Me obedeció y siguió mirando fotos. Le hubiera dado un beso, pero Jorge no era de esas personas a las que les gusta el contacto físico.
—Te avisaré cuando tenga mi móvil y quedaremos para ir a la cabaña.
—Sí. Lo has prometido.
Me sobraron dos minutos.