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Dejamos atrás el Hospital General y seguimos por la avenida del Cid. Seguía lloviendo y los paraguas se revolvían contra sus dueños, luchaban contra el fuerte viento que ese día derribaría árboles, suspendería clases y cerraría puertos.

Había salido de la bonita burbuja en la que vivía mi hermano y en cinco minutos estaría entrando en el barrio. Mi hábitat, mi segunda piel, mi currículum. El barrio de toda la vida, el de las pipas y las risas en el banco de la esquina, el de los vecinos que te conocen desde que no levantabas un palmo del suelo.

El maravilloso barrio de aquellos maravillosos años.

—¿Cómo estás? —disparó después de unos minutos de silencio.

—Os lo dije ayer. Estoy bien.

—No. Le dijiste a John que estabas bien porque, si le dices que estás mal, te hará muchas preguntas. Ahora te lo estoy preguntando yo.

Respiré hondo.

—Estoy. Me sigue costando vivir en casa de mamá. Me sigue costando aceptar que me han puesto los cuernos. Me sigue costando... Es el resumen. Pero estaré bien, seguro. Cuestión de aceptar y cuestión de tiempo.

—¿Te tomas pastillas para dormir?

—Cinco o seis cada madrugada y las mezclo con alcohol.

—¡Lis!

Se asustó.

Yo me reí.

La niña seguía durmiendo.

—Me tomo una de vez en cuando. Ni siquiera todas las noches. No te preocupes, de verdad.

Habíamos llegado. Aparcó el coche en la acera de enfrente. Intuí que le iba mal dar la vuelta y yo tendría que salir al huracán, cruzar la avenida Giorgeta y mojarme.

—Mañana por la mañana iré a casa de mamá. Tengo que recoger unos documentos. Estarás, ¿no?

—Pues no. —Me quité el cinturón de seguridad y cogí el bolso del suelo—. Tengo una entrevista de trabajo a las diez.

Mi hermano me miró como si le hubiera dicho que iba a atracar un banco con dos delincuentes experimentados. Creo que hasta abrió la boca.

—¿En serio, Lis? ¿En serio?

Me tocó la cabeza y la acarició, como a un perro que hace algo bien, que hace lo correcto, lo esperado.

—¡Cuánto me alegro! Pero qué feliz me haces. Estás preparada.

Sonrió con euforia. Toda la alegría se la había llevado él.

—No, Marcos, no es que esté preparada para trabajar. Es que ¡estoy arruinada! Se me acaba el paro y me quedan ciento cincuenta euros en la cuenta.

—¿Se lo has dicho a Lara?

—No. Si me cogen, se lo diré.

—¿Le sentará mal?

—Ni mal ni bien. Me ha dicho mil veces que vuelva con ella al gabinete, que me echan de menos, que soy imprescindible. Las dos sabemos que nadie es imprescindible. Y las dos sabemos que no volveré a trabajar allí. Es consciente.

Abrí la puerta y el vendaval se coló en el coche; el viento me hizo girar la cara.

Marcos me ordenó que cerrara la puerta y sacó su cartera. Estaba llena de billetes. El arco iris de la comodidad. ¿Quién coño va con tanto dinero por la calle? Agarró mi mano y dejó en ella un billete de quinientos y tres de cien.

—No te lo he contado para que me des dinero.

—Lo sé. ¡Qué contento estoy, Lis!

Cada loco con su tema. Se lo agradecí y le dije que se lo devolvería a sabiendas de que no lo aceptaría.

Antes de salir, le di un beso a mi pequeña leona y le estampé un te quiero en la mejilla a mi hermano, que desde hacía catorce años se había apropiado del papel de salvador y padre de familia. No, nuestro padre no estaba muerto, solo se fue a comprar tabaco. Y, aunque había vuelto, su excursión y su regreso se me habían atragantado en el gaznate. En catorce años habíamos entablado pocas conversaciones. No me salían las palabras, ni las buenas ni las malas.

Vi cómo desaparecía el coche por la avenida. Me puse la capucha de la sudadera, encogí los hombros y me concentré en el semáforo, que tardaba en cambiar más que en cualquier día soleado. Mientras me calaba entera y el viento me movía como un junco, pensé en los cientos de veces que había repetido: «Yo nunca volveré a vivir en casa de mis padres». Nunca digas nunca, el universo se pondrá en marcha y se reirá en tu cara a carcajadas.

Salí de la casa familiar a los diecinueve años. Me sentí libre, poderosa, independiente. Sentí que dominaba y conducía cada uno de mis pasos. La felicidad elevada a la máxima potencia. Volví con los treinta recién cumplidos, con mi fortaleza emocional hecha añicos y los muebles de mi mente desmontados como si fueran de IKEA.

No dramaticé el hecho de volver, tampoco lo consideré un suceso terrible, pero ya no me sentía libre, ni poderosa ni independiente. Debía hacer el duelo por esa pérdida de sentimientos que te hacen vibrar y volar. Y luego recuperarlos y reconducir mis pasos. Encontrar de nuevo un camino.

Conocía la teoría. Tenía que mirar con otros ojos, darle la vuelta al problema y convertirlo en una oportunidad. Valorar mi nueva situación y no ansiar una vida perfecta, sino adoptar la actitud perfecta. Y, sobre todo, no confundir el amor con la dependencia emocional. Me lo sabía, solo tenía que ponerlo en práctica.

Agaché la cabeza, me ajusté bien las asas de mi mochila, estampé el bolso contra mi pecho y corrí bajo el puñetero vendaval que azotaba Valencia de buena mañana. No dejé de correr y esquivar viandantes y paraguas hasta que llegué al portal. Espiré con fuerza. Agotada.

Antes de que pudiera buscar las llaves, alguien abrió.

—Pase, pase —afirmó al más puro estilo botones de un hotel—. ¡La Virgen, está usted empapada!

Lo examiné de forma fugaz. Un señor de unos setenta o setenta y cinco años, no muy alto, con gafas redondas y camisa de rayas perfectamente planchada. Era la primera vez que lo veía.

—Gracias. Sí, segunda ducha del día.

Anduve unos metros bajo su mirada escrutadora. Vi que estaba poniendo el suelo perdido.

—¡Ah! No se preocupe. Lo friego en un plis plas —dijo con un leve asentimiento y una sonrisa.

Dio media vuelta y fue al cuartito de la limpieza. La puerta estaba entreabierta y la luz, encendida. El caballero cogió un cubo, una fregona y volvió al punto de partida. Me indicó con un gesto que me retirara. Comenzó a fregar con brío. Yo permanecía en silencio. No entendía por qué un hombre al que no conocía fregaba en mi portal el agua que yo había traído a cuestas.

Cuando terminó, apoyó el cubo en la pared y se situó tras el mostrador del portero, sin utilizar desde hacía una década.

—Perdone, pero ¿quién es usted?

—¡Ah! Claro, qué maleducado. Soy Andrés Santos, el nuevo portero y conserje del edificio.

Levantó el brazo por encima del mueble de caoba y nos estrechamos la mano. Arqueé las cejas. Primero, porque no sabía que íbamos a tener un portero o conserje, o ambos. Segundo, porque era mayor. Era un hombre mayor que debería estar jubilado, no fregando suelos o plantado detrás de una portería.

—Un placer —contesté absorta—. ¿Desde cuándo es usted el portero del edificio?

—Desde hoy —afirmó con orgullo, como quien consigue su primer trabajo y está entre nervioso, eufórico y atento porque no quiere fallar.

—¿Y cuándo se decidió su... contrato?

—Me comunicaron la incorporación la semana pasada. Se llegó a un consenso en una junta de propietarios. Sé que era uno de los puntos a discutir entre los vecinos. ¿No le llegó la carta del administrador?

Fruncí el ceño.

Me acerqué al panel de buzones. Cuando abrí el mío, escupió folletos de supermercados, propaganda de todo tipo, recibos, un aviso de Correos y dos cartas del administrador. El logo de su empresa era de un verde chillón reconocible al instante. ¿Cuánto tiempo llevaba sin abrir el buzón?

El señor Andrés, mi descubrimiento del día, me observaba inerte y clavado junto al mostrador.

Agité las cartas.

—Aquí estará lo de la reunión a la que no fui. —Me acerqué hasta él—. Resulta extraño que después de tantos años hayan contratado a un portero. Creo que no es necesario. No es un edificio muy grande ni hay demasiadas cosas que hacer por aquí. Pero bueno, bienvenido. Me llamo Lis, vivo en el tercero, puerta doce, en casa de mis padres. Volví hace cuatro meses porque lo dejé con mi exnovio y, claro, no iba a quedarme en su casa. Soy psicóloga, pero llevo dos años sin trabajar y no puedo alquilar un piso. No es que me guste explicar mi vida a desconocidos, pero se lo cuento porque la señora Rosa, del quinto, le va a poner al corriente de cada uno de nosotros. Antes de que se invente una historia paranormal, que lo hará, prefiero hacerle yo una sinopsis. Aunque seguiré otro día porque estoy mojada y me está entrando un frío de cojones. ¿Soy la primera vecina que conoce?

—No. He conocido al señor Joaquín y a su esposa, del segundo.

—Genial. Son encantadores. De ellos puede fiarse.

Nos dedicamos una mueca cómplice y graciosa.

—¿Se llama Lis como la flor?

Me lo preguntó como si no hubiera oído el resto de mi explicación o, directamente, como si no le hubiera importado.

—Sí... No... Bueno, mi nombre es Elisabeth, pero desde que nací me llaman Lis. Mi madre eligió el nombre por la reina consorte de España y princesa de Parma: Elisabeth Farnesio. Se casó con Felipe V en 1714. En realidad, la conocen por Isabel. El caso es que era una gran coleccionista de arte y marcaba sus cuadros con una flor de lis blanca, emblema de la familia Farnesio. Por eso me llamo Lis.

Le dije que por favor no me llamara de usted y el señor Andrés me comentó que le gustaban los nombres que escondían una buena historia, el lenguaje de las flores, los ensayos divulgativos y el arte en general.

Me despedí, subí los siete escalones y volví a mirarle de reojo.

Cuando entré en el ascensor, pensé dos cosas: que aquel hombre de gafitas redondas era un enigma y que me iba a permitir el lujo de descifrarlo.

La isla más remota del mundo

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