Читать книгу La isla más remota del mundo - Myriam Imedio - Страница 13
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ОглавлениеMIÉRCOLES, 4 DE MARZO DE 2020
Fue un martes de abril. Lo recuerdo porque odio los martes. Mi padre, por aquel entonces, era visitador médico y ese día tenía reuniones en Alicante. La noche anterior avisó de que saldría muy temprano y llegaría muy tarde. Mi madre estaba trabajando en la residencia. Mi hermano de Erasmus y liberación en Holanda. Y yo vomitando en el instituto, blanca como un cadáver.
Me había puesto malísima después de la clase de gimnasia. No sé si fue un corte de digestión o el principio de un virus, pero hablé con mi tutor y con el médico, y me dieron permiso para irme a casa. Era una buena chica. Sabían que era cierto y que no me iría de parranda por otros lares.
Al entrar en el piso, noté un aroma raro. ¿Había cambiado mi madre el ambientador? Inspiré un olor fuerte, de perfume, que sobrevolaba el pasillo. Anduve hasta la habitación de mis padres, oí sonidos, fruncí el ceño durante unos segundos ante la puerta y la abrí. Hay puertas que una vez abiertas no pueden volver a cerrarse.
Me quedé estática, paralizada. Vi a mi padre manteniendo sexo con una veinteañera morena de pelo largo. Ellos también se quedaron congelados. Como si le hubiera dado al pause de una película porno.
Primero, le clavé la mirada a él. Nunca había visto una expresión semejante en la cara de mi padre. Luego, la observé a ella. Su maquillaje impoluto, su melena al viento, su juventud evidente, sus protuberantes pechos.
—Tienes dos minutos para vestirte y salir de esta casa.
Di media vuelta, me preparé una infusión y me senté en una silla del salón. Quizás tardó tres. Pasó ante mí, vestida, con un bolso de marca colgando y se fue, dejando su perfume en mi hogar.
Al rato apareció mi padre. Con su traje de chaqueta y corbata. El trabajador eficiente, el marido excepcional.
—Lo siento —dijo sin mirarme.
—Yo también lo siento. Acabas de destruir a una familia.
Se creó un silencio apabullante.
—¿Se lo vas a decir a mamá?
—Sinvergüenza desgraciado, ¿tú qué crees? Claro que se lo voy a decir. La próxima vez que te folles a una cualquiera no será en nuestra casa.
Y ahí terminó nuestra conversación. Nuestra última conversación. Porque la relación con mi padre no volvió a ser la misma.
Jamás lo idolatré, no sentía admiración por él. Lo quería mucho, sí. Era un buen hombre, comprensivo, trabajador, pero un padre ausente. Así que no tuve que pegar ninguna patada a un pedestal. Sin embargo, cavé un hoyo y lo enterré.
A los pocos días se marchó. Y yo empecé a sentirme muy triste y descolocada.
Durante diez meses estuve deprimida. No entendía su poca vergüenza, su descaro, su falta de respeto. Pero a los tres años, mi madre lo perdonó porque mi padre se arrastró como un gusano. Dar pena es una de sus especialidades, un don.
Con diecinueve años me fui de casa. No entraba en mis planes cruzarme con mi padre en el desayuno o en el baño. Mantener conversaciones banales, charlar de trivialidades y aparentar una normalidad que para mí ya no existía. No quería volver a compartir espacio con él.
Cuando lo dejé con mi exnovio, le dije a mi madre que necesitaba un lugar donde quedarme y, por supuesto, no iba a vivir con ellos bajo el mismo techo. Mi madre es la persona más comprensiva del planeta, así que decidieron irse al chalé, como lo llaman ellos. A la casa del campo, como la llamo yo. Y dejarme el piso para mí sola. Se lo agradecí de corazón. Lo mejor de la historia es que salí fortalecida, más valiente, más capaz. Preparada para lo improbable.
La escenita de sexo que, de una manera u otra, marcó mi vida fue lo último que pasó por mi cabeza antes de quedarme KO en la camilla.
Luego un conjunto de voces desordenadas, movimiento, una nebulosa opaca y la nada. Pero la nada tenía nombre propio y me faltaba poco para descubrirlo.
Desperté sin tener conciencia de dónde estaba, no sabía qué hora era.
Abrí los ojos con lentitud, yacía tumbada en una cama. Me latía todo el cuerpo. Vi una luz de cortesía que alumbraba mínimamente la habitación. Intenté levantarme. Estaba fatigada y volví a dejarme caer sobre la almohada.
Sentía pinchazos en la frente. Como pude, me senté en el centro de la cama. Me apoyé en el cabezal, blanco y acolchado, con los hombros alicaídos. ¿Dónde estaba? ¿En un hotel?
La habitación disponía de poco mobiliario, pero era bonita. Se respiraba estilo con un punto de sobriedad. Contemplé un armario blanco sin puertas y una mesita con baldas y sin cajones. Frente a mí, a la izquierda, estaba el aseo. Sin puerta.
No llevaba mi ropa. Vestía un chándal azul oscuro. Bajé la mirada hacia la sudadera. Vi el logo: un árbol bordado con hilo verde. Y debajo, un nombre: LOS OLMOS. Me quedé sin aliento. Los párpados se me cerraron con fuerza. Sentí taquicardia.
No estaba en un hotel, estaba en un centro psiquiátrico.
Los Olmos era un centro de salud mental, uno especial, porque era privado y único. Uno con tres edificios dispuestos en forma de triángulo. El complejo entero sumaba un área de más de veinte mil metros cuadrados y se ubicaba en El Vedat de Torrente, a unos quince minutos en coche de Valencia. En un paraje tranquilo, con mucha naturaleza, aire puro, montañas, árboles y pájaros cantando. Idílico para pacientes con trastornos mentales. La urbanización residencial más cercana estaba a un kilómetro y el pueblo, a cuatro. La ubicación era perfecta.
El profesor Kaminski fue invitado a la inauguración siete años atrás. Se enviaron cientos de invitaciones. El día del acto lució el sol, una jornada espléndida porque el evento salió a pedir de boca. El catering, las cámaras de televisión... Debió de ser un buen augurio porque, dos años después, Los Olmos se había convertido en un psiquiátrico de referencia a nivel nacional.
El profesor asistió junto a colegas de prestigio y autoridades encorsetados en trajes de chaqueta. Saludos, sonrisas de postín y golpecitos en la espalda. Protocolo habitual. Quedaban de lujo en las fotografías que se publicaron en los periódicos. Los mismos que alababan las distintas instalaciones del centro, el trabajo terapéutico que iban a desarrollar los profesionales experimentados y comprometidos con el paciente, el tratamiento integral de las distintas patologías, etc. Cuando Los Olmos salía en alguna conversación fortuita, Lara siempre decía que no la invitaron y que era una espina que tenía clavada.
No lo podía creer. Me habían llevado a Los Olmos. ¡A mí!
La incredulidad me ardía en los ojos. Un golpe de rabia hizo que me levantara. Me asomé al baño. Impoluto, amplio, acogedor. La ducha estaba anclada en la pared y el espejo era un plástico de forma ovalada. Nada cortante. Ningún elemento peligroso para la integridad física del paciente y el personal.
Me miré las manos. Me habían quitado los anillos, el reloj, las pulseras. No llevaba los pendientes ni la cadena. Se me cayeron dos lágrimas rebosantes de desolación.
A la derecha había una ventana. Fuera llovía a cántaros. Dentro también. Sentí un temporal horrible e inesperado en mi interior. Tenía que salir de allí. Me acerqué hasta la puerta. Giré el pomo, pero no se abrió. Di media vuelta. Arriba, junto a la luz de cortesía, había un botón rojo. Lo pulsé. En menos de cinco segundos una voz femenina que no sé de dónde salió, dijo: «Hola, Elisabeth, voy enseguida».
Me senté en la esquina de la cama. Mis pensamientos eran sombras indescifrables. Una marabunta incesante de ideas enmarañadas. La confusión.
La puerta se abrió y apareció una mujer de unos cincuenta años, perfectamente uniformada. Me sonrió. Yo no.
—Buenos días, Elisabeth. Soy Teresa Castro, la supervisora de Enfermería. ¿Cómo te encuentras? —preguntó y tomó asiento a mi lado.
—Desconcertada. ¿Qué hora es?
Su voz era afable, pausada. Y su mirada parecía sincera. Comprensiva, quizás.
—Siete menos cuarto de la mañana.
—¿De la mañana del miércoles?
—Sí.
—¿Cómo puede ser? La ambulancia vino a mi casa a las doce del mediodía de ayer. ¿Me puede explicar cómo he acabado aquí? ¿Me han drogado?
—¿Sabes dónde estás?
Ahora la desconcertada parecía ella. Le dije que sí y señalé el logo de la sudadera.
—Te llevaron al Hospital General, pero te pusiste muy nerviosa. Incluso agresiva con un enfermero. Te sedaron. Pasaste allí unas cuantas horas. Te iban a ingresar, pero tu familia decidió que este era el lugar apropiado para ti y te trasladaron en una ambulancia a Los Olmos.
Me quedé callada. Recapitulando. Analizando sus palabras. ¿Yo? ¿Agresiva con un enfermero?
—Hay una lista de espera de quince meses para entrar aquí. En mi familia no hay personas tan influyentes. No tanto como para saltarse esa lista.
Afirmé con cara de «lo siento, pero no me lo creo».
Mi hermano y su marido tenían el dinero, bien merecido y trabajado, pero no los contactos para entrar en Los Olmos. Era una institución de otro nivel.
—Es la información de que dispongo, Elisabeth. Contamos con dos habitaciones para ingresos de urgencias. El director me llamó y me dijo que preparáramos una. Oye —posó su mano sobre mi hombro—, encontrarás la respuesta a esa pregunta y a otras. Pero ahora lo importante es que estés tranquila. No pasarás más de tres o cuatro días en el centro. Te lo prometo. Has padecido una crisis transitoria que, entre todos, te ayudaremos a superar. Te estabilizarás y te irás a casa. Elisabeth, nos importa que estéis bien y cómodos. No sois números y no queremos prolongar las estancias más de lo necesario. Es la filosofía de Los Olmos.
Su última frase hizo eco. Me llevé la mano a la frente. No me apetecía discutir ni cometer los mismos errores que el día anterior. Iba a observar y a escuchar. Me iba a tumbar en una colchoneta y a ver dónde me llevaba la marea.
Al contemplar mi mutismo, ella prosiguió con su discurso.
—A las ocho, los internos de este edificio desayunáis en la sala común y después se celebra una asamblea en la que compartís vuestras opiniones. Vuestros sentimientos. Después, cada uno hace sus actividades o terapias. Como aún te estás ubicando, te traeré el desayuno a la habitación. A las ocho y media tienes visita con el doctor Lastra. Es encantador y tiene muchas ganas de conocerte y charlar contigo.
—¿Dónde están mis cosas y mi abrigo?
—Tus pertenencias están en la sala de las taquillas. Tu abrigo lo dejamos en el armario —señaló una puerta camuflada en la pared—, por si tienes frío.
Sentí el alivio más grande del mundo.
—¿Puedo hablar con mi familia?
—Seguro que puedes llamarlos esta tarde, pero lo decidirá el doctor. ¿Vale?
—Vale.
Se levantó y se dirigió a la puerta.
—Si quieres ducharte y asearte, ahí —dirigió la mirada a las baldas del armario— tienes camisetas, otro chándal y tu ropa interior. En el baño encontrarás un neceser con lo que necesitas. En media hora vendré con tu desayuno. Seguro que tienes hambre.
Le contesté con una sonrisa forzada. En cuanto cerró la puerta, corrí hacia el armario. Ahí estaba mi abrigo negro acolchado, ligero como una pluma y con dos bolsillos invisibles en el interior. Abrí uno de los bolsillos con el corazón en la boca y los nervios en la garganta. Tragué saliva.
No me lo habían quitado, seguía allí. Un pendrive blanco que veinte horas antes se escondía en el forro roto de un maletín. Un pendrive que había pasado desapercibido para los policías, pero no para mí.
Un pendrive, cincuenta euros y medicación para dormir.