Читать книгу La isla más remota del mundo - Myriam Imedio - Страница 8
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ОглавлениеLUNES, 2 DE MARZO DE 2020
Subimos al coche, al cochazo de cincuenta mil euros. Olía a canela, a nuevo y a dinero. Los ricos no perciben los olores, sus matices, las evocadoras notas olfativas. Las pobres con menos de doscientos euros en el banco, sí. Nos pusimos el cinturón y salimos del chalé. El vendaval y los bancos de niebla y bruma eran los protagonistas. Miré hacia arriba. Los altos y lánguidos árboles de las casas vecinas de la urbanización se movían como si fueran de papel.
Le pedí que pusiera música. Encendió la radio, el canal de noticias. Dibujé en mi rostro una expresión de resignación. La periodista empezó con el avance informativo: «En Alemania se han duplicado los contagios, treinta y cuatro fallecidos en Italia, expansión acelerada del coronavirus. Tensión en las fronteras entre Grecia y Turquía. Terceras elecciones en Israel en un año. Mal tiempo en el inicio de la semana. Precipitaciones, oleaje, viento...». Y cuando la locutora pronunció la palabra viento, las gotas empezaron a estrellarse contra el cristal.
—¿Por qué te tiemblan las manos?
—Estoy dejando de fumar. Síndrome de abstinencia. En unos días se me pasará. Espero —susurré.
—¿Y cómo lo llevas?
—Genial. Sueño con tabaco, me está cambiando el carácter, me duermo por los rincones, tengo ansiedad, me tiemblan las manos. Maravilloso. Lo bueno es que ya no lloro cuando me tomo un café.
Soltó una carcajada. Hacía meses que no me veía con un cigarro en la boca. Es lo que pasa cuando tienes una sobrina de dos años y su padre no se separa de ella ni para cagar, que una no puede fumar cuando queda con su hermano.
Me giré y la observé en su sillita, durmiendo, con el chupete en la boca y el peluche de Nala en la mano. Ahí estaba el milagro, la reina de la casa, lo mejor que le había pasado a mi familia en lustros.
—Le he comprado un juguete por si llora y lo pasa mal con la vacuna —explicó sin mirarme.
Cerré los ojos.
Me llevé los dedos al puente de la nariz.
—¿Mal? —se extrañó Marcos.
—A ver, es tu hija. Puedes educarla como quieras, pero ¿le vas a dar un regalo cada vez que sufra? Se caerá, le pondrán una vacuna, le pegará un niño en el colegio y, posiblemente, llore. Es el proceso normal y lógico. No por ello le tienes que hacer un regalito o acabará tomándote el pelo. La psicología de los niños es abrumadora. Son más listos que nosotros. Llorará sin motivo y querrá su recompensa. No la conviertas en una niña débil y pánfila, por favor. Quiero una leona.
Sonrió.
—Si llora cuando le pongan la vacuna —continué—, le dices: «No te preocupes, que es un segundo y papá está aquí contigo». Y de paso, le comentas que a Nala también la vacunaban en la selva. Joder, ojalá papá nos hubiera dicho eso alguna vez.
—Nos lo decía mamá.
Miré por la ventanilla. La fina lluvia. Los coches en tropel. Las prisas inconscientes.
—Sí. Pero recordamos más aquello que no tuvimos y las personas que no estuvieron.
Cuatro meses antes de que naciera Lía al otro lado del océano, mi hermano y su marido John vinieron a verme. Kat, la madre subrogada, había sentido molestias e iban a ingresarla unos días por precaución. Cuando les comunicó la noticia por videoconferencia, los dos entraron en pánico y ¿a quién acudieron para solventar la crisis de Estado? A mí.
En parte, por eso me convertí en psicóloga: para meterme en la mente enferma y distraída de mis pacientes, amigos, familiares y cualquiera que me necesitara.
Me gustaba que me necesitaran. Me alegraba sentirme útil. Aquella sensación era mágica. El motor que me ponía en marcha. No sé si era una egoísta. O un ser comprometido con el prójimo. O ambas cosas.
Una persona se sentaba a mi lado o frente a mí y yo buceaba en su silencio, en su discurso atolondrado, en sus miedos profundos, en su euforia disparada. Me tiraba al pozo de cabeza y allí, en el fondo, me acurrucaba junto a ellos. Junto a los incomprendidos. Los entendía porque yo conocía ese pozo. Solo un herido de guerra entiende a otro mutilado en la batalla. Curaba sus heridas con palabras y empatía. El poder de la palabra...
Marcos y John entraron en la consulta y me dedicaron unas caras de angustia que casi consiguieron contagiarme. Uno hablaba sin parar y, entre frase y frase, colaba un «¡Oh, Dios mío!». Su marido hacía lo mismo, pero empezando por el final. Estaban aterrados y alterados. Primero, porque se enfrentaban a una situación nueva que no sabían gestionar. Segundo, porque estaban lejos del origen del problema y no podían hacer mucho. Y cuando no puedes arreglar una situación, nacen la vulnerabilidad, la confusión y el estrés.
Les obligué a sentarse y a permanecer treinta segundos en silencio. A continuación, les obligué a cerrar los ojos y a respirar profundo durante un minuto. Y después, me contaron los últimos acontecimientos. Como no era tan grave como ellos creían, les dibujé un camino, tracé un plan de acción, de espera, de calma. Y les gustó. Les gustó el trayecto. Les convenció el plan. Vencer y convencer. No hay más.
Se habían perdido, se habían desviado de la ruta y les había cegado la maleza. Y eso le ocurría al 90 % de mis pacientes. Que estaban estancados. Habían naufragado en una isla perdida. Solo veían agua y ninguna barca.
Poco después me perdí yo y dejé de ejercer. Así que nuestro encuentro fue parecido a una última consulta que recuerdo con cierta nostalgia. Menos mal que en mi familia nos perdemos por turnos y siempre hay alguien que va al rescate del otro.
O casi siempre.