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JUEVES, 5 DE MARZO DE 2020

Los primeros cinco minutos corrí como si el mismísimo Satanás me persiguiera a caballo. Los cinco siguientes bajé la intensidad, pero seguí corriendo. Me sobraba todo: el abrigo, la piel, las dudas. Me faltaba el aire. Había perdido fondo. Había tocado fondo. Mi mente era una montaña rusa de preguntas sin respuesta.

Vi las luces de una urbanización. Imaginé que más allá de los chalés residenciales estaba el pueblo.

Después de un buen rato llegué a la primera casa. Me recosté en una farola. Jadeaba. Hacía frío, pero yo no lo notaba. Estaba asfixiada. Me quité la capucha y miré hacia el cielo. El agua en mi cara, en mi pelo, en mis manos. Recordé una frase que me había dicho el profesor Kaminski unos años atrás: «Lo que es normal para la araña, es el caos para la mosca».

En aquella situación, yo era la mosca. Esclava de lo invisible. Estaba atrapada, aunque me sentía un poco más libre que media hora antes. Pero mi libertad solo era una ilusión. La araña seguía ahí, al acecho, observando mi caos.

Anduve por las calles solitarias, entre las casas unifamiliares. Con algún ladrido de fondo. A paso rápido y con la frente baja. Por suerte, mi abrigo era acolchado y muy ligero. Y lo suficientemente largo para ocultar cualquier logo de Los Olmos.

Oí un coche a lo lejos, pero no levanté la mirada. Andaba. Andaba. Andaba. El pueblo era mi objetivo más cercano.

No levanté la vista hasta que lo tuve que hacer.

—¡Eh! ¿Te has perdido?

Dos chicos me observaban desde un vehículo de color negro.

—No, voy al pueblo.

—Al pueblo ¿a qué? No hay nada abierto —afirmó el conductor con un porro entre los dedos.

—A ver —me paré—, he discutido con mi novio, me he quedado sin batería en el móvil y tengo que llamar a un taxi para que me lleve a Valencia porque ayer me trajo él.

—¿Te has ido y el muy cabrón no ha salido a por ti?

—Imagino que se acaba de convertir en mi exnovio.

—Sube, anda, vamos a Valencia.

Los analicé. Dos jóvenes de entre veinte y veinticinco años. Fumetas. Con un coche bueno. Parecían normales. Pero el 90 % de los psicópatas asesinos lo parecen. Incluso yo parecía normal y acababa de escaparme de un psiquiátrico.

—Venga, tía, está empezando a granizar.

Abrí la puerta trasera y entré. El olor a marihuana tiraba para atrás.

—¿Fumas? —preguntó el copiloto.

—No, lo he dejado. ¿Vivís en Valencia?

—Sí, por Benimaclet, pero tenemos un colega aquí y venimos a cenar de vez en cuando. Igual conoce a tu novio. ¿Cómo se llama?

—Luis Castillo. No creo, lleva un par de meses en la urbanización y solo viene a dormir. Muchas gracias por acercarme.

—De nada.

Le pegó una calada al porro.

—¿Por dónde vives tú?

—Por el Carmen, Torres de Quart —mentí.

—Ah, perfecto. ¿Y cómo te llamas?

—Laura —dije mirándole a los ojos por el retrovisor.

La conversación con los chicos fue de lo más variada y entretenida. Cuando entramos en la autopista en dirección a Valencia, me relajé. Uno estudiaba el último año de Administración y Dirección de Empresas, y su objetivo era tomar el testigo de la empresa de colchones de su padre. El otro trabajaba de empleado de seguridad en unos grandes almacenes mientras preparaba oposiciones para la Policía Local. Uno tenía novia desde hacía tres años. El otro era un picaflor. Uno era más de tetas. El otro más de culos. Parecían y eran buenos tipos. Con las preocupaciones y circunstancias de la mayoría de los jóvenes. Eran joviales. Se reían mucho. Consiguieron que me evadiera. Pero, cuando me di cuenta, vi cómo me aproximaba a las Torres de Quart. Y salí del trance en el que me había metido en el trayecto.

Me dejaron unos metros antes de llegar, en un semáforo en rojo. Les agradecí de nuevo que me hubieran acercado y les dije que eran mis valedores y que eran geniales. El picaflor me aconsejó que no volviera con mi novio. Me pidió el número de móvil y se lo di. A saber cuándo sonaría de nuevo mi teléfono, guardado y apagado en la sala de taquillas de Los Olmos. Antes de salir del coche les prometí unas copas en la playa y los dos asintieron con una sonrisa. Estaba haciendo demasiadas promesas.

El coche desapareció. Seguía lloviendo. Me puse la capucha y eché a andar. Crucé bajo el arco de medio punto de las torres y dejé atrás la plaza de Santa Úrsula. Giré a la izquierda por la calle Pinzón. Sabía el recorrido de memoria. Callejeé unos minutos por mi barrio favorito y llegué a mi destino. Frente al portal número diez, imploré que estuviera en casa y me abriera.

Llamé al timbre y esperé. Volví a llamar hasta que me dolió el dedo. Esperé.

—¿Sí? —contestó una vocecilla somnolienta.

—Gracias a Dios —murmuré—. ¡Abre, soy Lis!

Silencio.

—¿Qué Lis?

Puse los ojos en blanco.

—¿Cuántas Lis conoces, Mónica? Joder, tu prima.

—Mátame... —la oí decir antes de que abriera y yo empujara el portón de madera.

Mónica y yo, primas hermanas, más hermanas que primas. Juntas desde que sus pulmones expulsaran el primer llanto. Lo mejorcito de mi familia. Una chica independiente, firme en sus decisiones, con una estabilidad emocional digna de admirar teniendo en cuenta a quién tenía como madre. Mi tía, hermana de mi padre. Una señora autoritaria y posesiva.

Antes de nacer Mónica, su única hija, ya le había diseñado su vida. Sería una niña ejemplar, estudiaría en el mejor colegio, hablaría tres idiomas, se relacionaría con familias de buen estatus para más tarde convertirse en una adolescente modélica y en una universitaria de la que presumiría ante sus amigas y conocidas.

Recuerdo a mi tía siempre con el NO en la boca. No te manches, Mónica. No hables, Mónica. No subas en la bicicleta, Mónica. Pero mi prima salió rebelde y lista como una leona. Nadie organizaría su existencia. Se manchaba más de la cuenta. Hablaba cuando no debía. Y montaba en la bicicleta hasta pegarse hostias tridimensionales y llegar a la casa del campo con las rodillas ensangrentadas. Cuando eso ocurría, yo me reía a carcajadas y mi tía armaba la de San Quintín. Como si caerse con diez años de una bicicleta fuera un pecado mortal. Las vacaciones, comidas y cenas familiares nunca hubieran sido lo mismo sin ella.

Porque ella, de forma autónoma, aprendió algo necesario para vivir y no sobrevivir ante los dictámenes impositores de su madre. Aprendió a darle la razón. Una herramienta básica contra la neurosis ajena. Le decía que sí para luego hacer lo que le daba la gana. Y así fue ganando asaltos.

Sí estudió en uno de los mejores colegios. Sí habló idiomas. Pero no estudió una carrera. Y a mi tía casi le cuesta una depresión porque no podría alardear en su círculo cercano de apariencias y sonrisas falsas. Mónica quería ser estilista y se matriculó, gracias a mi tío, sensato y elocuente, en una academia de peluquería y maquillaje.

Yo le decía a mi tía: «¿Qué más quieres? Peluquería gratis durante el resto de tu vida». Y ella apretaba los dientes y su cara cambiaba de color. Le molestaba horrores porque mi hermano y yo sí que habíamos estudiado una carrera.

Dos años más tarde, mi prima se cansó de la academia, aunque era realmente buena, y anunció que quería estudiar tanatopraxia y tanatoestética. Mi tía casi fallece en el acto. ¿Adecentar y maquillar muertos? Eso era peor que decir que su hija era estilista (nunca peluquera).

A mí me pareció una decisión muy inteligente. Un sector en continuo auge, con oferta de empleo. Y era lo que deseaba. Ahora ya llevaba tres años trabajando rodeada de cadáveres. Y, por lo que me habían contado terceras personas, era brillante y exquisita en su labor. Por lo que me contaba ella, era el mejor trabajo del mundo. El más allá la hacía sentirse más aquí.

Al entrar en el portal, percibí la misma sensación que en mis visitas anteriores: si caminaba demasiado fuerte o pisaba donde no debía, el edificio se me caería encima. Mónica se lo tomaba a risa, pero esa construcción centenaria no era estable. Nada estable. Obviamente no había ascensor. Subí los tres pisos andando, con calma, aunque por dentro era pura ebullición.

Abrió la puerta y me lancé a sus brazos. Sentí el abrigo de lo conocido, de la seguridad.

—¿Tú no estabas en un psiquiátrico?

Mi prima le daba a cualquier situación una normalidad asombrosa.

—Me he escapado.

Se separó de mi pecho y frunció el ceño.

—¿Tan mal te trataban?

—Me hacían creer que estaba loca. ¿Qué te ha contado tu madre?

—No mucho. Ya sabes que le dicen lo justo porque tiene la lengua muy larga. Que habías tenido una crisis de pánico, que estabas alterada y que imaginabas cosas que no eran reales. ¿Es verdad?

—Claro que no.

Me dio la mano y fuimos a la cocina. Me preparó un café con leche y nos sentamos.

—Has arruinado mi día de fiesta. Mi noche de dormir diez horas seguidas —afirmó con un bostezo, los hombros alicaídos y los ojos aún achinados.

—No estaría aquí si no fuera importante. Trae tu portátil, por favor.

Se levantó sin hacer preguntas y dejó frente a mí el ordenador.

—Dime que no te has convertido en una hacker extorsionadora.

—Ojalá.

Saqué el pendrive del bolsillo interior del abrigo. Lo metí en la ranura. Esperé. «Abrir la carpeta para ver los archivos». Pulsé. Vi una carpeta con un nombre: CLARA.

Cliqué sobre la carpeta y apareció un solo documento de Word llamado BOUVET.

Lo abrí y lo leí.

Clara Lahoz Serrano

Sujeto del Proyecto Bouvet.

La encontrarás en el monasterio Santa María de El Olivar, Estercuel, los días 7, 8 y 9 de marzo. Se celebran unas jornadas de meditación y yoga a las que asistirá.

Suerte, Lis.

La isla más remota del mundo

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