Читать книгу La isla más remota del mundo - Myriam Imedio - Страница 12

5

Оглавление

Confieso que, en la media hora que tardaron mi hermano y el policía, lloré de rabia y de pena, me abracé a mi amiga, me tomé la infusión, aclaré entre mentiras que sí conocía el PROYECTO BOUVET y que era un simple trabajo de la universidad. Reconocí, una vez más, que lo que había en el maletín era mío. Di vueltas por el salón. Pensé en el profesor Kaminski, tenía que llamarlo. Eso sí era una cuestión importante y urgente, ya que ambos llevábamos ocho años trabajando en el proyecto de forma secreta.

Confieso que escuché las dos conversaciones que mantuvo el policía con otro compañero por teléfono. Le pregunté que quién era la señora y el agente me dijo que no lo sabía, que no iba identificada ni llevaba móvil. Pregunté a Marta que si me creía y me contestó que por supuesto, que todo tendría una explicación. Hice ejercicios de respiración. Cerré los ojos e intenté analizar la situación más extraña que había experimentado en mis treinta años.

«Gracias, Lis. Gracias», y su mirada en la mía y su mano en mi rodilla. Ella me conocía, pero la policía no me había formulado ese interrogante. Y no tengo por norma contestar a lo que no me preguntan.

La puerta de casa se abrió.

Mi hermano estaba más descompuesto que cuando me había visto empapada y con sangre. Parecía superado por la situación.

El agente Llorens se sentó frente a mí y habló con calma y un punto de cordialidad que me puso en alerta.

—Elisabeth, hemos echado un vistazo al contenedor y no hay ningún maletín. Tu hermano y yo hemos ido al garaje y el coche arranca. Al volver, hemos buscado al portero, pero no lo hemos encontrado. Hemos preguntado a los vecinos y nos han dicho que no hay portero, que no han contratado ni han visto a nadie en la portería. Hace más de once años que no hay conserje ni portero.

Una avalancha se me vino encima. Me temblaron las piernas. Desvié la mirada. Se me disparó el corazón.

Negué con énfasis.

—Pregúntele al señor Joaquín y a su esposa, del segundo. El portero me dijo que los había conocido.

Se creó un silencio.

—Lis, les hemos preguntado. Nos hemos cruzado con ellos. No conocen al señor del que hablas —afirmó mi hermano.

—¿Me estáis tomando el pelo? ¿Qué tipo de broma pesada es esta? Andrés Santos me explicó que lo habían contratado. Que su incorporación se había acordado en una junta de vecinos. Y hoy me ha dado un maletín y una bolsa de basura que he tirado al contenedor porque estaba haciendo limpieza.

Me levanté acelerada y comencé a buscar las cartas del administrador, las mismas que había cogido del buzón el día anterior. A mí no me iban a tomar por loca y menos por mentirosa. Mientras rajaba los sobres, mi hermano y el policía experimentado se retiraron a una esquina del salón.

Otra cosa no, pero siempre he tenido el oído muy fino. El agente le preguntó a Marcos si yo padecía problemas mentales o depresión, o si había sufrido alucinaciones de manera ocasional. Y en su respuesta se perfiló el principio del fin.

Le contestó, con semblante serio, que llevaba cuatro meses bastante mal y con ansiedad por una ruptura sentimental, que a veces tomaba pastillas para dormir. Que había tenido una depresión muy fuerte con dieciséis años y un intento de suicidio.

Estallé.

—¿Perdona?

Me acerqué a ellos como un huracán.

—¿De qué vas, Marcos? Oh, sí, cuéntales aquí a los agentes por qué tuve una depresión. No, mejor se lo cuento yo. Fue porque un día, cuando tú estabas de fiesta y saliendo del armario en Holanda, ¡pillé a papá con una puta follando en esta casa, en la cama de mis padres, a las doce del mediodía! ¡Y nuestra perfecta familia se fue a la mierda!

—Lis, por favor.

—Ni Lis, ni Los. ¿Y aquello quién se lo comió? ¡Yo! Perdonen ustedes por encontrarme triste y deprimida ante una sacudida así. ¿Intento de suicidio? Tú eres gilipollas —le dije a mi hermano—. Te suicidas o no te suicidas, hay suicidios fallidos, pero ¡no intentos de suicidio! ¡Me tomé pastillas porque llevaba tres días sin dormir y no sabía cómo decirle a mamá lo que había presenciado en su jodida habitación!

Marcos se acercó con uno de sus gestos característicos para intentar calmarme. Pero a esas alturas del vodevil nadie iba a apaciguar a la fiera.

—¡No me toques!

Di unos pasos hacia atrás y contemplé la escena. Mi cuerpo hablaba, estaba arrinconada física y mentalmente.

Hice un barrido por la habitación. Marcos, al borde de las lágrimas junto al policía. Marta y el agente Llorens sentados en la mesa con cara de póquer. Menos mal que mi amiga sabía la historia y tampoco había desvelado a nadie el gran secreto familiar. La policía no contaba, están acostumbrados a los numeritos y espectáculos varios.

—¿Pensáis que estoy mal de la cabeza? ¿En serio? ¿Que me lo he inventado? ¿También me he inventado que una señora se ha quitado la vida? ¡Si me decís que sí, llevadme a un psiquiátrico! Y vosotros dos, ¿seguro que sois policías? Quiero ver vuestra placa y número de identificación.

Gritaba. Me movía. Hacía aspavientos y soltaba palabras malsonantes en cada frase. Mis nervios se habían disparado hasta el infinito. La psicóloga reconocida, aplaudida, la misma que daba ponencias ante cientos de personas... totalmente ida, fuera de sus cabales. Mi discurso se había estancado, era como andar con muletas cuando en realidad quieres correr. No me había alejado lo suficiente para analizar la situación y tomar decisiones coherentes, ni para expresarme de forma serena y moderada.

Me mostré demasiado impetuosa, demasiado sincera, demasiado radical por la inercia del momento.

Ellos llamaron al SAMU. Yo vociferaba que no necesitaba un médico. Que se estaban confundiendo. Que alguien había preparado aquella situación por algo o para algo. Cuanto más hablaba, menos creíble parecía. Más me dolía la cabeza, menos controlaba mis actos.

Me callé y miré a la nada hasta que llegó una ambulancia que me llevó al hospital.

Me equivoqué.

Había perdido la primera batalla.

La isla más remota del mundo

Подняться наверх