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Cuando el ascensor abre las puertas en el hall del piso diecisiete, Miriam ya tiene su propia llave en la mano y uno de los enfermeros despliega la silla de ruedas. Todos esperan en silencio que ella haga girar el engranaje hasta que, por fin, entran por la puerta de servicio.

Miriam, su marido, el administrador de la familia y seis enfermeros.

Van directo hacia la izquierda, evitando el pasillo que conduce al living, donde Sarah, que podría haber sido Nélida o Clara, está escuchando música clásica, recostada en el sillón de cuero azulino. No es que falte luz, pero acaso la madera y las paredes llenas de cuadros dan sensación de oscuridad o vejez.

Llegan al cuarto de planchado. Miriam saluda a Delia, que amaga articular alguna palabra, pero no termina diciendo nada. Delia usa uniforme con delantal y es la mujer que nadie, ni siquiera Sarah, quiere mucho, pero trabaja para ella hace más años de los que ambas pueden recordar. Algunos dicen que espera su lugar en el testamento. Eso no le impide pelear a diario por trivialidades, una costumbre de la que Sarah tampoco se abstiene. Conoce la casa tan bien como cualquiera de la familia y ha rechazado a todas las empleadas que Sarah quiso contratar para colaborar con la limpieza y el mantenimiento del departamento de siete dormitorios, casi cuatrocientos metros en pleno Recoleta, que vale más de un millón y medio de dólares.

Todos pueden salir del cuarto, menos Delia. El administrador se apoya en el marco de la puerta cruzando una de sus manos hacia el marco contrario.

—Usted no sale de acá.

Sarah espera a una amiga y en un par de horas llegará la masajista que la atiende desde que Patricio Katz murió y ella pasaba días sin salir de la cama. Mezclados con la música, escucha los pasos de la tropa de enfermeros que hace crujir el piso desde el pasillo largo que viene desde el área de servicio. Antes de que pueda tener alguna idea de qué son todos esos pasos, los enfermeros copan el living con sus ambos color hospital, la silla de ruedas y una caja de inyectables. Detrás aparece Miriam y su marido.

Todo el mundo la conoce como Sarah Katz, escritora, artista plástica y mecenas. Una mujer potente, de cuerpo diminuto pero exuberante, coqueta sin elegancia, que a sus ochenta y ocho años tiene planes de empezar una vida nueva.

—Estás enferma y no te das cuenta —le dijeron más de una vez sus hijas, Olga y Miriam, desde que la palabra demencia comenzó a flotar sobre Sarah.

Orlando Narvaja, que podría haber sido Francisco, Pablo u Octavio, un médico joven y ambicioso, que aún no lo sabe pero los años le traerán una curiosa combinación de fama, medicina y política, fue el tercero al que consultaron las hijas; el primero que habló de demencia frontotemporal, también llamada mal de Pick.

—Mis hijas no se van a animar a hacer una cosa así —dijo Sarah, cuando uno de sus amigos le advirtió que se cuidara, que sus hijas estaban muy insistentes con esto de la enfermedad y la preocupación por su salud, que no fuera a ser que la metieran en un psiquiátrico. Pero ella no quiso pensar más. Por confiada o por terca, quería convencerse de que ciertos planes a su edad no podían ser para tanto, que siempre había hecho lo que quería, incluso contra la voluntad de su madre, y que no iban a ser justamente sus hijas quienes cambiaran las cosas, que lo del casamiento había sido un chiste, que sus hijas iban por sus segundos matrimonios y ella, por fin, también tenía a alguien.

Es difícil saber hasta dónde va a llegar el otro. Olga y Miriam no saben hasta dónde es capaz de llegar su madre. O sí. Tal vez saben y justamente por eso, esta tarde de junio de 2005 será lo que atormente a la familia durante los próximos dos, cuatro, quince o veinte años.

Sarah, tal vez, las subestimó, como otras veces, como siempre, especialmente con Miriam, convencida de que por más compleja que fuera la situación, iban a terminar aceptando que ella tiene derecho a hacer lo que quiera, aunque sus hijas no estén de acuerdo. Sarah cree que su cordura es evidente, que por más médicos que la vean, la conclusión va a ser siempre la misma. Tal vez por eso, tarda unos segundos en darse cuenta de lo que hace Miriam con todos esos enfermeros en su casa.

—La tenemos que llevar —dice uno de los enfermeros, mirando a los ojos a Sarah.

Unos segundos tarda en tener miedo y pensar: chau, me inyectan, me duermen y me cargan en silla de ruedas. Hasta que sale como eyectada del sillón para el lado opuesto a los enfermeros, hacia la ventana desde la que el tren y el río quedan enmarcados por las cortinas pesadas. Son muchos, a sus ojos, una patota, una emboscada.

—¡Por favor, no! —grita Sarah, mientras se mueve hacia un lado y otro y pone las palmas hacia adelante y camina de costado en el espacio que queda entre los sillones y la mesa ratona de vidrio.

Delia pasa un rato mirando a su celador ocasional con los gritos de Sarah y el barullo de los enfermeros de fondo. A él, que hace esfuerzos por comportarse como si fuera un procedimiento más en la lista de tareas, se le nota que está nervioso, que quiere ir a ver qué pasa. Los gritos cada vez son más desesperados y Delia sabe que las cosas con las hijas no están bien hace tiempo, pero esto no se lo imaginaba. Entonces, deja de pensar y avanza hacia la puerta.

Sarah cae sentada sobre el sillón y se levanta varias veces. Los enfermeros esperan la autorización, tal como habían conversado, para usar la fuerza.

—Ya les dije que estoy bien, que me dejen de joder, qué más quieren —repite Sarah

—Confiá en nosotras por una vez, es por tu bien.

Esas frases u otras, reproches y miradas llenas de historia, de hastío, de rechazo, se chocan en el aire.

Cuando Sarah ve aparecer a Delia aprovecha para pedirle un vaso de agua. Miriam enfila para la cocina también, mientras Sarah queda rodeada por los enfermeros. Andá, dice su marido sin pronunciarlo, asintiendo con la cabeza y cerrando apenas los ojos. Miriam necesita aire o pensar de nuevo o tomar valor para no dudar de que están haciendo lo correcto.

—Piense lo que van a hacer con su mamá, señora Miriam —dice Delia con su voz aguda, mientras deja caer el agua dentro del vaso. Miriam mira las manos de Delia sobre la mesada de mármol blanco, luego levanta la vista y no se detiene.

—Quédese tranquila que mi mamá va a volver, cuando esté viejita, que no pueda ni hablar, ahí va a volver—responde Miriam con un sarcasmo parecido al de su madre, pero inusual en ella.

Los enfermeros saben que en estos casos no es conveniente demorar. Cuando aparece Miriam con Delia detrás, se miran entre sí y le hacen un gesto a Miriam. Esperar solo puede empeorar la escena. Algunos recordarán esta tarde cuando los diarios publiquen la palabra matricidio. Otros o los mismos tal vez se cuestionen lo que están haciendo, pero en esta imagen dan la impresión de no dudar.

A partir de este momento, hay dos relatos.

Uno, el de la propia Sarah y algunos de sus amigos, dice que sentada en el sillón con el vaso de agua en la mano, trata de tranquilizarse, mientras mira con odio a todo el mundo, pero eso es todo lo que hace antes de ir a buscar un saquito de piel y caminar junto con los enfermeros hacia el ascensor y luego la ambulancia que espera en la puerta. Que lo hace convencida o queriendo convencerse de que le harán algunos estudios, que comprobarán que ella está bien, que a lo sumo aceptará cambiar la medicación y estará de regreso en su casa esta noche o mañana. En esta versión, Sarah no es inyectada con un sedante ni acepta sentarse en la silla de ruedas. Delia pregunta llorosa dónde la llevan y Sarah hace un chiste o dos con su característico sarcasmo, y con un gesto que los enfermeros, porque no la conocen, toman por cortesía, acepta irse con ellos y Miriam.

La otra versión, de esos pocos a quienes Sarah les habría contado cómo fueron las cosas realmente, dice que luego de un pase de miradas entre los enfermeros, dos de ellos la agarran por los brazos desde atrás, mientras otro sujeta las piernas ancianas, que no dejan de patalear, entonces un tercero, que ya tenía listo el inyectable, logra aplicarlo en medio de un escándalo de gritos y forcejeos que con los años a algunos les dará vergüenza recordar. Delia llora, grita que no, que no le hagan esto a la señora, que tengan piedad y corre para abalanzarse sobre ellos y salvar a Sarah.

—Quédese ahí, si no quiere tener problemas —dice el administrador de la familia, haciéndola a un costado con una solidez que a Delia la paraliza. Acata, pero a cambio no para de llorar, mientras los forcejeos con Sarah continúan hasta que la medicación alcanza su efecto y consiguen que se quede en la silla de ruedas. Algunos relatos hablan de chaleco de fuerza. Sarah, ya sedada, es transportada hacia el ascensor y metida en la ambulancia, que pocos minutos más tarde abandona la avenida Alvear por la pendiente de la calle Libertad hacia el río, dobla a la izquierda hacia la avenida Libertador y se pierde de vista.

Veintisiete noches

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