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3.

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En sus ochenta y ocho años Sarah podía contar al menos tres momentos en los que no había tenido ganas de levantarse, ni salir, ver a nadie o arreglarse. Momentos en los que algunos veían tristeza, y otros, depresión. Por fuera de ellos, Sarah había sido docente, madre, esposa y más tarde artista plástica y escritora, en los claroscuros de la ciclotimia. Épocas, días, ráfagas de una gran vitalidad y buen talante que contrastaban con desgano, apatía y —en ocasiones y en la intimidad— lo que vulgarmente se llama mal genio.

Pero los últimos meses, antes de la tarde de los enfermeros, fueron distintos a los ojos de Olga y Miriam, que venían asistiendo a una euforia materna inédita, una especie de marea de energía descontrolada, una violencia de aprovechar la vida hasta lo último.

Guillermo Rothman era el psiquiatra de Sarah desde hacía tres años y fue el primer profesional al que consultaron las hijas, al que le llevaron la preocupación por los cambios de conducta que ellas y otras personas señalaban. El primer receptor del ¿qué hacemos con mamá? Rothman ya había publicado en revistas de psiquiatría, era docente en el Hospital Alvear y había sido director general de Neuba, una clínica psiquiátrica en prometedor ascenso. Un hombre de modales premeditados y aparente conciencia de su prestigio. Rothman las escuchó con atención, probablemente con las carcajadas, a veces fútiles y grandilocuentes, de Sarah en el margen de su cabeza, la manera de arrastrar las sílabas de Sarah y su particular forma de transmitir sin pronunciarlo que no estaba dispuesta a negociar su porvenir. Rothman hizo algunas preguntas y constató que la relación madre-hijas se había deteriorado a partir del frenesí de Sarah por la relación amorosa que estaba viviendo. Sarah era hostil a la preocupación de sus hijas, con modos terminantes y, en ocasiones, era expulsiva. Rothman, si bien entendía que esas alteraciones conductuales podían darse en una personalidad como la de su paciente, no encontró razones para preocuparse, ni para pensar en grandes cambios en el esquema terapéutico o cuestionar el diagnóstico que siempre pensó más cercano a la ciclotimia que a la depresión o la bipolaridad. Comprendía que algunas conductas excéntricas de Sarah podían resultar incómodas, molestas, a veces hasta de mal gusto, pero que ninguna de esas circunstancias cuestionaba el cuadro diagnóstico, ni significaba sintomatología nueva por reconsiderar. Su respuesta fue probablemente que, en todo caso, podían intensificar la frecuencia del contacto con él para que pudieran quedarse tranquilas, pero que —en su criterio— nada revestía urgencia en términos psiquiátricos.

Pero las hijas insistieron.

Que Sarah estaba despilfarrando plata sin conciencia de lo que hacía, que por momentos tenían la sensación de que su madre no sabía distinguir pesos de dólares, que estaba grosera y más irritable que de costumbre. Que las palabras de él no las dejaban tranquilas y que justamente estaban ahí para mostrar el lado de Sarah que él no podía ver en el consultorio durante el rato que la tuviera enfrente.

Cualquier profesional de la salud mental sabe que no maneja una ciencia exacta, que las certezas son un lujo infrecuente, que termina siendo un riesgo cerrar la puerta a otras opiniones y que a veces ciertas intervenciones responden más a la preocupación familiar que a necesidades del propio paciente y que, de no hacerlo, los efectos pueden ser peores. Por eso y por la insistencia, es probable que Rothman haya tenido que encontrar la manera de dar lugar a la preocupación de las hijas sin que eso significara cambios en el tratamiento de Sarah.

Pocos días después, Olga y Miriam llegaron al consultorio de Alejandro Lagos, psiquiatra, amigo de Rothman, presidente de la Fundación de Bipolares de Argentina.

—Si alguien sabe de bipolaridad en Argentina, es él —habría dicho Rothman. Pero Lagos, después de escuchar los relatos de las hijas y tener que responder varias veces: “El egoísmo y la imprudencia no son necesariamente síntomas psiquiátricos”, no tardó en coincidir con Rothman y se negó a someter a Sarah a una evaluación para elaborar un nuevo diagnóstico.

—La excentricidad no tiene cura —dicen que les dijo y las despidió.

La preocupación, el ¿qué hacemos con mamá?, se quedaba otra vez, rebotando entre Olga, Miriam y sus maridos como un expediente abierto, una intranquilidad persistente que todavía no encontraban cómo resolver.

Dos años después de la consulta con Lagos, en enero de 2007, cuando entre Sarah y sus hijas habrán pasado tantas cosas que ni siquiera se dirigirán la palabra, La Nación publicará una nota titulada La enfermedad de los genios, en la que participarán tanto Lagos como Mariano Jacowitz, un psiquiatra de Funar, la fundación neurológica que sería parte de la fama de Orlando Narvaja.

Lagos planteará la bipolaridad como un rasgo no necesariamente trágico.

La nota comenzará así:

“¿Qué tuvieron en común Edgar Allan Poe, Miguel Ángel, Virginia Wolf, Piotr Tchaikovsky, Cary Grant y Vincent van Gogh? Su talento, es cierto. Sin embargo, cada uno de estos genios sufría una alteración que obraba como disparador de su creatividad, y quizá nunca lo supieron: el trastorno bipolar, más conocido como enfermedad maníaco-depresiva.”

Lagos agregará: “Hay una característica particular que suele ser bastante común entre los bipolares: es reconocido que estas personas son más creativas y capaces.” Explicarán la bipolaridad como un cuadro que por momentos pierde los bordes, de manera que ceden ciertas inhibiciones. Se trataría de personas que, en las fases maníacas, podrían volverse extremadamente creativas y excéntricas con las que la convivencia podría resultar muy difícil.

Veintisiete noches

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