Читать книгу Veintisiete noches - Natalia Zito - Страница 11
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ОглавлениеUnos meses antes de la tarde en que se llevaron a Sarah, el portero del departamento de Punta del Este había llamado varias veces a Olga y Miriam. Entrecortaba las palabras, sin certeza de estar haciendo lo correcto, pero el pedido de ellas había sido claro: que avisara sobre cualquier cosa que llamara la atención. La primera vez pensó que tal vez ellas estaban al tanto o que sería esa vez y listo. ¿Quién no tuvo una fiesta descontrolada? Pero después hubo otras y fue cada vez peor, o así lo pensó, porque lo inusual y lo peor a veces quedan juntos.
Cuando Sarah llegaba, el departamento se convertía en un desfile de raros. Así los llamaba él cuando comentaba con los demás vecinos. A algunos, el portero los conocía de la televisión o salían en las revistas del verano, pero a otros no los había visto nunca, era gente nueva, distinta a la de antes. Gente grande, aclaraba, aunque no tanto como Sarah. Entraban y salían, muchos tenían llave y a veces iban cuando ella ni siquiera estaba. Ponían música a todo lo que da y a cualquier hora, se escuchaban gritos, carcajadas, ruidos de botellas, a veces discusiones feroces. Algunos se quedaban a dormir y se iban al día siguiente o al otro y quién sabe qué consumían. Sarah se llevaba mal con los vecinos de Punta del Este, como con los de su casa en la avenida Alvear y los de la casa anterior, en la calle Guido, también en Recoleta. No hacía caso al pedido de los vecinos por ruidos molestos, ni a los suyos, los del portero, cuando le pedían que interviniera. Incluso, a veces, se burlaba con groserías. La señora estaba rara, hacía gestos o comentarios entre obscenos y atrevidos, inusuales en ella. Estaba como desaforada.
—Vaya a contarles todo a mis hijas o después piense y venga a decirme cuánto es —le habría dicho Sarah la última vez que el portero había tenido que pedirle que por favor moderaran el despliegue festivo, que dejaran, al menos, la puerta del departamento cerrada, que ella tenía que entender.
El administrador de la familia, el contador, el que lleva cuentas y finanzas de la familia Katz hace años, también había alertado, a Olga y Miriam, sobre conductas raras, distintas, inusuales. Cheques por miles de dólares que Sarah libraba cada vez más seguido. En la mayoría de los casos no daba explicaciones sobre el destino. Otros eran para comprar obras de arte de dudosa procedencia y calidad, como la antigua bomba de agua con un muñequito en la punta —así la describían— que Sarah había comprado por cincuenta mil dólares. También habían desaparecido cuadros originales de Pettoruti de la oficina de la calle Montevideo, sobre los que Sarah, al ser preguntada por sus hijas, había dicho que podía hacer lo que quisiera con sus cuadros, sus obras, su cama, su casa y toda su fortuna. Que si los quería regalar o mal vender era problema de ella porque, después de todo, los había comprado con Patricio.
Las reuniones madre-hijas tenían la mecha cada vez más corta. Sarah despotricaba contra el buchón del portero, contra el administrador y contra todos los que tuvieran objeciones con el modo en el que estaba viviendo. Le resultaba indignante tener que estar escuchando opiniones sobre lo que ella hacía o dejaba de hacer a esta altura de su vida, que ella tenía derecho a hacer lo que quisiera, que estaba grande para que la anduvieran controlando, que para eso ya había tenido a su madre y después a su marido. Que después de mil años sola, lo que pasaba era que no podían soportar que tuviera un hombre que la hacía sentir cosas que no había sentido ni siquiera por Patricio, que tal vez se le ocurriera casarse, coger o ir a vivir a España, que por qué tenía que estar pendiente de sus hijas, de sus caprichos, que ellas ya estaban grandes también y tenían suficiente dinero para no trabajar nunca más, que lo que ella hiciera no les iba a cambiar la vida, que por favor la dejaran de joder.
Pero las hijas insistieron. Que algo había que hacer, que no solo estaba grosera y despilfarradora sino ciega, que no podía darse cuenta de que toda esa gente no tenía interés en ella sino en su plata y que todos los amigos que le rondaban estaban ahí siempre por lo mismo: interés económico. Que había pasado toda su vida manipulando con el dinero, pero que ahora eran otros los que se aprovechaban de ella y que estaba vieja y no se daba cuenta.
Cuando Sarah tenía once años, en 1930, se encontró en el espejo con las trenzas que le hacía su mamá. La madre que Sarah describiría como una adelantada para su época porque había querido interrumpir el embarazo que trajo a Sarah a un mundo que para su madre estaba completo. Los celos y el lujo eran las principales causas de intranquilidad en las familias, eso pensaba la madre y cada vez que tenía oportunidad, lo escribía en cartas de lectores que enviaba a los diarios. La madre que había hecho que Sarah estudiara idisch, piano y francés, pero de la que más tarde tuvo que esconderse durante un año para poder estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires, la madre que prefería a su hija mayor, que no era rebelde y caprichosa como Sarah, sino obediente y bella.
Las trenzas eran gruesas, castaño oscuro y se doblaban apenas sobre sus hombros. Para qué tengo pelo largo si me hacen trenzas, pensó como tantas veces. Pero esa tarde Sarah agarró la tijera, se las cortó y tiró las trenzas a la basura. Luego salió del baño con el pelo apenas tapando las orejas y un rato más tarde tuvo que correr desesperada delante de la madre alrededor de una fuente repleta de plantas en el patio de estilo romano de la casa de la avenida Rivadavia, donde con los años llegarían a tener un depósito de antigüedades y una pequeña huerta.
—Me las corté y nada más —diría muchos años después, sin agregar casi nada, mucho menos alguna palabra sobre la reacción de su madre. Hará un silencio largo y vacío para agregar:
—A mi mamá no le gustaba escuchar nada de lo que yo tuviera para decirle.