Читать книгу Veintisiete noches - Natalia Zito - Страница 19
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ОглавлениеEn los tiempos de apogeo de Narvaja en CIEN, mucho antes de conocer a Sarah Katz, era frecuente verlo leyendo un paper sobre algún nuevo descubrimiento científico apoyado sobre uno de los escritorios del office de médicos. Era común que, a los diez minutos de haberlo leído, lo comentara en la reunión de equipo como un saber consolidado y que al comprobar que nadie estaba al tanto, regañara a sus colegas con un fondo casi escolar que mezclaba el exhorto con aspiración de profesionalismo, combinado con una presión que deja a los otros más cerca de la frustración que del ánimo creativo.
Con una idea casi darwiniana del desarrollo, Orlando ejercía la jefatura desde una concepción del liderazgo que se basaba en competir para crecer. Competir entre sí para crecer como equipo. No tenía prurito en mostrarse como ejemplo porque estaba convencido de que el líder tiene que inspirar, mostrar cómo se hace. Un líder como él, como el personaje en que se convertiría con los años, tenía que ocuparse de conservar su lugar.
Un líder no es un maestro.
Los líderes como Narvaja se guardan una parte. No muestran sus mecanismos, por más arcaicos que sean y consiguen así la fascinación de muchos. No ponen en riesgo su lugar, sino todo lo contrario, refuerzan a cada uno según su sitio en la jerarquía de líderes y seguidores. Narvaja habla con datos estadísticos —ciertos o no, siempre impresionan—, con fórmulas, definiciones, fábulas, anécdotas engordadas para soltar moralejas. La primera vez impacta, pero al escucharlo en repetidas oportunidades queda a la vista que el repertorio es siempre el mismo.
Máquina imparable, le decían los que podían observar sin fascinarse, los que podían ver más allá del brillo hipnótico que destilaba y destila Narvaja, alguien con la valentía de poner deliberadamente en juego su propósito. No son muchas las personalidades capaces de eso. Los que no se animan juegan de seguidores. Orlando se animaba y eso que tenía, que seguiría siendo su arma de crecimiento, era lo que lo hacía cada vez más grande. Competía contra sí mismo, se exigía cada vez más y para el 2005 tenía grandes planes.
En febrero de 2005, La Nación publicó una nota de Doris Muller, ya reconocida como periodista científica, parte de una serie que, con los años, conformarían un promedio de cinco o seis notas al año, con Narvaja como protagonista de noticias o curiosidades en torno al cerebro.
“El doctor Orlando Narvaja se considera un típico producto de la clase media argentina. Su padre es médico rural en un pueblito de dos mil habitantes y su madre, ama de casa. Desde Ituzaingó se mudaron al casco de una estancia en el campo. La ciudad de Buenos Aires lo recibiría muchos años después para estudiar en la UBA y acercarse a la ciencia. Ya antes de recibirse —precozmente, cuando sólo tenía 23 años—, empezó a interesarse por los temas de la neurología. Combinó estudio e investigación y muy pronto comenzó a hacer sus primeras publicaciones. De esos tiempos conserva una foto con uno de sus profesores. En el anverso de la fotografía se lee una dedicatoria con algo de premonición: Para Orlando Narvaja, pichón de águila que volará alto, estoy seguro”.
Rodolfo Bett irrumpió en el consultorio de Narvaja, enojado por las apariciones mediáticas de Orlando sin haber sido consultado, sin consensuar lo que iba a decir y, sobre todo, sin nombrar a CIEN. Bett levantó el tono de voz, habló de la imagen y la política institucional, del respaldo de las asociaciones médicas, de la importancia de definir con mentalidad corporativa qué tipo de información se hace circular. Orlando escuchó en silencio y luego se ocupó de minimizar, de priorizar la divulgación de descubrimientos científicos, síntomas habituales de determinadas patologías, estudios recomendados. Tal vez argumentó que había avisado pero que Bett lo habría olvidado.
En abril de 2005, Bett no podía imaginar que en menos de tres meses la preocupación por lo que aparecería en los medios sería todavía peor y los temas científicos pasarían a un segundo plano.
En los pasillos llenos de pacientes, para los que Orlando tenía cada vez menos tiempo, comenzó a flotar una idea que tenía sus años, pero era cada vez más evidente: Narvaja no tenía el perfil de CIEN. O lo había tenido al principio, pero su propósito de popularidad no combinaba con la idiosincrasia institucional. La medicina, comenzaron a decir, era para él una herramienta social, personal y política, un instrumento para ser una especie de rockstar. El perfil de CIEN era Sebastián Silverstein, coincidían mientras seguían lamentando su ausencia, y recordaban que Silverstein era alguien a quien le interesaba la medicina y la investigación en primer lugar.
—Un médico que, si sale en las revistas, es para hablar de algún descubrimiento, seriamente, no para hablar pavadas —sentenciaría Bett, años más tarde.
De la época del regreso de Orlando Narvaja a CIEN, había quedado una historia. Casi una leyenda que conocían todos, aunque nadie se animaba o prefería no confirmar. Algunos, incluso, la negaban. Historias que tejen el cuerpo institucional como una suerte de atmósfera donde circula la identidad colectiva e individual en la que todos, al cabo de un tiempo, creen conocerse.
En aquel momento y muchos años después, no hacía falta terminar de pronunciar la historia de las corbatas para que el interlocutor sonriera, asintiera y hasta le sumara algún detalle. Decían que durante los meses en los que Narvaja todavía era un recién llegado del exterior, sucedió la siguiente escena.
Orlando se quedó a solas con Bett y mientras desataba su propia corbata, dijo algo cercano a:
—Sos la persona con la que más aprendí en CIEN, por eso quiero que tengas la corbata que usé en Cambridge. Es mi modo de regalarte un poco de lo que viví allá gracias a ustedes.
Bett tomó la corbata de Orlando y sintió esa especie de satisfacción que se tiene con los hijos cuando algo de la tarea cumplida regresa en forma de gratitud. La leyenda dice que pocos meses después, Bett, que probablemente andaba con el orgullo de la corbata encima, se encontró en un ascensor con otros dos neurólogos de trayectoria en CIEN. Al contarles su anécdota, comprobó la cara cada vez más desencajada de sus interlocutores, que, a su turno, relataron la misma escena. Ellos también habían recibido una corbata, con una frase de gratitud en clave de exclusividad, un abrazo y una sonrisa genuina de Narvaja, distinta a la que usaba para trabajar.
—Usted siempre me saluda despidiéndome —le dijo un paciente a Narvaja en medio de la sala de espera, cuando apareció veinte minutos más tarde que el horario del turno, para saludarlo y decirle que en lugar de él lo iba a atender Gloria Fusco. Una psiquiatra joven, con muchas ganas y gusto por trabajar, que en los últimos meses se había convertido en la mano derecha de Narvaja.
Lo que pasaba era que Orlando estaba gestando una decisión grande para su carrera y si bien era alguien que siempre había tenido la habilidad de estar en muchas cosas a la vez, no podía tener tiempo para las consultas simples, para los casos de rutina de todos los días. Orlando estaba por dar el gran paso, independizarse, fundar lo propio, la institución que pudiera llevar su impronta, que reuniera todo su interés por la investigación, la divulgación de la ciencia, diagnóstico y asistencia. Para eso, estaba buscando dónde instalar lo que sería, con los años, Funar, Fundación Narvaja, su propia institución, un pichón de CIEN.
Para eso, le había pedido a Gloria Fusco que fuera a ver un departamento en la avenida Corrientes, un piso quince en un edificio de oficinas. Necesitaba una segunda mirada antes de cerrar el contrato de alquiler. Le anticipó que el lugar necesitaba bastante más que un poco de pintura, pero que cerraba con el presupuesto inicial, que no había que ponerse quisquillosos, que él lo quería hacer en ese momento, que confiaba en que iban a crecer y, en todo caso, luego se mudarían a un lugar mejor, que contaba con la ayuda económica que le daría su hermano y su familia, que no era mucho, pero que para empezar iba a estar bien.
Cuando Gloria Fusco volvió de ver ese departamento, fue terminante.
—¿En qué estás pensando, Orlando? ¿Vas a atender a personas dementes en un edificio que tiene una escalera en la entrada?
Antes de que él pudiera cambiar el gesto de sorpresa por la opinión de ella y por no haber considerado semejante detalle, Gloria insistió en que la escalera de la entrada tenía demasiados escalones, que eso iba a ser un problema enseguida, que tal vez incluso tuviera problemas con la habilitación, que le extrañaba cómo él no se había dado cuenta y que además el lugar estaba demasiado abandonado, que el edificio era muy viejo, que el departamento no había estado habitado los últimos, por lo menos, dos años. Pero, sobre todo, que lo había encontrado muy deprimente, que para atender pacientes con la gravedad a la que ellos estaban acostumbrados, necesitaba otra cosa.