Читать книгу Veintisiete noches - Natalia Zito - Страница 15
6.
ОглавлениеMientras la ambulancia que lleva a Sarah llega a la clínica Neuba en el barrio de Almagro, en Buenos Aires, es probable que Gilberto Magdalani camine por alguno de los senderos de la Posada del Quenti, en Córdoba, el hotel donde cada tanto resuelve su sobrepeso.
Sarah no recordará cómo ni quién la baja de la ambulancia, tampoco si Miriam está ahí o la encuentra después. En cambio, sí recordará que le piden que espere en un consultorio en el que no hay más que dos sillas y un escritorio casi vacío.
Se queda sola durante minutos, que vive como horas, sentada con el mismo saquito de piel que tal vez se había puesto para escuchar música o tal vez eligió cuando se resignó. Aun así, tiene frío. Y con el frío escucha las voces de sus hijas detrás de la pared.
Miriam y Olga.
La voz de Olga se impone sobre las demás.
Sarah aprieta los párpados y sacude la cabeza hacia los lados. Pasa un rato en ese consultorio hasta que llega un psiquiatra que le hace las preguntas habituales de una evaluación psiquiátrica. Preguntas que Sarah considera absurdas, bastardea, pero finalmente responde con errores: en qué año estamos, quién es el presidente, si sabe dónde está, cuánto sale un kilo de tomates, cuál es la relación entre dólares y pesos o cuál es la diferencia entre un niño y un enano.
Luego, tampoco recordará si están sus hijas al alcance de su vista mientras atraviesa, junto con alguien de ambo claro, varias puertas con cerraduras magnéticas. No recordará cuántas, pero estará segura de que son más de dos y de que llegan a un hall mediano en el que hay un office de enfermería como el que vio en cualquier hospital común. No como éste —en sus palabras—, un loquero.
Llegan a una habitación con dos camas, sábanas blancas, frazadas verde agua y baño privado que huele a limón. Hay una puerta al fondo de la habitación que da a un jardín sin plantas, pero con el pasto bien verde. Parece la casa de Gran Hermano. Espacios amigables, dijo el arquitecto responsable de la obra. Si no fuera por el trato ligeramente compasivo, dulce pero dominante de los enfermeros y porque no puede irse, se podría decir que las instalaciones tienen casi la categoría de La Posada de Quenti en versión psiquiátrica metropolitana donde, a diferencia de la escena en la que debe andar Gilberto, los pasajeros están cansados, tirados en los sillones, perturbados, aislados en rincones, privados de su libertad.
A la derecha del hall donde dan las habitaciones de Neuba, que suman veinte camas para internación, hay una puerta con seguridad magnética que conduce a los espacios comunes. Un living, así lo llaman, con amplios sillones, donde la calefacción es excesiva; el comedor con una especie de barra de bar atendida por una enfermera, el sum y el jardín. Todo en perfecta limpieza. Pero Sarah no verá nada de eso todavía. Los ojos le pesan y un cansancio atroz le impide moverse. Se recuesta en la cama, con el saquito de piel todavía puesto y no puede darse cuenta de que se duerme profundamente.