Читать книгу Veintisiete noches - Natalia Zito - Страница 21

12.

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Una tarde de abril o mayo de 2005, antes de conocer a Sarah Katz y a sus hijas, Orlando entró al consultorio de Bett con el cuerpo tenso y algo grande para decir. Luego de dos o tres comentarios para romper el hielo, miró a los ojos de Bett y le comunicó que en tres meses dejaría de trabajar para CIEN, que estaba en marcha un proyecto personal al que quería dedicarse íntegramente. Orlando sabía que la clave del éxito era apostar fuerte y ese era el momento en que tocaba sostener la adrenalina, el deseo, el riesgo y el temor, todo alineado en la misma dirección.

Orlando Narvaja no se iba a atender pacientes en su consultorio particular, ni había conseguido un trabajo mejor, estaba montando una futura competencia. Es probable que Orlando haya hecho comentarios de gratitud, que dijera frases complacientes acerca de los ciclos de la vida y los desafíos, que tratara incluso de sonreír buscando en los ojos de su maestro su propio reflejo como alguien por quien valía la pena apostar. Pero a Bett se le fueron endureciendo los labios y así, con la boca dura, aceleró las palabras, tal vez hizo algún comentario alentador en el que no creía. No por orgullo, aunque probablemente lo sintiera, recién más tarde iba a poder pensar que Orlando, casi un hijo, se iba lejos de su tutela, de los años de formación que Bett jamás consideraría pagos, lejos del mundo CIEN en el que él, Bett, era el techo que habría costado años atravesar. Orlando, con su salida, desafiaba el orden jerárquico de líderes y seguidores que Bett también había sabido construir.

Aprender en CIEN para volar hacia otro lado es lo que decían y dicen muchos profesionales. Se sabe que los sueldos no son los mejores del mercado. Lo supo Narvaja cuando lo importante no era la plata sino la experiencia, lo supo Gloria Fusco cuando Narvaja le ofreció quedarse a trabajar luego de que ella también pudiera ganar experiencia en CIEN durante sus años de formación.

Funar, Fundación Narvaja, era un proyecto de un médico que era pura proa y que, naturalmente, no podía ofrecer sueldos atractivos, más bien todo lo contrario. En algunos casos, para los puestos directivos, la oferta implicaba cierta sociedad o participación de las ganancias. Orlando siempre supo que las palabras importan, que los discursos tienen capacidad de crear mundos y que se vive más con lo que se sueña que con lo que efectivamente se tiene.

Lo que Bett no podía ver era que Funar se iba a llevar un poco de CIEN.

—Te vendía que ibas a ser la mejor psicóloga de Sudamérica, es tan vehemente, que es muy difícil no creerle —dice alguien que recuerda aquellos meses, que tuvo que tomar la difícil decisión de dejar un trabajo seguro para unirse a un proyecto en ciernes y agrega que Funar, naturalmente, necesitaba no solo profesionales sino benefactores, tal como CIEN. Entidades, personas, empresas, familias que estuvieran dispuestas a apoyar económicamente. Apostar por una institución cuyo único capital era el futuro.

No es novedad que la seducción y la capacidad de hacer soñar puede ganarle a cualquier propuesta económica. Narvaja se fue del consultorio de Bett, probablemente con un peso menos, con esa sensación de vértigo y libertad por estar adentro pero ya afuera. La combinación ideal para hacer movimientos que en otro momento habrían sido imposibles.

Con el correr de las semanas, la distancia de los que empezarían a pensar en irse iría agujereando los consultorios con silencios, miradas esquivas, gestos indecisos, conversaciones a escondidas que de a poco se irían convirtiendo en decisiones, en promesas y apuestas, en esa actitud contagiosa de ir por algo mejor. Si bien la salida de Narvaja no era un secreto, de lo que no se hablaba era de lo que se llevaría. En los consultorios, las reuniones de equipo y el office de médicos nadie hablaba del tema, ni estaría seguro de cuánto sabría el otro. Por las dudas callaban y las conversaciones estaban llenas de la artificialidad de estar midiendo la información. Dialogaban entre silencios, tanto que al cabo de pocas semanas ya no quedaría nadie que no hubiera escuchado el nombre Funar, un pichón gigante que crecía en silencio desde el corazón de CIEN.

Veintisiete noches

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