Читать книгу Veintisiete noches - Natalia Zito - Страница 22
13.
ОглавлениеEs la tercera o cuarta mañana que Sarah amanece internada. Es temprano pero ya hay luz y la puerta que da al jardín no está trabada magnéticamente. El picaporte abre como si fuera una puerta normal. No hay rejas en ningún lado, pero todo está cerrado. El césped es verde pero el horizonte no es el río, como desde casi cualquier ventanal del piso diecisiete, sino muros color crema. La otra paciente con la que ahora tiene que compartir la habitación estuvo gritando durante la noche. Sarah tuvo miedo porque la mujer se sentaba en la cama, gritaba palabras incomprensibles y por momentos parecía dialogar con alguien que Sarah, mientras se hacía la dormida, no podía ver. Estuvo así, tapándose por el miedo durante un rato, hasta que llegó la enfermera y luego otra. Forcejearon y se ve que le pusieron algo porque luego dejó de gritar. Sarah vio que, debajo de las sábanas, las enfermeras le habían sujetado las manos a su compañera.
Ahora, con la luz de la mañana, lo primero que hace Sarah al abrir los ojos es girar la cabeza para ver si la otra sigue ahí. Y sí, está en la misma posición que a la madrugada. Sarah aprovecha para levantarse. Aparece una enfermera que no habla fuerte como todas las mañanas porque la compañera duerme profundamente y no quieren tener problemas otra vez. Sarah se pone la misma blusa de seda que ayer, los anillos, se peina lo mejor que puede y sale de la habitación. Ayer se había maquillado, pero hoy no tiene ganas. Camina por las salas de Neuba y, aunque no quiera, el paisaje ya no es extraño. Deambula, igual que los demás, a medida que aparecen desde sus habitaciones, hasta que se queda sentada en el living. A pesar de la medicación que se ve obligada a tomar —que, a pesar de sus propios pronósticos, le está haciendo bien— no hay en sus ojos marrón nítido la opacidad vidriosa que tienen muchos de sus compañeros de internación, que suelen tener los pacientes psiquiátricos, esa nada en la mirada que cualquier profesional del área puede identificar. Sarah está más diminuta que de costumbre, pero conserva cierta mirada del ingeniero que descifra el funcionamiento de las cosas. No recibe visitas. Están prohibidas tanto como las comunicaciones telefónicas. Así lo dispuso su médico, Orlando Narvaja. Las únicas que pueden verla son sus hijas, que estuvieron una vez, pero todo terminó a los gritos.
La política de Neuba es que los pacientes no se aíslen, que sostengan lazos sociales, por eso los espacios son compartidos y las visitas de todos pueden estar en contacto entre sí y con el resto de los pacientes. Es también un modo de mantener algún contacto con el exterior. No lo hizo los días anteriores, pero a medida que pasan los días Sarah se adueña de visitas que no son para ella. Se acerca, se pone a hablar y dice que es artista plástica y escritora, que el famosísimo bailarín Javier Guss hizo un ballet basándose en un cuento de ella. Pero no siempre logra vencer el prejuicio que reina en cualquier internación psiquiátrica: el delirio. Las palabras de los internados en un servicio de psicopatología están (en lo relativo a la verdad) despojadas de su peso y significado. Entre los estudiantes de psicología que hacen sus primeras prácticas en hospitales como el Borda o el Moyano donde los pacientes más compensados colaboran con tareas administrativas, existe un gran temor: no saber distinguir quién es quién, en un mundo en el que parece importante definir de qué lado está cada quien. El temor de los estudiantes es fundado. ¿Cuán cuerdo está alguien que toma a un loco por cuerdo? El margen es muy delgado, puede depender de un descuido, de un exceso de ingenuidad. La locura puede ser un estallido de pintura capaz de salpicar a todo el que esté cerca como las monedas que Sarah le arrojó a su padre cuando ni siquiera tenía cinco años.
A los que la escuchan, Sarah, después de denostar a sus hijas, les habla de su padre o de Patricio. A veces de su amante, aunque jamás lo llama así. Su padre tenía un negocio de antigüedades, por lo que viajaba mucho. Una vez, antes de irse, le dio un beso para despedirse, pero Sarah lloraba desconsoladamente porque nada era lo mismo sin él. Su mamá se la pasaba comparándola con su hermana y eso a Sarah le reventaba. El padre le dio un beso y ella no paraba. Sarah cuenta que el padre, en la desesperación de no saber qué hacer con ella y con la premura de estar llegando tarde, le juntó las manos ahuecándolas para llenárselas de monedas. Sarah, sin parar de llorar, miró las monedas y las arrojó con fuerza hacia la cara del padre y la pared.
Adoraba a su padre porque compartían el sentido del humor y ella sentía que era su compinche. Él, al igual que Sarah, estaba la mayor parte del tiempo esperando la oportunidad para hacer un chiste, reír de algún doble sentido o apelar a la ironía. Con una sonrisa y ya sin prestar del todo atención a su interlocutor, a si le creen o no, cuenta entre risas que cuando era chiquita era terrible, que irrumpía en la cama de sus padres para decirles que no le latía el corazón. Era el padre el que a fuerza de besos la devolvía a su cama.
Sarah se queda un rato en ese recuerdo dulce y luego el gesto se entristece otra vez, como si de pronto se le aparecieran juntas todas las cosas que no entiende de vivir. Cuando tenía dieciocho años, su padre fue a un café, se metió en el baño y se pegó un tiro. Así lo cuenta ella. No es posible saber si ella conoce la versión que dan otras fuentes de su familia, que dicen que Sarah construye esa versión para no tener que contar que fue ella quien lo encontró, ahorcado, en su casa. Sarah dice que había estado enfermo, que eso había costado muchas horas de inmovilidad que según ella cree y que eso le produjo una profunda depresión. En cambio, en la versión familiar se dice que había hecho un mal negocio con el que había perdido mucho dinero. Sarah no habla de eso, ni siquiera lo menciona y tampoco dice mucho más sobre la muerte de su padre porque ella casi nunca piensa en consecuencias.