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11.

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Mientras Orlando Narvaja analizaba los estudios que Sarah había accedido —finalmente— a hacerse, Olga y Miriam esperaban en silencio. Todas las preguntas estaban sobre la mesa, hasta que Narvaja se acomodó en la silla para inundar todo con su voz.

Durante un rato, gesticuló en exceso, movió las manos y acaso porque lo dijo o porque se ocupó de que se le notara, las hijas supieron que había estudiado este cuadro casi más que nadie en Argentina, que su especialización en el exterior había estado dedicada a eso, que había compartido experiencias en clínicas de Inglaterra y Estados Unidos, que había visto miles de resonancias similares y publicado papers sobre el tema en revistas científicas. Orlando usó toda su destreza didáctica para explicar que se trataba de un cuadro difícil de diagnosticar, que muchas veces pasaba desapercibido hasta estadios avanzados y que por eso algunos profesionales lo desestimaban. Les enseñó imágenes del cerebro de Sarah en la resonancia y tradujo en palabras sencillas lo que podía entenderse como una marcada atrofia frontal bilateral, una lesión orgánica compatible con alteraciones conductuales típicas de esa zona: vulgaridad, deterioro de las buenas costumbres y respeto por las normas sociales, etc. Les mostró, probablemente, distintos ejemplos de otras resonancias, casos tal vez más avanzados, cerebros al trasluz donde ubicó cosas que Olga y Miriam vieron solo a partir de las palabras.

Habló de dos síntomas claves: desinhibición y prodigalidad.

Hizo especial hincapié en la prodigalidad y con ello instaló una palabra que condensaba los relatos de las hijas respecto del comportamiento de Sarah con el dinero. Argumentó que eso explicaba las conductas extrañas de los últimos meses.

Olga y Miriam escucharon entonces, por primera vez, lo que flotaría sobre la familia durante los siguientes tres o veinte años. El diagnóstico que —Narvaja no podía adivinar— el tiempo pondría a prueba: demencia frontotemporal o enfermedad de Pick.

Es probable que las hijas tuvieran esa ambigua sensación de alivio que aportan los diagnósticos, esa idea de saber lo que pasa, aun cuando los nombres no explican nada. Aunque la palabra demencia tenga peso, historia e ideas propias.

Aparecieron, entonces, las preguntas por el tratamiento, si éste conducía a la cura, cuál era la causa, por qué pasaba esto, si estaba seguro, si no había otro estudio que pudieran hacer para confirmar, si era hereditario, qué iba a pasar si ella no lo reconocía y por qué podía no entender lo que a ella misma le pasaba.

A Orlando Narvaja le tocó decir que la demencia frontotemporal no solo no tenía cura, sino que es progresiva. Tuvo que encontrar la manera de transmitir que Sarah estaría cada vez peor, que la desinhibición se profundizaría y había probabilidades de que no pudiera mantener una conversación coherente. Dependiendo de los años que le quedaran por vivir, Sarah podría perder la orientación temporo-espacial: no iba a saber dónde vive, ni qué año es, ni cómo se llama, ni quiénes son los que la rodean. Orlando Narvaja tuvo que traducir en palabras amables que las demencias evolucionan hacia la desintegración completa de lo que alguna vez fue la personalidad y convierten a las personas en seres vulnerables, incapaces de anclarse a ninguna coordenada, para terminar en la muerte. Es probable que haya dicho también, tal vez a causa de las preguntas, que se trata de un diagnóstico hereditario en un porcentaje muy bajo, tal vez menos que el 10% de los casos.

Entonces, ¿qué hacemos con mamá? ya no era un desierto de cuestionamientos morales sino una cuestión de médicos. Ahora, Sarah no era solo una anciana alocada, trayéndoles problemas a sus hijas, sino una anciana demente.

Narvaja planteó un esquema específico de medicación para intentar que el cuadro menguara su intensidad, pero tanto él como las hijas sabían que las posibilidades eran exiguas. Sarah no iba a tomar nada que le recetara alguien que no fuera su psiquiatra, mucho menos Narvaja, ni nadie que dijese que estaba loca. Narvaja nunca se comunicó con Guillermo Rothman para intercambiar criterios, debatir u obtener más datos de la historia clínica de la que, ahora por decisión de las hijas, era su paciente.

Sarah era una marea que frenar. Quedaban, entonces, las opciones de internarla y/o iniciar un juicio de insania. Dos tipos de barreras que, entendieron, servirían para protegerla de ella misma y de terceros.

En el 2005 —vigente el Código Civil anterior a la reforma del 2015—, cuando alguien era declarado insano, se le retiraba la potestad sobre sus derechos y obligaciones. En su lugar se nombraba un curador que ejerciera, en nombre del insano, los derechos y deberes. Un representante. La sustitución de un insano por un sano. Es decir, si nombraban a Miriam como curadora, Sarah iba a necesitar la firma de su hija para poder casarse, sacar dinero de sus cuentas, comprar, vender bienes o salir del país.

Probablemente, Orlando Narvaja tuvo que explicar que para solicitar judicialmente la insania era necesario acreditar el diagnóstico mediante la firma de dos profesionales. Uno podía ser él. Necesitaban alguien más.

Veintisiete noches

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