Читать книгу Veintisiete noches - Natalia Zito - Страница 17

8.

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Todo indica que, algunas semanas antes de la tarde de los enfermeros y luego de consultar a Rothman y Lagos, Orlando Narvaja recibió a Olga y Miriam gracias al contacto de Augusto Perez Blas. Hablaron acerca de la gente que Sarah tenía alrededor; que querían sacarle plata, que le estaban metiendo ideas raras sobre revisar la venta del Laboratorio Katz, la empresa familiar, concretada nueve años antes: y no lo dijeron, pero era fácil adivinar que se trataba de una suma millonaria. Que Sarah organizaba fiestas y no quería entrar en razón, que no prestaba atención a la familia. Hablaron también de la locura del casamiento, que —si eso pasaba— iba a ser equivalente a dejar la puerta abierta de sus casas. Iban a tener que lidiar con un oportunista como si fuera un miembro más de la familia.

La edad de Sarah y la fortuna de las Katz no eran datos menores.

Es posible que Orlando Narvaja haya tenido la sensibilidad de detectar lo que hacía falta: detener los actos. Un compás de espera para que todo se calmara y luego, más adelante, ver. Tal vez, con la convicción de buscar la solución menos riesgosa para todos: para él, para las hijas y eventualmente, aunque no fuera seguro, para Sarah. Desde ese punto de vista, no es tan difícil considerar excitabilidad al entusiasmo, deficiente control de los impulsos a la pasión y ver obscenidad en el desparpajo a una edad socialmente “inadecuada”.

Es probable, entonces, que haya dedicado un rato a plantear opciones, posibilidades terapéuticas y legales. El abanico, para una paciente de ochenta y ocho años, nunca es tan amplio. Indicar un esquema específico de medicación, solicitar una medida de protección en la justicia, internarla, o bien no hacer nada, como habían sugerido los psiquiatras anteriores. Para cualquiera de las opciones, necesitaba conocer a Sarah.

Las hijas, probablemente, hayan hecho muchas preguntas porque no buscaban hacer nada inconveniente para Sarah, pero llevaban meses en esa difícil cornisa en la que Sarah podía hacer cosas inconvenientes para ellas, acaso todavía más inconvenientes que las de siempre, y Olga, sobre todo ella, era una mujer de trazos sólidos que no temblaba cuando había que tomar una decisión. Pero al mismo tiempo, la duda feroz: ¿cuál es el límite de la libertad? ¿Está bien dejar libre a una madre que está a punto de ser estafada? Es probable que lo hayan vuelto a pensar con el médico y luego afuera, entre ellas; y más tarde con los maridos o con amigas y con el administrador de la familia y sus abogados. Que luego de idas y vueltas se hayan convencido de estar haciendo lo mejor, que lo que planteaba Orlando Narvaja les parecía lógico, que algo tenían que hacer, que tal vez llegaba ese momento en el que les tocaba decidir por su madre, aunque ella no estuviera de acuerdo y ojalá pudiera entenderlo alguna vez. El dinero, por suerte, no era un problema. O sí.

Tal vez el dinero era, justamente, el problema sin solución.

Luego de conversar largamente con Narvaja, probablemente, Olga y Miriam aceptaron hacer lo que había que hacer, lo que decidieran de ahí en más. Aunque muchas de esas cosas implicaran dolor y escondieran, como en la relación de todo hijo, las cuentas pendientes de antaño, las broncas, los odios no resueltos. La decadencia de los padres es, a veces, como el agua negra que emerge de la cloaca.

Pocos días más tarde Orlando Narvaja tocó el timbre del departamento de la avenida Alvear. Delia atendió el portero eléctrico y recién después de repetir dos veces su nombre, se escuchó el chirriar que le permitió entrar. Orlando saludó al guardia de seguridad y confirmó que para ir al piso diecisiete tenía que subir a ese ascensor de puertas automáticas y doradas. Al subir se miró en el reflejo de las paredes metálicas y se acomodó el cuello de la camisa. Al llegar al palier, esperó unos minutos hasta que Delia abrió la puerta.

Narvaja hizo crujir el piso de madera con sus pasos, entre las paredes colmadas de cuadros, hasta encontrarse, por primera vez, con esa mujer diminuta pero imponente que lo recibió estirando los labios en forma de sonrisa. Sarah le señaló el sillón de cuero azulino, mientras ella se sentó en un silloncito, sin perderle la mirada.

Orlando estiró levemente el cuello hacia adelante, de manera que la cabeza siempre quedó más allá de su cuerpo. Es un modo de demostrar interés, de concentrarse, meterse en lo que está haciendo. Hizo chistes y sonrió grande como lo hace siempre, como si la mueca de mostrar los dientes fuera parte de su trabajo. Hay algo de yerno encantador en Narvaja que combinó con el humor sarcástico de Sarah, que también tiene la costumbre de los chistes cuando quiere sacarse alguna situación de encima. Juntos hacían una escena digna del cine nacional costumbrista.

Trece años después, cuando Orlando fuera un médico famoso, con aspiraciones políticas, diría que la ciencia puede medir muchas cosas, menos la ironía y el humor. Sarah, especialista en ambas, era una suerte de espécimen extraño, un desafío o una oportunidad.

Sarah respondió las preguntas y se ocupó de dejar claro que se sentía bien, que la preocupación de sus hijas era infundada, que se atendía con su psiquiatra, que la encontraba bien, que ella solo estaba de fiesta y que en su vida era algo para celebrar, que sus hijas olvidaban todos los momentos tristes por los que ella había tenido que pasar, que ella era una artista y que sus hijas no entendían eso y que en lugar de estar gastando plata y tiempo en médicos, deberían dejar de preocuparse por ella y por el dinero porque dinero era lo que sobraba y que ella era, tal vez, una de las mujeres más poderosas del país y que, como lo había hecho en otro tiempo con la Fundación Katz, estaba por invertir en un gran proyecto cultural.

Narvaja se ocupó de tener gestos de empatía, tal vez habló del cerebro, de las cosas que le pasan a ese órgano, como hace siempre que quiere resultar impersonal. El cerebro aprende, al cerebro le pasa, el cerebro es conservador, el cerebro olvida o recuerda. Tal vez, por momentos, Sarah pudo sentir que él estaba de su lado, o que la entendía o que los estudios probarían de una vez que ella estaba bien de la cabeza. Acaso por eso, Sarah, a pesar de que quería seguir atendiéndose con Rothman, se comprometió a hacer los estudios que Narvaja dejó indicados y que Sarah realizaría en CIEN.

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