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La “divina” sorpresa

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El 1º de agosto de 1914, estalló la Primera Guerra Mundial. Lenin, instalado en ese momento cerca de Zakopane, en la parte polaca de Austria-Hungría, y no la había visto venir, fue detenido como ciudadano ruso y, por lo tanto, enemigo. Si hubiera permanecido hasta 1918 en un campo de prisioneros, nunca se habría vuelto a oír de él. Pero los socialistas austríacos lo hicieron liberar una semana más tarde y huyó a Suiza, donde la guerra se revelaría como una “divina sorpresa”. En un primer momento, Lenin asistió alarmado al desmoronamiento de la doctrina marxista: en vez de manifestar su solidaridad contra la guerra, según el eslogan de Marx: “Proletarios de todos los países, uníos”, los socialistas europeos se unieron a sus propios gobiernos en el seno de la Unión Sagrada. El sentimiento nacional y patriótico primó por sobre el principio de clase. Furioso, Lenin extrajo dos conclusiones: por un lado, la Segunda Internacional –socialista– había traicionado y por lo tanto era preciso crear una Tercera, esta vez comunista; por otro lado, había que aprovechar el hecho de que millones de hombres estuvieran en armas para llamarlos a “transformar la guerra imperialista en guerra civil”, de la que saldría la revolución comunista. Mientras tanto, refugiado en Zúrich, alejado de Rusia, vivía en la pobreza y deprimido. En enero de 1917, llegó a declarar: “Nosotros, los viejos, quizá no veamos las luchas decisivas de la revolución inminente”.

Pero el 15 de marzo, llegó la noticia más inesperada: la abdicación del zar Nicolás II, que provocó el desplome del régimen y abrió una crisis mayor. Su odio por los Romanov, su profundo resentimiento contra la sociedad “burguesa”, en la que no había podido encontrar su lugar, y su pasión revolucionaria eran tan grandes que, para volver a Rusia, Lenin no dudó en apelar a los servicios secretos alemanes, que se sintieron felices de fletarle al enemigo a ese agitador acompañado por decenas de “camaradas”.

Después de atravesar Alemania y luego Suecia en un tren especial despachado por el Reich, Uliánov llegó a Petrogrado el 17 de abril y lanzó de inmediato una violenta campaña contra el gobierno provisional y contra el Sóviet de Petrogrado, de mayoría menchevique y socialista-revolucionaria. Llamó a la fraternización en el frente, a la toma del poder por una república de los sóviets y a la nacionalización de las tierras, mientras que los bolcheviques crearon su milicia armada, los guardias rojos. Al principio, todos se burlaban de él, pero pronto aprovechó un desastre militar del ejército ruso para intentar una toma de armas en Petrogrado, los días 17 y 18 de julio. Resultó un fracaso: el Partido Bolchevique fue reprimido, Lenin huyó a Finlandia y luego desapareció en la clandestinidad.

Su futuro político parecía haberse arruinado. Sin embargo, la crisis revolucionaria se convirtió en anarquía, en el ejército, en las fábricas, en el campo y entre las nacionalidades no rusas ávidas de conquistar su independencia. A mediados de septiembre, el jefe de gobierno, Alexándr Kérenski, celoso del jefe del estado mayor Kornílov, planeó un falso golpe de Estado contrarrevolucionario y repuso a los bolcheviques. Proclamó la república, legitimada por la elección por sufragio universal de una Asamblea Constituyente realizada el 25 de noviembre, pero Lenin no estaba conforme. Debía tomar imperativamente el poder antes de esa fecha: le ordenó a su partido que preparara la toma de armas decisiva, según el modelo del famoso revolucionario francés Auguste Blanqui.

El siglo de los dictadores

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