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El nacimiento de un revolucionario
ОглавлениеPor el momento, Volodia apretó los dientes y terminó con éxito sus estudios secundarios. Pero en su interior, hervía. Tras la pérdida de todos sus puntos de referencia, refugiado en la propiedad familiar de Kokushkino, descubrió allí la biblioteca secreta que había formado Alexander y se sumergió en lecturas hasta ese momento prohibidas: Darwin, Marx, Ricardo y, sobre todo, una novela publicada en 1863 por el revolucionario populista Nikolái Chernyshevski, ¿Qué hacer? Los hombres nuevos. Esos “hombres nuevos” eran los jóvenes que soñaban con una Rusia atrasada en marcha hacia una utópica sociedad perfecta. Volodia estaba fascinado por un personaje misterioso, Rajmétov, el “hombre especial” que se dedicaba día y noche en la clandestinidad a servir a su “novia”, la revolución, y que, por ella, estaba dispuesto a soportar la tortura y la muerte. A partir de esta figura novelesca, Volodia imaginó poco a poco la trama de su vida: convertirse en el héroe que vengaría a su hermano y prepararía una revolución destinada a derribar la dinastía de los Romanov y la autocracia zarista, para instaurar el socialismo. Se consagró incansablemente a eso durante treinta años, de 1887 a 1917.
En 1889-1890, en Samara y luego en Kazán, estableció contactos con viejos militantes de la Naródnaya Volia y descubrió el famoso Catecismo del revolucionario, vademécum del profesional de la subversión, escrito por Serguéi Necháyev, el hombre que le inspiró a Dostoievski su novela Los demonios. Luego, enamorado de un marxismo primario, se destacó cuando en 1891-1892 los campos del Volga fueron afectadas por una terrible hambruna. Mientras toda la sociedad intentaba socorrer a los hambrientos, solo Volodia sostuvo que la hecatombe –400.000 muertos de hambre– era una buena noticia, porque desacreditaba al zar y empujaba a los mujiks a abandonar los campos e ir a las fábricas, acelerando así la industrialización, y por lo tanto, la formación de una clase obrera que derribaría al capitalismo. Sus camaradas notaban ya en él esa convicción absoluta del carácter “científico” de la doctrina marxista convertida en un fanatismo ideológico y esa falta de compasión por su prójimo que serían su marca.
Volodia aprobó sus exámenes de Derecho y, abogado sin causa, subió a la capital, donde creó, con un joven judío, Julius Mártov, un pequeño grupo con un nombre pomposo: Unión de Lucha por la Emancipación de la Clase Obrera. Pero la Ojrana vigilaba y, el 21 de diciembre de 1895, al alba, un comisario de policía lo sacó de la cama para arrestarlo. Primera lección de vida militante y nuevo trauma. Condenado a tres años de “deportación en Siberia”, el “noble Uliánov” partió en tren, acompañado por su familia. Llegó en mayo de 1897 a la aldea de Shushenskoie: alojado en una dacha, recibía del gobierno un pequeño salario y disponía de dos magníficos fusiles para cazar. Este ideólogo que aprendió la vida en los libros consiguió todo lo que quería y, cuando partió, sus maletas llenas de libros pesaban más de 250 kilos. Incluso mandó llamar a su “novia”, una camarada detenida al mismo tiempo que él, la joven maestra Nadezhda Konstantínovna Krúpskaya. A punto de cumplir los treinta años, se casó con ella, aunque en 1938, su camarada Trotski escribiría: “[…] puede decirse con seguridad que Vladímir mantuvo toda su vida, desde su juventud, una actitud pura con las mujeres. No hay que atribuirle a la frialdad de su temperamento ese rasgo casi espartano de su figura moral. Al contrario: el fondo de su naturaleza era apasionado. Pero lo completaba… –es difícil encontrar otra palabra– la castidad”. De hecho, su única pasión fue la revolución.
Aprovechando esa temporada pasada al aire libre, Vladímir redactó un panfleto de 650 páginas, El desarrollo del capitalismo en Rusia. Bajo el seudónimo de Ilyn, vertió en él una enorme cantidad de cifras y estadísticas, innumerables cuadros, diagramas, esquemas y ecuaciones. Como buen discípulo de Marx, llenó el texto de citas tomadas de Das Kapital y sostenía que Rusia ya se encontraba en la etapa capitalista, y por lo tanto, en camino al socialismo. Por las necesidades de LA CAUSA, olvidaba que el 85% de la población del Imperio vivía y trabajaba en el campo y que la clase obrera era ultraminoritaria. Vladímir esperaba marcar así su irrupción espectacular en la escena revolucionaria: sin embargo, su libro fue objeto de burlas por parte de todos los economistas, incluyendo a los marxistas. Pero este texto revela su pasión por los malabarismos y las ilusiones estadísticas que provocaron los primeros grandes desastres del bolchevismo en el poder.
En marzo de 1898 se realizó en Minsk el congreso que fundó el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, el POSDR, que celebraba a los “gloriosos combatientes de la antigua Naródnaya Volia”, pero reivindicaba un socialismo democrático y reclamaba la elección de una Asamblea Constituyente. Aunque Vladímir no participó de ese acto fundador, siguió de cerca los debates internos de la Internacional Socialista, en la que el alemán Eduard Bernstein declaró en 1900: “Ningún socialista en uso de su razón sueña hoy con una victoria inminente del socialismo gracias a una revolución violenta. Ninguno sueña con una conquista rápida del Parlamento por un proletariado revolucionario”. El cismático Bernstein abrió de este modo la crisis del “revisionismo” que, ante el aumento de la prosperidad capitalista y de la cultura democrática parlamentaria en toda Europa, obligaba a los marxistas a alinear su discurso con su práctica, democrática y reformista, o su práctica con su discurso, revolucionario y violento. Para Vladímir, fue una declaración de guerra: hizo firmar “por unanimidad” una “Protesta de los Socialdemócratas de Rusia” –¡eran diecisiete!–, que exigían “una guerra a ultranza” contra las ideas “revisionistas”. Un efecto precoz de su propensión a las posiciones más radicales destinadas a diferenciarlo de todos los demás socialistas.