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El giro fatal

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Los años 30 constituyeron una etapa crucial de la radicalización mussoliniana. Al comienzo de la década, la temática antiburguesa y guerrera adquirió un nuevo rigor. Hasta ese momento, el Duce había llevado adelante una política exterior bastante parecida a la de las democracias occidentales, por hostilidad hacia el revanchismo alemán, pero en octubre de 1935 desafió a Europa al lanzarse a la conquista de Etiopía, que terminó en mayo de 1936, al precio de una guerra brutal más difícil de lo previsto. La población italiana lo apoyó con tanta fuerza, que el historiador Renzo de Felice habla de un verdadero consenso. Nunca fue más popular el dictador que en esa época. Pero, aislado en la escena internacional, acudió a la Alemania nacionalsocialista, que solo esperaba eso para formar el Eje Roma-Berlín (octubre de 1936). Fue el primer vals con el diablo. El segundo llegó muy pronto, con el compromiso conjunto en la guerra de España para ayudar a Franco, que desconfiaba mucho de sus nuevos amigos italianos. El tercero se desarrolló en Berlín, donde Hitler recibió con todo el cuidado necesario a un Mussolini maravillado por los éxitos del Tercer Reich (septiembre de 1937). A su vez, el Duce intentó deslumbrar al Führer durante su visita a Roma, en mayo de 1938, desde donde el papa Pío XI había partido hacia Castel Gandolfo para respirar un aire más sano. Entretanto, Italia había abandonado a Austria a su suerte en marzo de 1938, permitiendo que Alemania llevara a cabo el Anschluss tan ansiado por el Führer.

También en política interior, Mussolini apretó las clavijas. Com­batió las actitudes consideradas burguesas, impuso el paso de ganso, criticó con palabras cada vez menos veladas a la monarquía y, lo más grave, en 1938 realizó un fuerte viraje racista y antisemita,9 aunque no se trató de medidas de persecuciones físicas, sino discriminatorias. Obsesiones raciales y prejuicios antiburgueses se mezclaban en esa ofensiva, que contribuyó a destruir el modus vivendi establecido con el papado y provocó revuelo en la opinión pública, que vio en ello una servil imitación de los detestados alemanes. Pero el Mussolini que envejecía estaba más que nunca decidido a hacer nacer a ese hombre nuevo con el que soñaba desde siempre, incluso bajo coacción ¡La guerra! Por medio de la guerra y en los campos de batalla se haría nacer al italiano fascista. Pero en esta cuestión, Mussolini se ahogaba bajo el peso de contradicciones insalvables, ya que ni el estado del ejército, ni el de las finanzas permitían comprometerse con los alemanes, por quienes sentía una curiosa mezcla de odio, admiración y temor secreto. En el momento de la crisis checoslovaca de septiembre de 1938, contribuyó a salvar la paz gracias a la conferencia de Múnich. Cuando Hitler, violando la palabra empeñada, invadió y despedazó a Checoslovaquia algunos meses más tarde, el dictador italiano replicó rapiñando a Albania, antes de firmar una verdadera alianza con el Reich: el Pacto de Acero del 22 de mayo de 1939. Especificó que no podía entrar en guerra antes de 1943. Pero, una vez más, los alemanes lo engañaron al invadir Polonia y precipitar a Europa en un nuevo apocalipsis.

En septiembre de 1939, sometido a las presiones del clan antialemán y todavía realista sobre la situación de su país, Mussolini optó por una posición ambigua: la “no-beligerancia”. Esta neutralidad hostil hacia las democracias constituyó un intervalo lleno de amenazas para el futuro. El fulgor de las victorias alemanas lo atormentó aún más. Y cuando Francia, ante la sorpresa general, se derrumbó en pocas semanas, comprendió que debía participar en el pillaje. El 10 de junio de 1940, Italia les declaró la guerra a Francia y al Reino Unido. Una decisión fatal, que tomó en contra de las reservas del rey y de varios jerarcas, de la oposición del papado y de la mayoría del país. Esa decisión, acorde con su dinámica ideológica, le costó la vida.

Porque desde los primeros días, la guerra del Duce se convirtió en un largo calvario. Alpes, Libia, Grecia: en todas partes se produjeron derrotas que le hicieron perder el apoyo de la opinión pública. En todas partes debió humillarse, pedir la ayuda de la Wehrmacht, que se adornaba con los laureles de la victoria, como el Afrikakorps de Rommel, enviado a Libia para salvar al ejército italiano de un desastre frente a los ingleses. Para peor, las ciudades de la península sufrieron muy pronto las devastaciones de los bombardeos aliados. La miseria, la desesperación y la ira se propagaban allí como la peste. Aunque la vindicta popular se volvía en primer lugar contra los pequeños jefes del PNF, la imagen del Duce como jefe infalible se debilitó, sobre todo entre los oficiales y los jerarcas. Su salud sufrió las consecuencias de las malas noticias que se acumulaban sobre su escritorio. El dictador empezó a ceder. Nacido de la guerra, irrigado por la pasión guerrera, el régimen no pudo sobrevivir a la derrota.

El siglo de los dictadores

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