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Los cinco factores de la victoria de Stalin

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En las luchas de sucesión que se abrieron incluso antes de la desaparición de Lenin, Stalin mostró infinitamente más volun­tad y sentido táctico que sus adversarios. Jugó a la perfección po­niendo a unos contra otros, aliándose primero con Zinóviev y Kámenev para eliminar del juego político a su adversario más peligroso: Trotski. Una vez debilitado este último, invalidó sus alianzas y se acercó a Bujarin, Tomski y Rýkov para apartar a Zinóviev y Kámenev de la dirección. Después de conseguir poder, se volvió contra sus anteriores aliados: Bujarin fue excluido del Politburó en noviembre de 1929; Tomski, en julio de 1930 y Rýkov, en diciembre de 1930.

Más allá de las peripecias de esas luchas “politiqueras”, debemos in­terrogarnos sobre las causas más profundas de la victoria política de Stalin en la segunda mitad de la década de 1920, que llevaron a la encarnación del poder en su persona y su identificación con el Partido Comunista.

Cinco factores, estrechamente ligados, pueden explicar la victoria de Stalin:

– ante todo, el surgimiento, tras la muerte de Lenin, de una religiosidad secular, de una figura tutelar que personificaba a la dictadura revolucionaria;

– la captación, por parte de Stalin, de la herencia leninista, que le permitió imponerse como “exégeta” autorizado del pensamiento de Lenin, como su continuador y su “mejor discípulo”;

– la formulación que hizo Stalin de una determinada cantidad de objetivos y de decisiones estratégicas políticas simples, pero que ofrecían una nueva esperanza y un objetivo concreto: la “construcción del socialismo en un solo país”;

– la transformación profunda de la sociología del Partido, con una incorporación masiva de elementos populares y plebeyos, que se encontraban y se reconocían en los elementos programáticos propuestos por su Void (“Guía”);

– por último, la capacidad de Stalin de controlar, con un pequeño grupo compacto de fieles, los aparatos del Partido y de la policía política.

El primer factor fue la transformación simbólica del poder después de la muerte de Lenin. Su desaparición dio lugar a la explosión de un fenómeno cultual que fue fundamental en la trayectoria del bolchevismo. Y Stalin desempeñó en ello un papel clave. Como secretario general del Partido, él fue el encargado de la organización del funeral. Pronunció un discurso destinado a perdurar mucho tiempo: generaciones de escolares aprendieron de memoria, durante décadas, la fórmula del juramento que se repetía en su discurso: “Te juramos, camarada Lenin, que cumpliremos con honor tu voluntad”. Pero el discípulo fue mucho más lejos: estableció una “Comisión para la inmortalización de la memoria de Vladímir Ilich Uliánov (Lenin)”, encargada de ritualizar la muerte del gran hombre, cuyo cuerpo, debidamente embalsamado, y cuyo cerebro, debidamente disecado para encontrar en él las pruebas materiales de su “genio”, reposarían en un mausoleo en la plaza Roja.

Los demás dirigentes bolcheviques protestaron contra ese “culto a la personalidad”: en ese momento surgió esta expresión. La viuda de Lenin, Nadezhda Krúpskaya, llegó a publicar en el Pravda una advertencia sobre la manera correcta de honrar la memoria del gran difunto. Nada indicaba en el estilo de Lenin la posibilidad de esa exaltación santificadora. Su importante papel, reconocido por todos, al frente del Partido y del Estado, siempre se había desarrollado sin poner de relieve a su persona. Por autoritario que hubiera podido ser, siempre se mantuvo reservado detrás de la idea y la función. Para Lenin, solo existían fuerzas sociales colectivas. La dictadura del proletariado era una dictadura sin dictador.

Pero el mito prendió mucho más allá de lo que esperaban sus promotores. En pocos meses, se organizó un verdadero culto, con monumentos a la gloria de Lenin, objetos litúrgicos, “espacios Lenin” en las instituciones más modestas, en escuelas, en bibliotecas y museos. Por supuesto, ese culto no tenía nada de espontáneo, pero era evidente que no habría adquirido proporciones tan grandes si hubiera sido simplemente una ficción impuesta desde arriba, si no hubiera encontrado un eco profundo e inesperado en las masas. La celebración de Lenin funcionó, seguramente, porque se enraizó de algún modo en la figura secular del “padrecito”, que había sido el zar para su pueblo apenas una generación atrás.13 Stalin, más que los otros dirigentes, comprendió la importancia de una personificación de la dictadura bolchevique, de esa supuesta “dictadura del proletariado”. Comprendió que el culto a Lenin le permitiría al Partido adquirir lo que más le faltaba: la legitimidad a través de la figura de un fundador idealizado. Extrajo todo la ventaja política que pudo erigiéndose él mismo como primer y único “continuador”, como el mejor discípulo del Maestro convertido en héroe.

El siglo de los dictadores

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