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La hora final
ОглавлениеEl desembarco de los anglosajones en Sicilia, en julio 1943, marcó la hora final del fascismo. Tras el bombardeo a Roma, varios barones del régimen optaron por dejar a un lado al Duce, que, alejado del país, ya no escuchaba a nadie y había dejado de fascinar a los suyos, lo que era sin duda mucho más grave. Los conjurados decidieron actuar a través de un voto del Gran Consejo del Fascismo, órgano supremo del PNF, y exigieron su convocatoria para la noche del 24 al 25 de julio de 1943. Encabezados por Dino Grandi,10 los insurrectos –¡algunos de los cuales llegaron armados a la sesión!– obtuvieron, tras una larga y pesada reunión, una mayoría para retirarle a su jefe los poderes militares, aunque con la certeza de mantener el régimen. Pero Víctor Manuel III había urdido en forma paralela su propio complot, y cuando el 25 de julio Mussolini se presentó en su residencia privada, seguro de volver a dominar los acontecimientos, mandó carabineros para arrestarlo. Completamente desconcertado, el prisionero fue llevado a una prisión de Roma, pero rápidamente lo trasladaron a lugares considerados más seguros: la isla de Ponza, luego la de la Maddalena y finalmente al Gran Sasso, en los Abruzos. Durante ese tiempo, el régimen se licuó y en septiembre de 1943, Italia se pasó a los aliados en condiciones apocalípticas.
Hitler, por su parte, no quería perder el control de la península. Ligado a Mussolini por extraños sentimientos de estima teñidos de superioridad y de un desprecio absoluto por los “traidores” italianos, hizo que un comando lo liberara y lo recibió en Berlín para convencerlo de ponerse al frente de un Estado asociado fascista en el centro norte de la península. Pero el Duce ya no era más que la sombra del jefe carismático que había sido. Obedeciendo a los nazis, instaló su República Social Italiana (RSI) en diferentes ciudades de los lagos de Lombardía y desarrolló una lucha implacable contra todos sus enemigos. Tanto por espíritu de venganza, como por temor a la reprobación de Hitler, les ofreció a los fascistas más enfurecidos la cabeza de su yerno Ciano, que había votado en su contra en la sesión del Gran Consejo. Condenado a muerte tras un simulacro de juicio, el “Bruto” del fascismo murió con dignidad, fusilado por la espalda.
El dictador, recluido en su villa Saló, intentó dirigir los acontecimientos y limitar las injerencias de los alemanes, pero el avance lento e inexorable de los Aliados selló el final de la sangrienta aventura de la RSI. Intentó una última maniobra política con los socialistas para una transición “suave” hacia un nuevo poder. En realidad, ya no tenía ninguna carta en la mano. El 25 de abril de 1945, huyó de Milán con destino a los Alpes, en compañía de un puñado de partidarios y de su amante Clara Petacci. El viaje terminó trágicamente: disfrazado de soldado alemán, el antiguo amo de Italia fue arrestado por partisanos, que lo fusilaron junto a Clara, en condiciones aún misteriosas, el 28 de abril de 1945. Su cadáver, que fue llevado a Milán y arrojado a la plaza Loreto, sufrió los peores ultrajes de una multitud histérica y fue colgado en una rampa.
Vencido, Mussolini entró en la muerte con ese cuerpo aplastado y luego enterrado deprisa. Más tarde, fue llevado a su ciudad natal de Predappio, donde reposa actualmente, rodeado de una extraña fascinación que no deja de plantear interrogantes.