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El “mejor discípulo”

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El objetivo de Stalin era monopolizar la herencia leninista ubicándose como el exégeta autorizado de su pensamiento. En abril de 1924, pronunció una serie de conferencias, editadas luego en un libro titulado Las bases del leninismo. Allí planteaba algunas ideas simples, en forma prioritaria, la necesidad de la disciplina y de la unidad del Partido, vanguardia, élite y líder de las masas. Se publicaron centenares de miles de ejemplares: el libro fue la primera –y a menudo la única– lectura “teórica” de los alrededor de 200.000 nuevos adherentes al Partido de la “promoción Lenin”. Apenas diez días después de su muerte, a propuesta de Stalin, el Comité Central había lanzado, en efecto, una gran campaña de reclutamiento de jóvenes comunistas, de preferencia obreros, para darle al Partido una base social conforme a su definición ideológica. En su mayoría, esos nuevos comunistas carecían de educación política y muchos de ellos carecían incluso de toda educación. Algunos serían formados aceleradamente en las escuelas de cuadros del Partido y se convertirían en esos personajes típicos del comunista estalinista de los años 30: los “promovidos”.

Los nuevos reclutas eran precisamente quienes podían comprender y seguir la teoría planteada por su jefe desde fines de 1924: la “construcción del socialismo en un solo país”. Esa teoría se basaba en un pasaje de un artículo de Lenin aparecido en 1915, en el que escribió: “En razón de las circunstancias excepcionales del momento, la revolución no puede darse en varios países del mundo imperialista a la vez, sino en uno solo”. A partir de este exiguo fundamento (aunque de autoridad, por supuesto), Stalin desarrolló la idea según la cual, des­pués del fracaso del intento de insurrección comunista en 1923 en Alemania y el retroceso general de la revolución en Europa, “la victoria del socialismo en un solo país, aunque esté menos desarrollado desde el punto de vista capitalista, mientras subsiste el capitalismo en los otros países, más desarrollados desde el punto de vista capitalista, es perfectamente posible y probable”. En una palabra: pretendía convertir una derrota en victoria, haciendo de la Unión Soviética la tierra prometida del socialismo, primera etapa del camino que llevaba al comunismo. Además de darles una nueva esperanza y un objetivo concreto a todos los que dudaban de la revolución mundial, la “construcción del socialismo en un solo país” tenía la enorme ventaja de movilizar la fibra nacional, incluso nacionalista: un recurso esencial de la retórica estalinista. La Unión Soviética se erigía en patria mundial del socialismo: el significado universal de la experiencia que se desarrollaba en ese país era muy apasionante, sobre todo porque era única, ejemplar, aunque también aislada en un mundo capitalista hostil. La Unión Soviética era una fortaleza sitiada. La concepción de Stalin implicaba reanudar la marcha hacia la modernidad y el progreso, interrumpida en 1921 cuando Lenin, frente a las insurrecciones campesinas –y la revuelta de Kronstadt–, había tenido que dar marcha atrás y proclamar la “pausa” de la NEP. Esa teoría también tenía la ventaja de impugnar la argumentación del principal adversario de Stalin, Trotski. Este había reformulado, con el nombre de “revolución permanente”, la idea desarrollada por Lenin, según la cual el éxito definitivo de la revolución rusa dependía in fine del desarrollo de la revolución mundial. Criticaba a sus adversarios (a Stalin, pero también a Kámenev y Zinóviev) por su falta de energía revolucionaria. Ahora, Koba y sus partidarios podían responderle que sus quimeras internacionalistas no hacían más que reflejar su falta de confianza en las fuerzas de su país. “Solo le quedaría a nuestra revolución –fustigó Stalin– una sola perspectiva: vegetar en medio de sus propias contradicciones y pudrirse esperando la revolución mundial”. Su habilidad consistía en aplicar a veces la prudencia, contra una acción que consideraba al mismo tiempo irrealista, azarosa e inútilmente arriesgada en un momento en el que las potencias capitalistas lograban su estabilidad política y su crecimiento económico, y la determinación contra una dilación desmoralizante, con un objetivo concreto a cumplir en un marco nacional.

En la lucha política entre los “herederos de Lenin”, la gran fuerza de la posición estalinista residía en su lograda identificación con la “línea general” del Partido que, en su gran simplicidad y su extremo esquematismo, se hacía accesible a una gran mayoría de militantes poco instruidos y poco formados políticamente. Stalin logró reducir el debate político a la lucha entre una “línea general” encarnada, en el centro, por él mismo, y “desviaciones”, de “izquierda” (Trotski) o de “derecha” (Bujarin, Rýkov), que amenazaban la unidad sagrada del Partido. El análisis de las reuniones de célula revelan claramente que entre los militantes de base existía una profunda ignorancia de las tesis rivales de los diferentes ideólogos. Los grandes debates políticos de los círculos dirigentes llegaban a las bases deformados, desmedidamente simplificados y doblemente orientados por los cursos de formación política y por la tutela de los “instructores”, enviados por el Departamento de Organización y Distribución del Comité Central (Orgraspred). En definitiva, el debate entre Stalin y Trotski se reducía a la idea de que el primero quería construir el socialismo en la Unión Soviética, mientras que el segundo lo rechazaba. Cuando se le pidió al secretario de una célula, en 1929, que definiera las características de la “posición derechista” de Bujarin (ese eminente dirigente bolchevique que se oponía con mucha firmeza a la colectivización forzada del campo), ofreció esta respuesta, admirable en su ignorancia y su ingenuidad: “El desviacionismo de derecha es una desviación hacia la derecha, el desviacionismo de izquierda (Trotski) es una desvia­ción hacia la izquierda, pero el Partido, con Stalin a la cabeza, traza su camino entre los dos”. La fuerza de la posición estalinista residía en su identificación con la línea “centrista” y, por lo tanto, justa, del Comité Central y, como ya lo señalé, en su extremo esquematismo, que la hacía accesible a una mayoría de militantes fácilmente influenciables. El debate político se limitaba a una lucha entre una “línea general” encarnada por Stalin y “desviaciones” mortíferas. A los militantes se les recordaba permanentemente la amenaza del asedio capitalista y, en consecuencia, el peligro que entrañaba todo conflicto en los círculos dirigentes del Partido para la existencia misma de la Unión Soviética. La “discusión” era siempre considerada como “impuesta”, “forzada” por una oposición, una desviación. En ese contexto, analizar una cuestión política era en principio ratificar la denuncia a un “opositor” (y muy pronto, en los años 30, a un “enemigo”). Cuando había un debate, debía ser cuidadosamente prepa­rado, orientado, encuadrado. Toda nueva orientación, todo cambio de la “línea del Partido” eran explicados y comentados por “instructores” y “propagandistas”, que indicaban la “elección correcta”.

Como puede verse, dos últimos elementos jugaban aquí en favor de Stalin: la evolución de la composición del Partido y el dominio de los mecanismos y de las estructuras de control y de autoridad en su interior. Entre 1924 y 1929 –cinco años decisivos para el ascenso de Stalin–, la composición sociológica de los comunistas cambió considerablemente. Diez años después de la Revolución de Octubre, el Partido contaba con aproximadamente 1.300.000 miembros. El número de los bolcheviques de origen, en general provenientes de la intelligentsia “desclasada” o de la pequeña y mediana burguesía, había disminuido notablemente (sobre todo por causa de la hecatombe de la guerra civil) –no eran más de 8000 en 1927–, y se produjo un fenómeno de “plebeyización”, que no significó, empero, una verdadera proletarización. A pesar de las campañas masivas de reclutamiento de obreros (“promoción Lenin” en 1924, “promoción de Octubre” en 1927), estos representaban menos de un tercio de los comunistas. Setenta por ciento de ellos tenían un empleo no manual, casi siempre poco calificado, en el inmenso aparato burocrático que se estaba construyendo. Otra característica de este Partido en plena trasformación: su juventud (85% de los comunistas tenían menos de treinta y cinco años en 1929), la escasa experiencia política de sus cuadros (menos del 2% de los secretarios de célula habían adherido al Partido antes de 1918) y el bajo nivel de educación de sus miembros (solo el 1% tenía un diploma de enseñanza superior). Estas cifras contrastan fuertemente con lo que se sabe de los comunistas que adhirieron a la oposición trotskista en 1926-1927 (eran un poco menos de 10.000, y en su mayoría serían excluidos durante la gran purga de 1929). Estos eran, al contrario, mucho más educados que el promedio: había entre ellos muchos intelectuales y estudiantes. El bajo nivel político de los miembros del Partido, que, a diferencia de los “viejos bolcheviques”, nunca habían leído a ningún clásico del marxismo (a lo sumo, algunos opúsculos de divulgación como Las bases del leninismo de Stalin), sirvió de justificación para el encuadramiento ideológico cada vez más estricto de las organizaciones de base por parte de los comités de distrito o de provincia. Durante esos cinco años de transición, el control de los cuadros sobre las organizaciones de base se perfeccionó. Prueba de ello era la presencia de un representante del comité de distrito en las reuniones importantes, que actuaba como informante y tomaba nota de toda palabra desviante. En caso de “dificultades”, se enviaban al lugar instructores de la Orgraspred, departamento clave del Secretariado del Comité Central.

El último factor –no menor– de la victoria imparable de Stalin fue su capacidad de controlar los principales aparatos del Partido con un grupo compacto de adláteres (Mólotov, Ordzonikidze, Kaganóvich, Kúibyshev, Kírov, Mikoyán, Voroshílov, Andréiev, Postishev), que se había formado durante la guerra civil, y más precisamente, en el “frente sur” (Tsaritsyn, que fue rebautizado en los años 30 como Stalingrado). Este núcleo duro se apoderó sobre todo de la Secretaría del Comité Cen­tral, de la Orgraspred y de la Co­misión de Control. En 1925, una nueva reglamentación fijó el reparto de los puestos nombrados por tal o cual instancia del Partido. De los 25.000 puestos permanentes, un cuarto (más de 6000) –los más importantes– dependían directamente de la Secretaría del Co­mité Central y de la Orgraspred, y los demás eran provistos por los comités regionales. En teoría, todos los puestos de responsabilidad que figuraban en las listas (nomenklaturas) del Comité Central y de los comités regionales eran electivos. En la práctica, esa “elección” siempre era preparada por la organización de la que de­pendía el puesto. A partir de 1924-1925, la Secretaría del Comité Central, dirigida por Stalin, asistido por su fiel Poskrebyshev, intentó establecer un fichero completo de todos los comunistas: le llevó más de quince años completarlo. A mediados de la década de 1920, otro organismo, dirigido por dos colaboradores cercanos de Stalin (Kúibyshev hasta 1926, y luego Ordzonikidze), la Comisión Central de Control, empezó a tener una importancia cada vez mayor. Según sus estatutos, su objetivo era “la lucha decidida contra todos los grupúsculos y movimientos frac­cionales en el seno del Partido, el estudio sistemático de los fenómenos malsanos en el terreno de la ideología y la purga de los elementos ideológicamente perjudiciales o moralmente corruptos”. Todos los años, entre el 4% y el 8% de los militantes eran convocados por los más diversos motivos. Los principales eran: el alcoholismo (25% a 30% de motivos de convoca­toria), la “pasividad política” (20%), mucho más frecuente que la “oposición activa” (6% a 8%), diversas formas de arribismo, de abusos, de burocratismo (15% a 20%), los robos caracterizados (10%), la práctica religiosa (8% a 10%), la pertenencia a una clase socialmente extraña (5%).14 Hasta 1927, las comisiones de control se limitaron a aplicar generalmente “purgas suaves” (advertencias, sanciones, muy pocas veces expulsión: en 1924-1926 hubo menos del 1% de expulsados por año, con respecto a la cantidad total de comunistas). Pero a partir de 1927, se produjo un giro que anunciaba la gran purga de 1929. Estuvo marcado por una severidad mucho más grande, esta vez en nombre de un monolitismo ideológico, hacia los opositores políticos, especialmente los trotskistas (varios miles de ellos fueron expulsados del Partido en 1927 y principios de 1928, tras el XV Congreso) y por los vínculos cada vez más estrechos entre las comisiones de control y la policía política, el GPU,15 a cargo de un hombre puesto por Stalin: Dzerzhinski hasta 1926 y luego Menzhinski.

El siglo de los dictadores

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