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El vencedor de Stalingrado, el hombre fuerte de Yalta
ОглавлениеEl recuerdo de este crimen masivo, que se guardó en secreto, fue totalmente eclipsado –tanto en el interior como en el exterior del país– por el papel fundamental desempeñado por la Unión Soviética en la derrota del nazismo. Sin duda, Stalingrado borró el Gran Terror, pero también el pacto germano-soviético del 23 agosto de 1939, que les permitió a dos dictadores, Hitler y Stalin, repartirse una parte de Europa oriental, y a la Unión Soviética recuperar grosso modo las fronteras occidentales del Imperio ruso. Desde el final de los años 30, Stalin alentó e instrumentalizó al nacionalismo gran-ruso, recubriendo con la expresión “patriotismo soviético” un chauvinismo étnico ruso: una política por lo menos inesperada de parte de un dictador proveniente de una minoría nacional, pero que le permitía asegurarse el apoyo del pueblo más importante de la Unión, para combatir los fermentos de desmembramiento que representaban las nacionalidades del nuevo imperio soviético en expansión. Aunque le permitió –temporariamente– a Stalin anexar territorios poblados por 23 millones de habitantes, el pacto germano-soviético no salvó a la Unión Soviética de la agresión hitleriana. El dictador tuvo una responsabilidad decisiva en los desastres militares de 1941-1942. Esa responsabilidad se sitúa en tres niveles: un error general de apreciación de la amenaza nazi en junio de 1941, una política de equipamiento del ejército demasiado tardía e incompleta, a pesar de los innegables progresos realizados durante los años 30, y una profunda desorganización del mando del Ejército Rojo tras la serie de purgas de 1937-1938. Los soviéticos ganaron la guerra no tanto gracias a Stalin, sino más bien a pesar de los errores estratégicos y tácticos que cometió, y a costa de pérdidas (más de 20 millones de muertos) debidas, en primer lugar, a la barbarie nazi, pero también al poco valor que le otorgaba el régimen estalinista a la vida humana. Exacerbado por las atrocidades cometidas por el invasor, el sentimiento patriótico reforzó el consenso social, que fue el arma principal de la supervivencia de la Unión Soviética. Muy hábilmente, gracias a su notable sentido político, Stalin logró identificar a su persona con la causa sagrada, la de la Patria. Los soldados iban al combate cantando: “V boi za rodinu, v boi za Stalina!” (“¡Luchemos por la Patria! ¡Luchemos por Stalin!”). El culto a Stalin, identificado con la Rusia sufriente, combatiente y finalmente victoriosa, se propagó por intermedio de los soldados hasta el campo, donde el odio al sistema koljosiano se había mantenido muy vivo. La guerra y la victoria modificaron profundamente la relación entre Stalin y la sociedad soviética, pero también su aura. La Conferencia de Yalta (4-11 de febrero de 1945) marcó el apogeo del papel internacional del dictador soviético. Jugando hábilmente con las divergencias entre británicos y norteamericanos, y con la confianza que le tenía Roosevelt, explotó su ventaja y obtuvo satisfacción sobre puntos fundamentales que garantizaban el lugar preeminente que ocupaba la Unión Soviética: tres representantes (Rusia, Ucrania, Bielorrusia) en la conferencia constitutiva de la ONU, la confirmación de las fronteras occidentales y orientales de Polonia según los deseos de la Unión Soviética y la legitimación del Comité de Lublin (prosoviético), como núcleo del futuro gobierno polaco, sin olvidar la satisfacción de las demandas de reparaciones formuladas por los soviéticos a Alemania.